Julio Cortázar nació en Bruselas cuando la ciudad era ocupada por los alemanes, a comienzos de la primera guerra mundial. A los cuatros años se hizo argentino.
En el 51, a disgusto con el ambiente del país, se exilió en una Francia todavía destruida por la segunda. Es un viaje de iniciación que será imitado.
Fue amigo de la revolución cubana del 59, de los estudiantes del mayo del 68, del peronismo del 73. Latinoamérica distante pero íntima. Los episodios de la novela de su vida llegan hasta el sandinismo en la Nicaragüa del 79, tan violentamente dulce. Todo eso fue su época. Fueron sus capítulos.
Su “Rayuela” o sus cuentos, pudieron habitar el rock hippie en Woodstock, el whisky en un bar obrero de Manchester, las corridas en la primavera de Praga. Pudieron ser bandera en las manifestaciones por la paz en Vietnam, en la bohemia de Montmartre o en las tertulias de Buenos Aires; mientras, la amenaza nuclear bordeaba todos los cielos y Mary Quant, anónima costurera, inauguraba la minifalda en un bazar en King’s Road en Londres.
Frente al sopor cotidiano de una existencia sin intensidad y sin matices, construyó una literatura. Frente a las rutinas que enajenan, una literatura con imaginación (tiempos en que la imaginación quería el poder).
Esas narraciones que invitaban a días con mejores atributos, fue apropiada por los jóvenes de la época. La juventud, una categoría recién aparecida en el universo y en la economía de occidente.
El derecho al placer, el erotismo como demanda política. La paz, la libertad, la justicia. Los grandes nombres.
Cortázar dinamitó los vidrios de la realidad única. Puso una lupa sobre el instante detenido y expandió lo inmediato, lo alucinadamente próximo: el ínfimo movimiento de una cucaracha o las instrucciones para subir una escalera.
Una sensibilidad algo soñadora también, rebelde a las servidumbres. Así un juego, una broma, el lánguido sonido de un saxo, la paciencia de un gato o los puños de un boxeador, a todo se puede recurrir para que las horas inermes cobren movimiento. A una ceremonia para enterrar un paraguas.
Audacia, maestría para hablarnos del dolor y hacer que duela menos. Como un ilusionista. Por eso Lucía es la Maga, una ternura primordial.
Una combinación rarísima de gigante y de huérfano, precisó Abelardo Castillo. Algo así. “Los autonautas de la cosmopista” fue su última ofrenda a un mundo que, a esa altura, sólo se miraba el ombligo y la billetera. Una romántica botella al mar, antes del fin.
Murió muy solo. Apenas acompañado por la prudencia de Aurora. Osvaldo Soriano, amigo y testigo de su última soledad, contó en Venado Tuerto lo sola que fue su muerte.
Un larguirucho tierno, que nos habla desde su siempre infancia de Banfield: Pegdónenme estos juegos literarios, este viaje, esta distracción. Yo también sé que en esta vida, el amor no es suficiente.
2 Respuestas
Juan Sebastián Di Paolo
Excelente y lucido relato que toma a un personaje como Cortázar, pata describir una epoca con hitos que moldearon a una generacion que aun sigue dando batallas… algunas un tanto quijotescas…
Laura Sacchetto
Excelente artículo Marcelo. Abre al tema de los pasajes en la vida del autor y que supo traspasar esta forma de transitar a estrategia discursiva en que el otro lado es parte de una misma realidad. Gracias como siempre!