de cómo la web nos vuelve primitivos irracionales / alejandro galliano

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De la tecgnosis de los 90 a los memes de 4chan

«Phillips, que se lisonjeaba con el título de materialista, era en realidad el más crédulo de los hombres, aunque exigía que las maravillas se presentasen decentemente ataviadas con las vestiduras de la ciencia antes de darles el menor crédito». Así describe Arthur Machen a uno de los protagonistas de Los tres impostores, su novela de 1894. Machen, que era anglicano, miembro de la logia esotérica Golden Dawn y simpatizante del franquismo, resume en esa descripción una contradicción que todavía nos alcanza. Medio siglo después, E. R. Dodds describió en su libro Los griegos y lo irracional cómo la Grecia clásica, molde eterno del racionalismo, estaba plagada de supersticiones y oscurantismo. Dodds sabía de qué hablaba: junto a sus credenciales de filólogo oxoniense, republicano y socialista, adjuntaba la de presidente de la Sociedad para la Investigación Psíquica. 

¿Cuál es el estado de esa contradicción en el siglo XXI? Es una pregunta fácil de hacer en un momento de intensa mediación tecnológica en el que la irracionalidad adopta formas públicas cada vez más legítimas y las creencias tribales compiten o se hibridan con las identidades políticas más modernas, desde el auge evangélico hasta las inesperadas bodas de la astrología con el feminismo. Pero hay que descartar las respuestas fáciles. No se trata de meras supervivencias parasitarias que vayamos a superar con más educación. Tampoco es que el sueño de la razón (digital) produzca monstruos. Es más bien un bucle entre el entorno cada vez más técnico y racionalizado en el que vivimos y los impulsos míticos, místicos y tribales que siguen titilando dentro nuestro y se retroalimentan con ese entorno. Internet no es un basurero ni tampoco ese ágora que algunos todavía esperan: es una tecnología que moldea a la vez que vehiculiza la sustancia irracional que nos compone. Pero vayamos al origen de la cuestión.

Nunca fuimos modernos

Tecgnosis es un largo ensayo de Erik Davis publicado originalmente en 1998 que con el tiempo adquirió un aura de culto, y que este año Caja Negra editó en Argentina. Esos veinticinco años de rezago son casi un activo para su lectura. Por un lado, nos dejan ver cuáles de sus apuestas e intuiciones superaron la prueba del tiempo; por otro, y sobre todo para los mayores de cuarenta años, generan la misma fantasmagoría que ver un capítulo de Seinfeld o leer una reseña del recital de EMF en Obras: asomarse a un mundo que conocimos pero ya no existe más. O no tanto. Convencido de que su obra mantiene vigencia, Davis revisó una reedición en 2015 y se limitó a actualizar las referencias. Eso explica que en un libro que huele a década del 90 en cada una de sus páginas, de repente aparezcan Miley Cyrus o Twitter.

La hipótesis de Tecgnosis es que la época hipertecnológica en la que vivimos continúa cruzada por impulsos premodernos que se entienden mejor a partir del pensamiento mágico o religioso. Esa hipótesis tiene dos premisas. Una es el famoso aserto de Bruno Latour de que nunca fuimos modernos: la división entre naturaleza y cultura que pretendió efectuar la Modernidad, eliminando híbridos como el chamanismo y el animismo, fracasó desde el momento en que se multiplicaron otros híbridos, como las nuevas tecnologías o la crisis ambiental. Hoy vivimos más interconectados que nunca con nuestro entorno. La otra premisa es una suerte de corolario Davis a Latour: las tecnologías de información y comunicación son híbridas por naturaleza ya que trascienden su condición de dispositivos materiales para moldear el «alma». Davis hace una distinción muy romantisch entre «alma», como imaginación creativa, y «espíritu», como razón impersonal. Una distinción que vuelve a lo largo de todo el libro (vg: «Si la electricidad es el alma de la era moderna, la información es su espíritu»), dado que las TIC pueden tanto vehiculizar nuevos animismos como conducirnos al saber trascendental, la gnosis.

