
Mi primer contacto con «El cuarteto de Alejandria» ocurrió durante unas vacaciones. Yo debía tener unos once o doce años. Mi familia solía veranear en una playa tranquila cerca de Montevideo, junto con un grupo grande de amigos. Recuerdo las conversaciones entre reposeras y sombrillas, en días eternos en el que el sol no era un problema, no en ese entonces. Mis viejos y sus amigos hablaban de esos libros, por cuál había empezado cada uno, los llevaban por supuesto a la playa, porque una de las actividades era leer y otra charlar sobre eso. Mis propios amigos andaban por los médanos o en el mar. Yo escuchaba absorta esas palabras vociferadas, esos contrapuntos cuyo tema no recuerdo, pero sí la intensidad que iba in crescendo, porque se discutía. Este fue uno de mis primeros descubrimientos, o tal vez sea mi teoría literaria infantil, que selló y conjugó lectura y fervor, y que arrojó el hablar de libros a mi futuro.
Cuando Fabián Casas nos comentó la consigna en su «Taller Nómade», en el primer encuentro de taller (escribir sobre algo desconocido como si lo conociéramos), pensé inmediatamente en Laurence Durrell y esos libros con nombres enigmáticos. No podría de ningún modo explicarme por qué. ¿Porque son desconocidos y conocidos a la vez? ¿Porque esa playa fue mi primer contacto con un taller literario? Eso pienso ahora mientras escribo, porque siempre pienso mejor cuando escribo.
Otra cosa que hice luego fue llamar por teléfono a mi vieja (hablamos poco, y casi siempre de escritura y de libros) preguntándole por lo que ella recordaba de esa época. Me dijo que no, que ella había leído «El cuarteto de Alejandria» a los veinte años –es decir mucho antes de que yo naciera– y que apenas los recordaba. Son, según parece, libros míticos. No están en su biblioteca ni en la mía. La biblioteca de mi vieja es custodiada detectivescamente, ella no pierde libros y los que presta los recupera, o maldice a quién se los roba. Conserva rencores incunables y sin vencimiento, porque no perdona a quien le roba un libro. El cuarteto de Alejandría no está, solo tiene a Justine, con la tapa medio raída y por la mitad, y nada más.
No sé si soñé yo o soñó ella haberlos leído, pero sí sé que las bibliotecas guardan los libros que amaremos para siempre aunque no volvamos a tocarlos, los que nos marcaron, indelebles, y guardan también a esos otros: presencias fantasmales, oníricas, nómades también. Viejos desconocidos que no sabemos dónde están, si ocurrieron o no, si le pertenecen al sueño, esos también son los libros de mi biblioteca, y por supuesto mi teoría literaria infantil les debe todo más que nada a ellos.
Lila Feldman es psicoanalista y escritora. Ideó y coordina los talleres «El coraje de narrar». Publicó el libro premiado «Sueño, medida de todas las cosas», colaboró en otros, y publicó diversos artículos y publicaciones en Página 12 y distintos medios
Una respuesta
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