
bautismal*
(…)
Terminaba la primaria y quería sacarse de encima los restos de niñez que buchoneaban el fisiquito y la palidez de cara y la voz con altibajos. Al volver del colegio comía a las apuradas y partía para la plaza: quería olerla, reconocer los espacios y meterse en esa cápsula que rompía únicamente para ir al kiosco, nos juntábamos en el ombú y pasábamos la tarde en los asientos de raíces sobresalidas. Las chicas del curso casi nunca venían, solamente algunos sábados.
Esos días hacíamos girar la calesita y nos colgábamos del caño y volábamos; exhibíamos nuestra garra infantil. Teníamos el territorio: la zona del ombú era nuestro baluarte. Cuando estábamos nosotros en la plaza, casi nadie se acercaba a usar los juegos. Nuestra provocación y escándalo llegaban simplemente a fumar algún cigarrillo o mear entre los arbustos. Y desde ahí probábamos nuestros ademanes de mando, unas simpáticas insinuaciones sin expectativas; hablábamos sobre cómo sería besar a una de las chicas, apoyarle los labios y cruzarle la lengua, sentir la suya, el gusto de la saliva, la sensación en el cuerpo; y lo hacíamos como si conociéramos del asunto. Alguno contaba algo que le había pasado justo cuando ninguno de los otros estaba. Con un tío, que lo llevó. En una quinta. Y que además de besar, cogió. Todos sabíamos que no era cierto. Como no eran ciertas esas novias de Córdoba o de Buenos Aires que venían cada tanto y eran como fantasmas a los que se le tocaba las tetitas y el culito.
Al caer la tarde nos poníamos en ronda contra el ombú y nos hacíamos la paja para ver a quién le saltaba más lejos. Nos la sacudíamos hasta dejarla colorada y salía una agüita inofensiva, un cabezazo histérico que derramaba un líquido transparente. Cuando algunas gotas se eyectaban y pegaban contra el lomo del ombú, el tirador gritaba y con los pantalones bajos empezaba a saltar y cargar al resto por sus vergas tímidas e incapaces.
Para la primavera esa competencia me empezó a aburrir. Cuando bajaba el sol y los otros se iban contra el ombú, yo me quedaba en la calesita y les hacía de vigía. Tampoco me pajeaba en la escuela. Cuando imaginaba encuentros con mis compañeras, eran de puros besos y cosquillas y caricias; para tironeármela prefería hacerlo en una habitación, o en el baño de mi casa, pensando en modelos famosas y conductoras de televisión, adultas e ilusorias. Los más grandes fanfarroneaban con haberse tranzado más de una en una noche. La vez que me preguntaron dije que sí: ya había tranzado. Me inquirieron sobre cuánto había durado y si había usado la lengua: dije diez minutos y todos se rieron.
El beso real se lo di a una compañera en una tertulia de séptimo grado. Ella me había escrito una carta que me hizo llegar por una compañera. Estábamos en el gimnasio del colegio. Las chicas bailaban y algunos de los pibes se daban empujones y otros tratábamos de conseguir una pose de más grande, peinados con gel y usando remeras coloridas y brillosas, jeans desflecados, zapatillas nuevas. Sentí la necesidad, casi la obligación, de cruzar la pista prácticamente vacía y acercarme a Belén. Caminé sin pensar y fui directo, le agarré la mano y movimos los brazos en olas como si estuviéramos bailando. No me acuerdo qué le dije, pero sí que sonaba «Qué bonito» y le di un beso y ella me apretó la mano. A los pocos segundos nos despegamos y me volví a donde estaban los otros.
Imágenes. Una y otra imagen: la secuencia. El apellido.
Eso es: al gordo Sosa le decíamos maricón porque no podía tirarse de los tapiales y se largaba a llorar cada vez que lo dejábamos atrás cuando salíamos corriendo para huir de un vecino que amenazaba con llamar a la policía, o del Mirinda, un borracho que pasaba en bicicleta juntando chatarra y basura. ¡Eh, loco Mirinda!, le gritábamos, y quería perseguirnos, pero con el carro lleno de maderas y fierros, botellas y objetos de todo volumen, el Mirinda desistía enseguida y se quedaba puteando un rato hasta que nos alejábamos. Le habían puesto ese apodo porque un policía le metió una botella de Mirinda por el culo. Eso decían, pero sonaba imposible. Seguro al Mirinda lo había violado un policía y lo de la botella era para que le jodiera más. Pero lo que importa es que al gordo Sosa lo dejábamos atrás y el gordo lloraba y se ponía colorado y le estallaban lágrimas en los ojos: se quedaba relamiéndose a llanto pelado en el ombú.
