
Me senté en la cama con los ojos fijos en la persiana, miré la diminuta separación de las tablas por donde se filtraba una claridad difusa de los primeros rayos de sol.
Amanecía.
No es la primera vez en la noche que se levantaba. Arrastrando los pies, caminando lentamente, medio encorvada con su camisón de algodón blanco que en la penumbra le da una apariencia espectral. Le tomé la mano guiándola hasta nuestro dormitorio, retiré la prenda de dormir, le coloqué la camisa, la pollera, luego calcé sus zapatos, abrigué su espalda con el chal que alguna vez sus ágiles manos confeccionaron con hilo de seda entre cadenas y varetas. Era una niña que dependía de mí, aunque la piel ajada y flácida de su rostro acentúa su vejez.
Después de haber dejado mi profesión al jubilarme, adquirimos la costumbre de desayunar juntos. Cada mañana compraba dos medialunas saladas para mí y sus preferidas las dulces para ella. Hoy no fue a la panadería, solo preparó dos cafés con leche. Quizás tuvo miedo de perderse en la calle tomando la dirección contraria.
Abrió la puerta de la heladera y se quedó parada un largo rato observando; parecía estar frente a una pintura abstracta, sin entender ni saber de qué se trataba.
― ¿Te gustaría que almorcemos ñoquis?
―Necesito…harina…,huevos… ¿Qué más? ―preguntó dubitativa.
Al principio estos olvidos me parecieron normales. ¿Quién no se distrae y toma el camino equivocado? ¿Quién no se ha olvidado algo alguna vez?
Sí. A mí también me pasó.
Coloqué la vajilla en la pileta, puse detergente a la esponja y refregué el plato debajo del chorro de agua caliente. Nunca le dije lo mucho que la quería, aunque sabía, cuánto la amo y eso era suficiente. Siempre pensé que el amor se expresaba en actos y gestos cotidianos no con palabras. Le decía “te quiero” cuando le cantaba su tango favorito “…Ella aquieta mi herida, todo, todo se olvida…”; cuando al comienzo de la primavera le regalaba un ramo de lirios color rosa porque ella era la primavera, era una flor.
El repasador secó mis manos y una lágrima perdida en mi mejilla.
Los días pasaron y me preocupaba que al pedirle una cuchara trajera la espumadera; otras veces se quedaba callada mirando la nada. Entonces veía su desorientación, el miedo invadía mi mente, dándome vueltas por la cabeza la idea de que también se olvidara de mi nombre.
Dos semanas más tarde, camino de regreso a nuestra casa entré a la perfumería a comprar una colonia de rosas. Tal vez en el instante que destapara el frasco, los recuerdos se hicieran presentes. Era la que usaba cuando nos conocimos.
Coloqué sobre el mueble, al lado del portarretrato, el paquete envuelto con papel brillante y un moño de cinta rugosa. En la foto su pequeña mano sostenía un delicado ramillete de lirios blancos, un tul inmaculado prendido en sus cabellos caía graciosamente hasta los pies. Mi brazo rodeaba la parte de atrás de su cintura. Nos habíamos casamos en la Iglesia Santa Teresita, era nuestro aniversario: cuarenta y siete años…
Su voz colérica me alarmó, caminé apresurando mis pasos, me detuve y quedé parado en el umbral. Miré desconcertado hacia dentro de la habitación. Las puertas del ropero estaban abiertas y toda la ropa regada por el suelo. Sobre su hombro colgaba un pantalón.
―¿Quién sos? ―preguntó alarmada.
―¡Yo!
―¡Salí, Salí! ¡No me toques! ―gritó ofuscada.
Volteé mi cara para que no advierta mis lágrimas, fui al comedor, tomé la libreta azul, donde están anotados los números importantes, los que necesito en una urgencia y marqué el número del doctor Almada. Al cabo de unos minutos el servicio de emergencias la trasladó al sanatorio. Horas después, sentado en la silla de su consultorio, el médico me indicó que la internara en un centro de adultos mayores. Sentenció la verdad que no quiero escuchar, la que duele y se convertirá en una herida.
Maldito Alzheimer.
Me permitieron ir a verla luego de dos largas semanas. Cuando dejó de llover, fui a visitarla. Estaba sentada en el sillón rojo de la sala de estar en compañía de un anciano de tez pálida y pelo grisáceo. Es difícil determinar si duerme o está despierta frente al televisor.
―Traje dos medialunas dulces ―dije tocándole apenas la mejilla.
―No me gustan ―murmuró indiferente.
Levanté la vista hacia la pantalla donde los protagonistas caminaban abrazados por el parque, se detenían y se besan apasionadamente. La escena me pareció muy romántica, tanto que giré la cabeza para no mirarla. Ese final fue el que imaginé para nosotros, pero la realidad era diferente, me transmitía esa enorme desazón que solo existe en el corazón de quien pierde al que ama.
El domingo siguiente le llevé un ramo de lirios y un florero para colocarlo en su habitación; quizás el aroma dulce de las flores impregnara su memoria y la rescaten del olvido.
Advertí que el sillón rojo está vacío.
―¿Dónde está mi esposa? ―pregunté a la enfermera.
―En el jardín dando un paseo.
―¿Sola?
―No, está con Francisco, el abuelo que siempre se sienta a su lado. Él dice que se pusieron de novio.
Los vi de lejos tomados de la mano, parecían disfrutar de la mañana de sol. Guardé silencio al verla sonreír, entendí que de esto se trataba el amor. De ver feliz al otro.
Al recuperar el aliento me alejé cantando en voz baja “El día que me quieras”.

Andrea Faulkner. Nació en la ciudad de Firmat. En el año 2021 publicó Espiar la tarde en coautoría con dos escritoras. El cuento Olvidar fue leído por el destacado periodista y locutor Jesús Emiliano en el programa “La tribuna de los sueños”, emitido por Radio 2 de Rosario. Ha publicado sus cuentos en varias antologías literarias: Manos a la obra, 2021. La voz que nos habita, 2022. Vestigios, 2023.

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