Sobre esas premisas discurren 500 páginas de apretada erudición posmoderna en donde las citas humanísticas y los cultural studies se mezclan con prácticas new age, sectas neopaganas y saberes contraculturales con un olor a hippie a veces difícil de aguantar para un lector contemporáneo. Esas derivas, sin embargo, se justifican en Davis porque es un californiano nacido en 1967 y sobre todo porque su metodología no se propone despejar líneas conceptuales o éticas sólidas, sino «ahondar en nuestro desconcierto, e incluso complejizarlo. A ello se debe en parte el carácter espinoso, asociativo y casi ridículamente denso del libro. Quise simular un hipertexto». Como suele pasar, ese propósito vanguardista es lo que peor envejeció: es un libro pre google, lleno de referencias que hoy preferiríamos buscar en wikipedia y no verlas abultar tres o cuatro páginas de una línea argumental. 

La luz oscura de los años 90

El otro signo de época de Tecgnosis es mucho más productivo. Es un libro escrito en la cresta de la ola informática y cerrado dos minutos antes de la crisis de las puntocom, y Davis es perfectamente consciente de ello: «Es un error reducir esta fase de la tecnocultura a una “burbuja” (…) fue una convergencia epocal de nuevos medios, flujos globales de información y una multicultura innovadora y transfronteriza del hackeo, el sampleo y la experimentación híbrida, una cultura que apenas está empezando a lamerse sus posthumanos labios». De alguna manera, su relato está cableado en tres grandes postes epocales: primero, la Antigüedad que nunca se fue (así pasan los misterios eleusinos, la tecnología alfabética al servicio de los monoteísmos, la tradición hermética y, especialmente, los gnósticos, portadores de la primera gran teoría de la información); luego, la contracultura de los años 60 («años en los que toda una generación abrazó un amplio abanico de “tecnologías sagradas” que incluían drogas, medios y técnicas espirituales. A pesar del narcisismo y la necedad que caracterizó a esta generación de exploradores de la mente-cuerpo, su tradición no murió con la defunción de los hippies»); y finalmente, los años 90, que procesaron aquella contracultura: la fascinación del último Timothy Leary con las computadoras, la diáspora del Homebrew Computer Club en Silicon Valley, la noosfera de Teilhard de Chardin reivindicada por Al Gore, la «inteligencia colectiva» de Pierre Lévy. 

Pero sería un error entender que el noventismo de Tecgnosis embota su lucidez con un optimismo obsoleto. Los 90 no fueron tan optimistas como quisieron aparentar, algo evidente ya desde su banda de sonido: la violencia del gangsta rap y la abulia blanca del grunge (un ánimo que aquí abajo se expresó hacia el final de la década con la cumbia villera y el rock chabón). El pensamiento de Davis es tributario de los claroscuros de su época: la recuperación de Philip Dick, la desconfianza no izquierdista a la globalización, el temor latente de que las tecnologías del yo terminen en experiencias alienantes o totalitarias como la Cienciología. Todas esas sospechas y clarividencias proyectan a Tecgnosis hacia nuestra época. En un solo párrafo de la página 43 podemos encontrar tres zeitgeister digitales distintos: la promesa de los 90: «Seguramente Hermes habría aprobado Internet, una red mercurial de mensajes remotos que funciona como un mercado de ideas y productos»; la paranoia post 2001: «La retórica utópica de Internet deja entrever una serie de cuestiones preocupantes: las ocultas maquinaciones de los poderes mediáticos corporativos, los efectos potencialmente atomizadores de la pantalla sobre la vida social y psicológica, y la problemática del acceso»; y el caos actual: «Pero Hermes nos prepara para tales peligros, porque el mercader de mensajes comercia mediante el engaño: miente, roba y su varita mágica cierra para siempre los ojos humanos».

