EL IRREMEDIABLE DESTINO DEL MUÑECO DE ARCILLA

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Las nervudas manos del chamán habían modelado, muchos siglos atrás, aquella pequeña figura de arcilla. Con tiento y destreza, el viejo hechicero había aprendido a dar forma con sus huesudos dedos a regimientos enteros de hombrecillos de barro, de grandes ojos saltones y espantadas expresiones en los rostros, con los brazos apuntando hacia el cielo y los pies bien agarrados a la tierra, tal y como si se hallasen congelados en una danzarina postura de súplica.

Cuando Poncio Perales dio con una de aquellas legendarias figuritas, sepultada entre las ruinas de la excavación, supo de inmediato que se trataba de un descubrimiento de valor incalculable. Un muñequito de arcilla para honrar al todopoderoso Dios de la lluvia, Tlaloc, creado por las sabias manos de algún anciano hechicero sin otra finalidad que la de hacerle bailar sobre la árida tierra reclamando que ésta fuese bendecida con el translúcido licor que el cielo derrama en cada una de sus tormentas.

El pequeño muñeco de arcilla no debía medir mucho más de doce centímetros de altura. Conservaba intactas las cuatro extremidades e incluso una pequeña lengua que, desafiante, le salía de la boca para exhibirse, desvergonzada, y ser la primera —de esta manera en catar el elixir que a los cielos estaba reclamando con su tribal e imaginada coreografía. 

El experto arqueólogo, emocionado con el hallazgo que acababa de realizar, se pasó la noche al raso observando, sólo al cobijo de la luna, la cautivadora estatuilla tolteca. Quiso paladear con sus ojos cada detalle que aquella deliciosa miniatura en barro comprendía. Repasó, una vez tras otra y hasta la saciedad, su implorante postura y las estridentes facciones que tan hipnótica la tornaban para cualquiera que la tuviese enfrente.  Poncio Perales estaba fascinado con el descubrimiento de aquella joya arqueológica a la que no podía dejar de mirar y, tras horas ensimismado en su contemplación, se quedó dormido junto a ella. Tal vez dormido aún la siguió soñando, tal era el magnetismo que esa pequeña imagen, de fango trabajado, era capaz de emanar. Muy probablemente llegó a verla bailar, junto al resto de sus hermanos de tierra y agua hechos por el mismo brujo de manos robustas y ennegrecidas. Muy pronto, los más prestigiosos museos de antropología y las colecciones privadas más exclusivas le abrirían sus puertas de par en par, para que desde una de sus bien iluminadas vitrinas quedara expuesta, congelada en aquella expresiva e impactante postura de súplica. 

Cuando llegada la mañana siguiente despertó, la humedad del agua caída durante su profundo sueño lo empapaba todo, y el muñeco danzarín no era más que un informe amasijo de arcilla desparramado a la diestra de Poncio Perales, rodeado éste por unas diminutas pisadas que dejaban constancia de una danza interpretada por unos pies diminutos e infatigables. A pesar de los siglos transcurridos desde que las manos del chamán le dieran forma, su baile implorante bajo las nubes había logrado convencer al Dios Tlaloc. El muñeco de la lluvia había llevado a cabo, por fin, su irremediable destino.

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