apuro /dolores presas

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La última recorrida a la casa la hace a paso rápido. Apaga la luz del velador de la pieza grande que quedó encendido, deja el peine en la mesa de luz, sigue hasta el baño y baja la tapa del inodoro -por una décima de segundo lo considera pero finalmente omite limpiar las gotas de pis que encuentra sobre la tabla, porque no tiene tiempo (anota en su cabeza hablar con su hijo sobre el tema)-. Cierra la puerta. Apaga la estufa y se dirige a la cocina; en el camino hacia la perilla de luz pone el repasador en su lugar y no puede evitar recoger unas migas. Recorre con su mirada y queda casi conforme: las tazas, platos y cubiertos están en la pileta (antes, apurada, ya había guardado la manteca, el pan, la fruta). Se toca el bolsillo y advierte los colines del pelo y un muñequito de su hija –piensa en la posibilidad de dejarlos en su habitación, pero se hace tarde-.

Repasa mientras llega al living: las persianas están abiertas (una maña antigua, necesita saber que su casa no queda cerrada y oscura), las mantas estiradas, las cortinas de totora de la galería levantadas. «Anotación mental dos», se dice a sí misma, «a la vuelta hay que cambiar las sábanas; los chicos tienen que ordenar sus piezas, son un quilombo». Alcanza a ver la punta de la patineta detrás del sillón y la lleva hasta un rincón. «Prioridad alta (tres): recordar que no deben dejar en cualquier lugar elementos con rueditas. Peligro mortal de caída inesperada», subraya para sí.

Los chicos ya guardaron las mochilas en el auto, pero ve la campera de su hija sobre el sillón que está al lado de la puerta (eso la hace resoplar). Agarra su bolso, lugar natural de los elementos esenciales: billetera, anteojos, protector solar (que se pone en el laburo, porque en su casa no llega -indicación de la dermatóloga-), toallitas con lavandina y cargador de teléfono, a lo que agregó, la noche anterior, una bolsa de plástico con un termo chico, yerba, la bombilla

–no la deja ni muerta en la oficina-, una naranja y un cuchillo tramontina. «Anotación mental cuatro: no olvidarlo en el trabajo, quedan pocos cuchillos en casa», apunta.

Toma también el abrigo de su hija, el propio, y el barbijo de su hijo, que ve en la mesita de salida; «anotación mental cinco», registra: «reforzar la idea de que tengan lo básico antes de subir al auto».

Busca en la biblioteca las llaves. Tiene sus manos ocupadas y aprieta algunas cosas con los brazos contra sus costillas. Son los segundos finales antes de partir hacia la escuela… se da cuenta de que no apagó la última lámpara, vuelve a los saltos, con todo su cuerpo haciendo fuerza para que no se le caigan las cosas.

Enseguida, mientras se dirige al garaje haciendo malabares, repasa el estado de situación una vez más: «¿mochilas?, en el baúl, ¿carpeta de artes plásticas?, ídem, ¿libro de inglés para sexto?, guardado, ¿notita del cuaderno de comunicaciones?, firmada,

¿Confirmación a la invitación de cumple?, lista, ¿regalo?, pasar por el negocio de las chicas mañana, en el ratito que queda a las 19», enumera.

Lo demás lo da por hecho porque tiene que ver con las rutinas de la noche, que completó el día anterior: botellita de agua en cada mochila, merienda en los táper, los cuadernos que se usarán ese día. Otra vez se ocupó ella, porque se hizo tarde anoche y no llegó a armarlo con los chicos (que tampoco levantaron la mesa, como pretende), pero la sobremesa estuvo muy bien.

Sube al auto. La pregunta de rigor:

—¿Cinturones?,

—¡Sí! —responden a dúo desde el asiento de atrás.

No está tan mal la salida, apenas 3 minutos de retraso y la niña con un peinado bastante aceptable, que improvisó mientras desayunaban, pero, ¡ay!, suena el pip-pip de la nafta.

—¡Carajo!

