
En el 2001 era una chica de veintitantos con trabajo estable. Eso era decir bastante siendo que, afuera de mi micro mundo, el país se venía abajo.
En nuestra casa familiar, la cuenta del supermercado iba ocupando más espacio mientras los lujos clase media lo iban perdiendo. El balance, de algún modo, cerraba.
Mamá trabajaba doble turno en una biblioteca escolar. Papá se debatía entre cerrar o mantener la empresa —a pérdida—, o confiar en su profesión de arquitecto, en un momento en el que construir era difícil. Todo indicaba que, en medio de la tormenta, había que mantener los veleros a flote. Argentina siempre supo caer y levantarse. Una tierra de oportunidades, ya no como en la época de los inmigrantes, sino para quienes manejan el timing de los negocios. Unos pocos… digamos.
Yo trabajaba en el área comercial de un banco alemán desde los 18 años. Todo parecía recto, pulcro, al centavo. No así unos años después, cuando a esta entidad la compró un banco estadounidense. El centavo se convirtió en dólar, el dólar en fajos y el tiempo se hizo dinero. Objetivos de venta, premios, bonus. Las juventudes de veintitantos, con buena presencia y sana ambición, salimos a jugar el partido que no nos era propio. Después de todo, para nosotros sólo había un sueldo.
Recuerdo el día que la competencia de venta de seguros de vida fue tan “feroz”, que terminé con una baja de presión en pleno subte D. Lo bueno es que me gané una caja de madera con un Dominó y unas cartas de truco, para poder seguir timbeando en casa.
Ahorré en dólares, guardé en un plazo fijo, traté de armarme un futuro. La inestabilidad me causaba miedo; tenía el sueño de la casa propia. Los hijos de nuestra generación no conocen de lo que hablo. No lo vivieron. Hoy, guardar para después, es casi una utopía. No sólo porque el tiempo se aceleró y los deseos parecen urgencias, sino porque muchos sueños ya tomaron estado —casi— de inalcanzables. Una zanahoria que no se atrapa en ésta ni en ninguna verdulería del barrio. Avión mediante, el afuera —para muchos— parece alternativa.
Luego de varios años de relación de dependencia logré mi departamentito, abracé mi vida de soltera y, un mes después —en diciembre 2001—, se cayó Argentina.
Estaba trabajando en el banco el día que la policía montada galopaba por Diagonal Norte y Florida. La puerta de ingreso, que abría religiosamente a las 10 y cerraba a las 15 hs, decidió anticiparse y nos dejó a todos adentro. Blindados, literal. Nosotros en el bunker; afuera, moría gente.
Unas horas después, salimos eyectados por una puerta trasera como ratones a sus madrigueras, sin saber bien para dónde ir. Tampoco supimos bien cómo hacer cuando nuestro trabajo se convirtió en un campo minado. Insultos, desesperación, amparos, horarios inhumanos; el peor lugar en el peor momento. Los empleados nos transformamos en malos de una película que no habíamos decidido protagonizar, intentando —cual mantra— sostenernos en la idea de que estábamos para informar.
“Hoy es feriado bancario”.
“Puede retirar de la cuenta 250 dólares semanales”.
“Las inversiones quedaron pesificadas, los préstamos también”.
El dinero licuado, convertido en pesos, convertido en cedros, convertido en “vaya a saber qué podés hacer con él, si es que podés hacer algo”.
“¡Qué suerte que sacaste tu dinero antes!”
No recuerdo cuántos kilos bajé en esa época donde no había, siquiera, horario de almuerzo. No contabilicé cuántas puteadas recibí, tratando de entender que no eran para mí. Pero también existió ese café con leche con medialunas que me trajo un cliente desesperado bajo el lema “vos también tenés que comer”. Un gesto amoroso en una época difícil para casi todos, salvo para quienes saben manejar el timing de los negocios (otra vez, muchas veces).
Luego del 2001 vino el 2002, y el 2003. El negocio de los bancos, definitivamente, había cambiado. Nadie quería depositar dinero ni pedir tarjetas de crédito, éramos empleados de trámites varios. Para decirlo con todas las letras, sobrábamos. Fueron los años de despidos y retiros voluntarios. En aquella época, sacarte la doble (indemnización) era el tiro de generala más incierto. Algunos tuvimos suerte. Abrazamos nuestra reciente profesión – en mi caso, la psicología – y logramos irnos con un poco de dinero para ganar tiempo y rearmarnos. Esa renuncia laboral, en un momento turbulento, inauguró para mí otro modo de vivir.
Recuerdo una publicidad de fines de los 90 cuyo eslogan se hizo muy conocido. “Hay cosas que el dinero no puede comprar; para todo lo demás, existe Mastercard”. Pienso que, esas cosas que el dinero no puede comprar – si lo básico está cubierto -, son las que sostienen. Las que perduran en el tiempo. Las que siempre corren riesgo de considerarse “inútiles”, a pesar de que son punto de anclaje, escape, resquicio. La vida en su máxima expresión. Sin esas cosas que el dinero no puede comprar, el tiempo pierde sustancia.
Diría; si el tiempo es dinero, más que tiempo, es pasatiempo.
Pasa-tiempo.
Lo que pasa… y se va.
Daniela Manuli. Psicoanalista, escritora y docente de nivel superior.
danielamanuli@gmail.com

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