EL MAESTRO ARTISTA

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Mempho Giardinelli, desde sus Apuntes de la errancia, los viernes en una radio que escucho, me trajo a la memoria la flor de ceibo, y con ella, el origen de cierta admiración esotérica, ya que vuelve mi niña interior a quemarse en la hoguera, atada a un árbol luego de ser tomada prisionera por rebelde, como relata la leyenda de Anahí y dice la canción que nunca olvidé.

Ese origen se remonta a mi escuela primaria. Tuve la fortuna de vivir mi infancia escolar bajo la tutela educativa del director José Luis Benedetti. El “Señor”, como le llamábamos niñes y adultos, era un artista plástico. Apenas trasponiendo el ingreso principal –creo estar entrando ahora mismo con mi guardapolvo tableado –, aparecía inmediatamente una puerta que pertenecía a la casa de familia del director. Ahí nomás estaba la galería, y bajando un profundo escalón por entonces, el patio con el mástil.

Esa puerta encerraba un misterio. Sabíamos que allí estaban sus cuadros, pero casi nadie tenía acceso, a no ser que por algún motivo él la abriera. Entonces espiábamos ese mundo entre fantástico y solemne de cuadros y soportes, marcos y telas. 

El Señor Director era el artífice de cuanto sucedía en la escuela. Caminaba lentamente por la galería, mirando de reojo las aulas, donde esperábamos entre risueños y temerosos ver aparecer su inmensa estampa, según el interés del día: invitarnos a un acto, dar un breve sermón por algún delito cometido por un compañero sabandija, que hoy a la distancia se me representa como una travesura, una pelea, una mala contestación. Pero lo más festejado  sin lugar a dudas, era cuando nos convocaba al salón mayor, oscurecido con cortinas negras, porque con su gran proyector nos pasaría diapositivas mientras contaba la historia, que a pesar de ser imágenes estáticas nos semejaba gran cine. La imaginación se disparaba por las batallas, por el sentimiento patriótico y el valor de nuestros próceres, a quienes aplaudíamos ardorosamente al finalizar. 

Pero lo más importante eran las efemérides. Todos los días el pizarrón anunciaba el motivo de recordación o simplemente el día de algo en particular. Yo recuerdo para siempre las clases especiales y los dibujos que amaba realizar –aún puedo sentir el olor de los lápices de colores– sobre el Día del camino, el Día del árbol, el Día del libro, la Flor Nacional. Supongo que esas enseñanzas inolvidables de amor a la naturaleza, a los símbolos y la historia nacional, a los libros y el arte en general, marcaron en muchos de mi generación una sensibilidad enriquecida, un paladar para las delicias, una ternura inquebrantable.

Era raro atribuir esas cualidades al hecho de ser artista del Señor Director. Más bien nunca faltaban quienes lo tildaran de excéntrico, autoritario y poco sociable. Al pasar, circularon algunas picardías sobre las reuniones nocturnas con sus cooperadores hombres.

Pero mi interés es rescatar del olvido a quien fuera un ser exquisito, porque no cualquiera pudo tener un director artista,  la impronta que diera a la educación, las características culturales que rondaron el espíritu de la escuela.

Soñar caminos, dibujar caminos, dar sentidos al camino como senderos que se bifurcan al modo de Borges y no como cintas de cemento del progreso.

Llorar cada vez que el Sargento Cabral moría por salvar a San Martín. Estudiar de memoria las Máximas a Merceditas. Recitar el Preámbulo de la Constitución. Amar a los árboles y a los pájaros. Y finalmente, transmitir cierta devoción sacra por la biblioteca, aquel lugar magnífico que guardaba las aventuras de la Selva, los viajes de Julio Verne, las incursiones de Salgari, la colección tapa azul de Billiquen, los cuentos de Vigil, Platero y los relatos  de Horacio Quiroga, la poesía de Almafuerte y de Martí.

Esperar la celebración  del 15 de junio, Día del libro, con una fiesta al aire libre donde se leían las redacciones de les alumnes concursantes, donde se entregaba un premio en libro (aún conservo uno) pero nadie que hubiese participado se iba sin el estímulo de felicitaciones y golosinas. Porque la lectura era el fin mayor que sostenía en alto el valor de la educación en aquella, mi escuela primaria. (Digo al pasar que dos tías mías eran maestras en esa escuela. Ambas poseían grandes bibliotecas que yo veía como un mundo fantástico, y que a veces me enseñaban a leer con el fervor de Berta Singerman.)

Tengo en mi cabeza el estilo de su pincelada, el paisaje de las chacras, las líneas de árboles  delante del ocaso, las nubes en cielos misericordiosos, los caminitos entre las malezas que florecían inocentemente, los verdes y los blancos y los tenues azules de sus cuadros. Los mismos de aquella habitación en penumbras. Los mismos que vi mucho después en la galería Renoir de Rosario, si no me traiciona la memoria. Los mismos con los que soñé toda la vida, aunque fuera el más pequeño, y nunca pude poseer.

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2 Respuestas

  1. Martharibas7@gmail.com
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    Increíble!!!!!!! Bellísimo!!!!!! Gracias por poner los sentimientos de cada uno!!!! Fue volver a vivir……besos

  2. Martina
    | Responder

    Gracias María Rosa!!!! y a Gaby por publicarlo!!!!

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