Eso debería haberlo hecho ayer, después de dejarlos en mini-vóley, en ese ratito que le queda libre y a veces usa para caminar (la única actividad física durante la semana). Decisión apresurada mientras hace las primeras calles, la estación de servicio queda de paso, duda:

«¿Cargo 500 P o sigo?… sigo, sigo, recién ayer empecé a manejar con la reserva, tengo un changüí, no llego… vamos, vamos». Silencio.

—¡Miren el amanecer! —exclama. El disco rojo del sol, a esta altura del año, los acompaña—. Mi amor, ¿querés que repasemos la tabla del 3? —pregunta.

—Bueno mamá —dice la niña.

—¡Vamos!: tres por uno…

—Tres,

—Tres por dos,

—Seis,

—Tres por tres,

—Nueve,

—Tres por cuatro,

—… ¡Doce!

Su hermano ayuda a la pequeña y la felicita. La tabla va saliendo, como el día. Ella mientras tanto maneja por instinto, con precaución pero rápido. La escuela queda en una punta de la ciudad y su trabajo en la otra. Cuando llegue a su oficina –tarde- habrá sumado cuarenta y cinco minutos circulando en lo que va del día, y más de dos horas desde que el despertador sonó en su casa. Llevar a sus hijos es, sin embargo, atesorable para ella; le permite mirarlos, aunque sea por el espejo retrovisor, desandar algún desacomodo, escucharlos.

La llegada a la escuela estresa porque la calle es angosta y los vehículos se agolpan. En la última mirada antes de dejarlos en la puerta con un beso, ve que el pantalón de su hija está espantosamente sucio. «No será la única niña que llega con el uniforme mugriento alguna vez», se consuela. Cruza los dedos para que no la juzguen como mala madre -son nuevos en el cole-. “¡Que sea un lindo día!”, les grita, yéndose. Debería pasar por administración para ver si está la campera que su hija se olvidó en la semana, pero va demorada. «Anotación mental seis: conseguir llegar unos minutos antes para buscarla», se propone.

Vuelve a subir al coche; en lo que sigue va a pasar calles de tierra y un par de vías rápidas, una avenida, varios cruces. Va a llegar a su trabajo, algunos de sus compañerxs la saludarán sin mirarla, atareados ya; tratará de concentrarse mientras las personas, a su alrededor, desgranarán sus pequeñas historias; en algún momento tal vez sienta un nudo en la garganta (a las situaciones en las que no interviene preferiría no escucharlas, pero no hay espacio para ese lujo). Cuando llegue el momento irá a paso rápido hasta el estacionamiento, porque le quedarán apenas minutos, una vez en su casa, para picar algo, antes de buscar a los niños.

Mientras maneja, va haciendo una lista invisible de lo que la espera por la tarde: ir al almacén del barrio, coser un par de remeras, pagar al mecánico, llamar al plomero, revisar cuadernos y acompañar las tareas. Está segura de que algo se le olvida.

De golpe, fugaz, aparece el sueño de esa noche: quería bailar, pero el tutú le quedaba corto, después largo, luego había que coserlo, alguien se lo pedía prestado, no encontraba el escenario, se hacía tarde.

De repente se siente mal, pero no tiene tiempo para pensar en ello. Tendrá que apurarse para hacer todo.


Dolores nació en 1973 en Buenos Aires, pero jura y perjura que es de Entre Ríos, lugar en el que pasó su infancia. A los 18 se fue a estudiar abogacía a Santa Fe, un poco porque le decían “Zapata, si no la gana la empata”, y otro tanto porque le quedaba cerca. De su etapa universitaria recuerda con cariño sobre todo los aprendizajes extracurriculares. Tuvo la suerte de vivir un tiempito en otros países, donde hizo cursos, conoció mucha gente y fue una auténtica trabajadora migrante. Vive en Mendoza, donde nacieron sus hermoses hijes, y trabaja en la Dirección de Derechos Humanos del Poder Judicial. Juega en un equipo de voley que está casi último en la tabla y cada tanto escribe y canta para desesperación de sus amigues.

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