Gordo llorón que tenés tetas, le decíamos, y lo pellizcábamos. El gordo insultaba y tiraba piñas, le bajaba de la nariz un hilito rojo como puré de ciruela. Era un chiste, algo gracioso, molestar al gordo. Por eso cuando Julián lo agarró por los hombros, ese día, yo pensé que le íbamos a pegar, nada más. Joderlo un poco, como siempre.
Todavía ninguno había propuesto ir al ombú a hacerse la paja. Jugamos al fútbol y el gordo estaba en el arco. Era torpe, lento y bastante cagón. Le pegábamos fuerte y el gordo se daba vuelta y gritaba que no valía fundir. Le apuntábamos a él, no nos importaba el gol. Festejábamos cuando le pegábamos, no cuando la pelota entraba. Ese día el gordo quiso tirarse y se tropezó haciendo una pirueta en el suelo. Julián se largó a reír y fue hasta donde estaba el gordo tendido. Cuando le estiró la mano para ayudarlo, el gordo lo puteó, pero aceptó la ayuda y se puso de pie.
Y ahí fue que Julián lo atrapó por la espalda y dijo vengan, vamos a darle a este gordito llorón. «Vamos a darle», yo entendí que eran unas cachetadas amistosas, unos tirones del pelo, un par de patadas que lo asustaran más que lastimarlo.
A Julián una risa le desarticuló la cara; lo retenía por la espalda y lo empezó a frotar. El gordo intentaba sacárselo de encima y Julián le decía qué hacés gordo, si te gusta, ves que sos como una nena. Los otros se reían y se acercaron para agarrarle las tetas. Qué lindas tetas tenés, gordo, le decían. Para mí que no tiene pito, dijo Esteban. Qué va a tener, si es una nena. Fijate, fijate. Entonces el Fiero le bajó el pantalón. El gordo pegaba unos alaridos que pensamos que todo el barrio se iba a dar cuenta. Pero era como si la plaza estuviera blindada.
El gordo se retorcía y Esteban le puso la mano en la pija por encima del calzoncillo. Frotalo, le indicó Julián, vas a ver que ni se le para. Esteban empezó a mover la mano y lo miraba con los ojos enfermizos. Yo me quedé al margen, todavía descolocado con lo que estaba pasando. No me divertía, pero tampoco intentaba evitarlo. Miraba como el gordo se desesperaba por soltarse y los otros cinco lo manoseaban y le decían que era una nena, que le encantaba que lo toquen y no se le paraba porque era un maricón que siempre lloraba.
Hasta ese momento no había intervenido, nada más me reía, creo. Me acuerdo de que le miré los ojos grandes como de vidrio, y el gordo me puteó. Cuando escuché la puteada, se me prendió la bronca, y lo escupí. Qué me puteás, gordo puto, le dije. Y fue entonces que lo agarré de la remera y me le puse casi pegado. Vos querés que te coja, gordo, eso querés. Y el gordo no dijo nada. Los otros enfatizaron las carcajadas y empezaron a decir que el gordo quería que lo cogiera. Con las risotadas, Julián lo soltó y el gordo se quedó ahí inmóvil, esperando. Querés que te coja, le volví a decir, dando ventaja para que el gordo aprovechara y se fuera. Pero no, el gordo se quedó ahí parado. A que no te animás, me empujó Esteban. Me di vuelta, y después le dije vení, y le puse la mano sobre el hombro. Sin esfuerzo, lo acompañé hasta el ombú.
(…)

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Extracto de la primera novela de Lucas Paulinovich «Duermen los tigres en la lluvia», primera novela de AJI ediciones de la nueva colección Potencia & Tierra (de próxima presentación, en este momento en preventa hasta el 1 de febrero).
Lucas Paulinovich nacio en Venado Tuerto en 1991. Desde 2007 trabajó como periodista en distintos medios. Fue editor de la revista El Corán y el Termotanque. Actualmente forma parte del newsletter Uganda y escribe sobre economía y agroindustria en Suma Politica. Integró diversas antologias y en 2018 publicó los libros A las 7 en el sur hirviendo y Pampa Húmeda.

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