Es que gran parte de nuestro malestar digital se puede explicar desde esa contradicción macheniana de racionalidad envolviendo superstición. Y allí Davis es un analista afiladísimo. De Dick y McLuhan toma de idea de que el nuevo entorno tecnológico informático reproduce las condiciones que hicieron posible al animismo, el tribalismo y el pensamiento mágico de las sociedades ágrafas. Eso explicaría el imaginario medieval de los videojuegos de la época, o el neopaganismo de moda en Silicon Valley. Del furor por las teorías ufológicas y las sectas pentecostales en la web 1.0 concluye que «la Red no es una herramienta; es un entorno, un resonante amplificador psíquico que, entre otras cosas, erosiona las barreras que separan el centro del margen, la noticia del rumor, la opinión de la publicidad, la verdad del engaño. Esto hace de ella un gran caldo de cultivo para explicaciones alternativas de la realidad, para la subcultura y para esos infecciosos virus mentales que algunos llaman “memes”. Ajena a toda visión común del espacio público y la cultura intelectual compartida, la sociedad en línea se convierte en una colmena de intereses de grupos, fandoms, adictos a la información, nichos de mercado manufacturados y comunidades virtuales conformadas por almas solitarias». Y cierra con esto que merece negritas: «La web es por naturaleza una especie de máquina conspirativa, un mecanismo que propicia una red cada vez más extensa de saltos especulativos, enlaces sincrónicos y curiosas yuxtaposiciones de los últimos signos y portentos». 

Como si esas iluminaciones fueran poco, al final del libro, en un éxtasis que deja ver todas las sombras del bajón por venir, exclama: «El universo digital ya no está “ahí afuera”: está en todos lados». Cuatro años después de que Davis reeditara Tecgnosis, Brenton Tarrant, el terrorista neozelandés que entró a dos mezquitas y asesinó a 50 personas, escribió en su manifiesto: «los memes hicieron más por el etnonacionalismo que todos los manifiestos juntos». El universo digital ya estaba en todos lados.

La fuga del universo digital a todos lados

«Me gusta definir el meme como un vector de sentido, un ítem digital que transporta sentidos construidos de forma colectiva por una o varias comunidades que lo utilizan para hablar de sí mismas y del mundo», dice Juan Ruocco en ¿La democracia en peligro?, título baitero elegido por Paidós para lo que en rigor es un ensayo sobre el origen de los discursos marginales de internet y su crecimiento en el espacio público. Es decir, la fuga del universo digital a todos lados. Nacido en 1987, el mismo año en que Davis se graduó en Yale, Ruocco tuvo el itinerario que más o menos nos permitió el mercado cultural post 2001: un paso por Filosofía y Letras, muchas colaboraciones periodísticas, una revista de culto (Velociraptor), varios libros autopublicados y un exitoso canal de Youtube. En 2019 posteó un ensayo sobre 4chan y las nuevas derechas que se viralizó, y, luego del atentado fallido contra Cristina Fernández, hizo otro posteo largo sobre el efecto político de los memes. El libro es una ampliación ordenada de esas pesquisas.  

Si Tecgnosis tiene las marcas de un libro pre google, el de Ruocco es un libro post wikipedia: una prosa mínima, casi oral, con las referencias en QR al pie de página. Comienza definiendo a los memes a partir del intento de Dawkins y Dennett por meter a la cultura en la máquina neodarwiniana. Un proyecto fallido que dejó un concepto, más tarde simplificado por Limor Shifman para un fin más modesto y útil: estudiar la circulación de ítems digitales. La aparición de comunidades «chaneras» en internet (anónimas, con posteos evanescentes, moderación laxa y poca atención pública) creó el ecosistema para que los memes se reencontraran con su matriz darwinista: «Desde su diseño, 4chan era una máquina de competir y seleccionar los mejores memes en términos de adaptación: los que ocupaban los posteos principales eran los que ya habían interesado a la mayor cantidad posible de personas dentro del foro». Así evolucionaron los lolcats, Rage Comics, la rana Pepe, los Wojaks, Virgin vs. Chad, y otras especies que Ruocco repasa con detalle, para concluir que «en la actualidad, comunicar es memificar». 

