
Era jueves. Puede que viernes. Lo seguro es que fue en julio, por el frío. Rosario amaneció apestada de nubes. No por ese gris inerte, monótono y estático que lo cubre todo como una masa uniforme. Había nubarrones de distintos grises, tan inflados que, si te quedabas mirándolos fijamente, parecía que empezarían a chorrear de tan cargados que estaban, y, efectivamente, el pronóstico del celular anunciaba lluvia para el mediodía.
Con los primeros mates de la mañana sonó, en los parlantes de la notebook, la voz francesa de Yvonne en el programa de Mex Urtizberea. Estaba cantando, ella, Un poco de amor francés de Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota. Hasta ahí, la mañana marchaba como todas. La nacida en Argentina, que vive en Barcelona y que ahora estaba en Buenos Aires, siguió con otro tema. Una melodía conocida, entre palabras desconocidas, dentro de un ritmo familiar. Lo tarareé. Lo silbé. Pensé. Amándote, dije. Busqué la letra y lo primero en aparecer fue Jaime Roos, uruguayo.
Nunca había escuchado a Roos, o, por lo menos, no lo había escuchado con la atención que se merece. Busqué sus temas. Apareció una lista de canciones aleatorias, seleccionadas por algún algoritmo basado, tal vez, en lo más escuchado por la gente, o en alguna de esas estadísticas, no importa. Aparece y suena Durazno y Convención. Jaime describe a una hermosa y profunda Montevideo. Busco el disco donde presentó el tema por primera vez: Mediocampo. Tiene la imagen de Roos con la camiseta de Fénix, mitad blanca y mitad violeta, con el número cinco en la espalda en color rojo y, de fondo, el Estadio Centenario de Montevideo. WhatsApp, que estaba abierto en la misma notebook, me muestra en una pequeña ventana, la receta para hacer tortas fritas que mi vieja estaba pasándome. Receta que le pedí, imaginándome, ingenuo, una tarde de lluvia.
Mi vieja nació en Minas, departamento de Lavallejas, y mi viejo en el mismo Montevideo que Roos. Así que, le pregunté a ambos, por separado –están separados desde que tengo memoria–, si alguna vez lo escucharon (a Roos). También le pregunto a mi viejo, para corroborar la receta de tortas fritas uruguayas que me pasó mi vieja, cómo las preparaba. Ambos respondieron que sí, que conocen a Roos, cosa que imaginé pero, ¿intuyo? ¿Analizo? Lo hice esperando otra respuesta. O esperando escuchar la confirmación a una premisa que todavía no había terminado de definir: que entre ellos, tanto con Roos como con la receta, había existido, seguía existiendo, ese algo en común, compartido, que todavía, en ese momento de la mañana, no contaba con ningún título ni definición.
En la tarde, cociné las tortas. No solo no llovió, sino que salió el sol, pleno, sin nubes que lo arrimen. Seguí la receta mientras escuchaba a Roos de fondo (candombe, murga y batucada). Después de que la masa reposó y de que armé las bolitas, me dispuse a amasarlas con una botella de vidrio. Finas y grandes, o finas y alargadas. En ese momento, recibo, percibo, siento, me envuelve, una especie de epifanía o claridad mental. Una sensación corporal que me abrazó por completo: la posibilidad de que, en algún momento de sus vidas, juntas, como pareja, mi vieja y mi viejo, disfrutaron hacer tortas fritas escuchando a Roos de fondo, o a alguna otra murga, o batucada o candombe. El hecho de recordar por ellos (pongámosle), generó en mí, más que la simple sensación de saber que había hecho lo correcto al cocinar las tortas fritas.
Entrada la noche, le conté a Maili, mi pareja, lo mismo que les he contado hasta acá. Le pregunté por la asociación libre –Maili es psicóloga–. No me da una clase teórica o una definición de manual de lo que es asociar libremente, sino que, me habla de “Un cuerpo al fin”, el libro de Alexandra Kohan que está devorando en estos días. De que ahí, Alexandra habla de Freud, y Freud habla de Börne. Remarco, por ahora, un fragmento de lo que escribió este último: “…escriban durante tres días sucesivos, sin falsedades ni hipocresía, todo lo que les pase por la mente”. Y eso hice, en parte.
Escribí todo lo que se me pasó por la mente, haciendo hincapié, en ese día. Börne dice que después de escribir lo pasado en esos tres días –un día en mi caso–, quedaremos atónitos ante los nuevos e inauditos pensamientos que hemos tenido, y así fue. No solo que asocié libremente en lo mental y en la palabra, sino que, también, en lo corporal. Construí un nuevo recuerdo mientras amasaba, algo que me dejó atónito. Y me sentí liviano después de comer la primera torta, algo inaudito.
Terminé esa noche y termino este relato con tres premisas: 1: Que entre mi viejo y mi vieja, por un lapso de tiempo, sea breve o no tanto, entre canciones y recetas, hubo amor y deseo. 2: Que se pueden cocinar tortas fritas, y disfrutarlas, aunque no llueva. 3: Que llevar a cabo el acto de asociar libremente, es difícil. Börne dice que ahí está el arte de convertirse en escritor. Puede ser, no estoy seguro. Escribí este texto, construí un recuerdo, y lo cargué de sentido. Aunque no en ese orden, y menos, en tres días.
Soy Nahuel Juárez, nací en Baradero pero vivo en Rosario desde el 2009. Estudio la Lic. en Comunicación Social de la UNR y participo en el Taller Alma Maritano de escritura creativa coordinado por el escritor Pablo Colacrai.
En 2016 publiqué mi primer y único libro Sería ser, editado por Escritor de la Legua. En el 2019 formé parte de la Antología Literatura en Flor, Rosario.
He llegado a instancias finales del Premio Itaú Cuento Digital, categoría General (2019-2022). También fui premiado en el IV Certamen Literario Osvaldo Bayer “Historias de Malvinas” 2022.
Algunos de mis cuentos fueron publicados en revistas digitales y en la actualidad realizo colaboraciones en la Revista MU de Lavaca.


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