En palabras de Umberto Eco, a partir de Barthes el lenguaje se ha vuelto la sede del poder desde esa lección inaugural en la que, retomando la concepción foucaultiana del poder (su consistencia capilar, difusa, sutil y la relación íntima con el discurso) éste se ha vuelto como inscripto en el lenguaje. De allí derivan entonces la idea del lenguaje como faccista (en la medida que obliga decir de determinada manera) y la fórmula de las trampas a la lengua (romper sus reglas) como foco de resistencia al poder.
No es intención de este texto poner en cuestión la homología desde la que parte Barthes (el lenguaje como sede del poder) aunque sí es pertinente aclarar que Eco tiene sus diferencias al respecto.
Ahora bien, esa suerte de homología que es el punto de partida de Barthes es desde donde se deriva la trampa como modo de hacer con la lengua para resistir al poder y, entonces, la literatura como práctica de la resistencia. El asunto radica en que esta especie de respuesta, que reconozco me resulta seductora en varios aspectos, ha dado lugar a una confusión monumental: la creencia que manipular al lenguaje voluntaria y concienzudamente nos permitirá mantener una relación más armónica y menos molesta con él.
El error, siguiendo a Eco, está en el salto que se produce de la literatura (como práctica artística) a la manipulación de la lengua, a la masificación de esas reformas y al establecimiento de diversos mecanismos más o menos sutiles de un sentimiento obligado de decir bien que produce, del lado de aquellos que no dicen como hay que decir rechazo o culpa.
Justamente son esos efectos los que nos pone en la pista de que tales reformas del lenguaje y su pretensión masificadora constituyen la revolución o el mal llamado “contra-poder” porque de contra sólo tiene el sentido, puesto que en los demás aspectos sigue siendo poder con todas las letras foucultianas que lo definen.
“El poder está presente en los mecanismos más sutiles del intercambio social: no sólo en el estado, las clases, los grupos, sino también en las modas, la opinión corriente, los espectáculos, los juegos, el deporte, la información, las relaciones familiares y privadas y hasta en los impulsos liberadores que intentan contestarlo.” (Barthes en Eco, 2013, p.328)
Barthes para los barthesianos. Si leemos el resaltado veríamos que allí mismo se ubican todos esos intentos de reforma mayormente masivos e intencionadamente correctivos de la lengua. No tenemos que olvidarnos aquí la perspectiva institucionalista de estas reformas cuya pretensión radica en el reconocimiento institucional de las mismas. ¡Reconocimiento de parte de las instituciones de poder! Si eso no es poder, ¿qué será? Es más, las instituciones no reconocerían por su bondad tales manipulaciones, y entonces, por qué lo harían si no fuera justamente porque aquello que se le enfrente ejerce una fuerza lo suficientemente consistente para exigirle al poder su inclusión oficial. Y hasta en los impulsos liberadores que intentan contestarlo vemos el poder, allí, en esas peticiones que más que peticiones son demandas y exigencias que tienen la suficiente fuerza, el suficiente ejercicio del poder para evitar que se devele la verdad de que el poder ya no estaba allí, que el castillo estaba vacío y que el rey hacía rato había escapado y los verdugos convertidos en pastores.
Barthes nunca da ese paso, porque la literatura es un ejercicio del escribiente y del lector, y todas las trampas con las que se construye un texto literario sirven sólo en ese espacio de complicidad entre uno y otro. La única resistencia posible al poder, en los términos de Eco, es la focalización, la práctica diaria que desarticula su lógica. El paso a la masividad ya no es hacer trampas con la lengua sino un ejercer el poder con la lengua. No es casualidad que la literatura se esté volviendo cada vez más políticamente correcta para evitar los efectos de cancelación y silenciamiento por parte del bien común, es decir, haya perdido, en gran parte, esa función atribuida por Barthes como foco de resistencia al poder, para así sobrevivir en el espacio del bien decir so pena de cancelación.
Hay una idea que me gusta muchísimo de parte de Eco, es casi una figuración de la concepción del poder en Foucault y está planteada como una red de consensos. En esa red imposible de captar en su totalidad, las relaciones que anudan sus diferentes puntos constituyen justamente estos consensos y en ellos radica el poder como sentido —u orientación— de las líneas. Ahora bien, estos consensos no son simplemente acuerdos, sino que son el resultado de relaciones de fuerza. Una fuerza y otra fuerza en uno de los tramos de esa red entran en puja y aquella que puede imponerse sobre la otra es la que marca el sentido de ese hilo que es lo que vendríamos a llamar el consenso.
Este pequeño texto tiene una intención que podría denominar, siguiendo a Valentin Voloshinov, como el corrimiento del telón para que estemos un poco más advertidos de aquellos hilos que sostienen esa construcción que luego soportamos en las espaldas o en las bocas de manera irreflexiva; se trata de los hilos de una construcción que se pretende, en nombre del bien de todos, muy bondadosa y exenta de todo ejercicio de la violencia y de la fuerza. Y si lo asumimos es porque aún estamos bastante creídos que la violencia siempre es excesiva y claramente visible, señalable y fácil de advertir. Pero, si tan imposible se nos vuelve considerar que ese señalamiento, bajo pretextos morales del bien común, también sea violencia, ¿no es acaso la prueba de su máxima eficacia? Si, como dice Foucault, el poder no sólo es capilar y difuso sino también sutil.
Javier Del Ponte es Psicoanalista y docente de la Universidad Nacional de Rosario.
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