El mayor interés del libro es la dinámica que sacó a esa comunicación de su ecosistema, aquellas «comunidades virtuales de almas solitarias», e infectó al debate público. Ya en 2005 un paper del ejército estadounidense planteaba la necesidad de crear una rama específica del ejército dedicada a la «guerra memética». Sin embargo, Ruocco es escéptico con esos proyectos: hasta ahora los memes funcionan de manera descentralizada, de abajo hacia arriba, por selección natural. Por eso prefiere estudiar la fuga memética haciendo una genealogía de los impactos chaneros sobre la vida civil: la operación Chanology de 2008, una suerte de escrache situacionista de los foristas contra la Cienciología; el Gamergate de 2013, dificil de explicar pero ya cargado de sexismo; el Pizzagate de 2016, motorizado por el filotrumpista QAnon, que alcanzó su summit con la toma del Capitolio de 2021. De manera paralela, el ataque terrorista de Anders Breivik contra la juventud socialdemócrata noruega en 2011 introdujo la posibilidad de memificar un ítem no digital: «Este tipo de posteo referido al gran reemplazo, guerras raciales y las versiones que difundió Breivik en su manifiesto no sólo se volvieron comunes en los foros sino fundamentales en la conformación del discurso chanero. Y, como era de esperar, se transformaron en memes, no sólo mediante la transmisión de información y las colecciones de ítems digitales en las que se alababan las acciones de Breivik, sino también por la posibilidad de copiar el atentado: la memeficación de la violencia terrorista de Breivik generó que muchos individuos intentaran replicarlo».

La web como máquina conspirativa ya andaba a todo vapor e impactaba en todas partes. Y como entorno tecnológico, seguía albergando pensamiento mágico. Tal es el caso de Kek, una deidad egipcia con cabeza de rana que los chaneros interpretaron como buen augurio para Trump a partir de la «magia del caos», una rama del ocultismo que «hace especial énfasis en la capacidad para crear sigilos, símbolos que están “cargados” mágicamente y pueden afectar el curso de los acontecimientos históricos». Ruocco le da especial importancia al feedback positivo en esas escaladas que terminan sacando a los memes de internet. El bucle entre el entorno digital y la irracionalidad humana retroalimenta la fuga del universo digital a todas partes. 

¿La democracia en peligro? prolonga y baja a tierra las intuiciones más oscuras de Tecgnosis, al tiempo que el libro de Davis le da una perspectiva más ancha y profunda a la cuestión memética. En alguna página de su libro, y casi de paso, Ruocco conjetura que «QAnon es una especie de reacción (lo sepan o no sus seguidores) frente al milenarismo tecnológico made in Silicon Valley que, en definitiva, reivindica un milenarismo político con sede en Washington, supuestamente en favor de la Constitución y los valores patrióticos estadounidenses». Ese tipo de conflicto metafísico, casi un choque de civilizaciones al interior de las ruinas de Occidente, se entiende mejor desde el marco místico y neopagano que envolvió a internet desde su origen. En ese sentido, una salida acorde a la escala del problema (antes de crear un Subsecretaría de Memes a cargo de una antropóloga asesorada por tres dirigentes estudiantiles del CNBA), sería concebir una metafísica política capaz de encarar al milenarismo tecnológico y de reemplazar al milenarismo político. Será un trabajo de libros, de redes y de calles.

Alejandro Galliano es docente en la Universidad de Buenos Aires (UBA) y colaborador habitual de las revistas CrisisLa Vanguardia y Panamá. Publicó Los dueños del futuro. Vida y obra, secretos y mentiras de los empresarios del siglo XXI (con Hernán Vanoli, Planeta, Buenos Aires, 2017) y ¿Por qué el capitalismo puede soñar y nosotros no? Breve manual de las ideas de izquierda para pensar el futuro (Siglo XXI, Buenos Aires, 2020).

Nota originalmente publicada en alejandrogalliano@substack.com, replicada con autorización del autor.

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