Hacia el futuro o hacia el pasado, la pandemia del coronavirus nos indica que el presente a solas no puede autoabastecerse. Precisa (y a veces exige) que alguna referencia histórica, o a veces no tan histórica, indique un signo de orientación hacia adelante. Ya antes de la peste, Zygmunt Bauman nos había señalado en su libro Retrotopía (Paidós, 2017) que aquella orientación cada vez más echaba el ojo hacia un horizonte pretérito. ¿A qué se refería el sociólogo? A que nuestro presente carece de inventiva sobre el futuro, y que por esa falta recurre al pasado para reencontrarse en lo que ya no se es, ni se tiene, pero que podría reeditarse o reactualizarse para aportar una posible sensación de destino seguro, aunque más no sea inmediato.
Cuando a mediados del año que pasó volví a leer esas páginas de Bauman, me sensibilicé de una manera que antes no lo había hecho. Quizás en aquella primera lectura me había ganado el hecho de que ya sabía que el presente no iba hacia ningún lado. Y no lo digo porque crea que los cambios históricos son azarosos (de hecho, lo creo hace mucho tiempo), sino porque también soy hijo de una época que me sume en la sensación de vacío sobre el futuro. Sin embargo, un día parado frente al recientemente remozado Cine Monumental del microcentro rosarino, en una tarde gris en las que las pantallas LED prácticamente lo obligan a uno a alzar la mirada, me encontré con los nuevos estrenos infantiles: Aladdín, El Rey León, Toy Story 4. Parecía 1995 otra vez. Meses después, el ojo cinematógrafo me siguió traccionando más lejos aún en el tiempo: Joker, Judy, Érase una vez en… Hollywood, 1917, Jojo Rabbit, Mujercitas. Si recorremos Netflix nos encontraríamos con The Crown, Monzón o Hollywood. En Mubi, plataforma con curaduría, la francofilia se impone con producciones de las décadas del ’50-’60 (llegué incluso a mirar una cinta rusa muda de 1930). Pero podríamos poner atención también al teatro y encontrarnos con que en Broadway las obras en cartel siguen siendo El Fantasma de la Ópera o Chicago, y las nuevas Hamilton, Anastasia, Pretty Woman o Moulin Rouge. En la escena porteña dieron que hablar Happyland, Encarnación y Cabaret. La lista podría seguir, pero creo que ya logré saturar lo suficientemente al lector como para que comprenda hacia donde quiero llegar.
Aunque en verdad, si quisiera terminar por convencerme de que las representaciones de masas en la actualidad son sintomáticas del horizonte retrotópico, entonces debería también incluir a Parasite. Lo que el multipremiado montaje surcoreano mostró de manera quizás abusivamente figurativa es que aquel mito del progreso a base del movimiento social ascendente —el único que pudo proveernos el capitalismo— carece hoy de traducción práctica. Era cierto lo que decía Bauman entonces, estamos quizás entrampados en diferentes zonas de nuestro pasado, casi rebotados hacia él porque el presente se nos ha vuelto crítico y el futuro incierto.
De hecho, el coronavirus nos está haciendo cada vez un poco más conscientes de ello, y de que por otra parte aquel pasado terminó y nuestras únicas posibilidades de recuperarlo se circunscriben al plano de la evocación. Un efecto posible de esa percepción podrá ser que esta pandemia se constituya en poco tiempo en la bisagra que esperábamos para pegar un nuevo salto hacia adelante y esbozar otras claves de futuro. O quizás no, y lo único que lograremos sea profundizar la incertidumbre y convencernos de que todo tiempo pasado fue mejor. Así como cuando durante la Gran Guerra en Europa se hicieron con la idea de que los años inmediatamente anteriores a la contienda habían sido los una verdadera belle époque.
Sin embargo, hay algo de la lectura pesimista del porvenir que no domina mi persuasión. No porque uno no pueda ir en contra de la felicidad (Freud), sino por razones que podríamos calificar de realpolitik. Es que en todo caso el que deberá reconvertirse y proyectar un futuro diferente (o un futuro a secas) será el capitalismo. Si la crisis termina teniendo la magnitud de la que nos hablan —peor que la de los años ’30—, entonces estaremos ante la más grande de su historia. 1873, 1930, 1973 y 2008 se habrían quedado cortas. Y lo peculiar de este cataclismo es que, más acá de las teorías conspirativas, lo desató un acontecimiento exógeno al dominio del hombre, externo a la política moderna, ajeno al modo de producción. Si nos hacemos eco de lo que escribieran Gilles Deleuze y Félix Guattari en El Antiedipo (Barral, 1974 [1972]), para quienes la configuración misma del deseo que produce la máquina del consumo volvió un imposible que el capital se autodestruya, la amenaza que hoy lo aqueja, al provenir del afuera, coloca a esa máquina en un tipo de riesgo para su funcionamiento que nunca antes había padecido. Por supuesto que esta es una mirada sobre el sentido de los cambios, más no sobre sus cifras cuantitativas. No vale contar despedidos o porcentajes de caída del PBI, porque hoy la crisis detuvo de plano el flujo del capital, o sea su condición sine qua non para su reproducción. Quizás una perspectiva marxista podría acusarme de circulacionista y de que no esté reparando en el fenómeno de la propiedad privada de los medios de producción. Sin embargo, no estoy pensando sobre el nivel de la base/estructura, sino que estoy considerando los dilemas prácticos de su funcionamiento, que pueden circunstancialmente amenazar al núcleo. En síntesis, me parece que estamos atravesando un tiempo que corrobora que, a mayor ajenidad de la procedencia del riesgo, mayor impacto para la supervivencia de la forma actual del capitalismo.
¿Traerá entonces esta acontecimentación (Foucault) la gran transformación que cambie al siglo XXI? No lo sabemos. Siempre descreí de la explicación ambientalista como motor de los cambios históricos. Nunca pensé que el pasaje del mundo feudal al capitalismo yaciera en la peste negra, ni me apropié de la hipótesis del imperialismo ecológico (Crosby) para entender la colonización en América. Esos fueron procesos que escaparon al control del hombre, que se produjeron en el plano bacterio/virológico pero que en todo caso aceleraron, densificaron y visibilizaron el estado de la relación entre poder, sociedad y economía. Cito estos dos casos porque son, dentro de mis conocimientos de la historia occidental, los que alcanzaron una escala lo suficientemente extensa como para compararlas con la pandemia actual. Sin embargo, ésta, nuestra pandemia, se revela inédita por superar con creces aquellas dimensiones continentales, más no planetarias. Es entonces el hecho de que adopte el radio exacto de la globalización lo que quizás deberíamos observar.
De acuerdo con los hermanos McNeill en Las redes humanas (Crítica, 2010 [2003]), la producción de ese sistema-mundo que hoy llamamos globalización habría comenzado con la misma expansión ultramarina. La capitulación de los moros en Granada habría proveído el impulso para que Castilla pasara de conquistar la península y consolidar su monarquía a colonizar América y convertirse en imperio. Lentamente, Europa, que hasta entonces era no más que una península de Asia (Halperín Donghi), se habría erigido en nuevo centro del mundo. Las revoluciones burguesas habrían a fines del siglo XIX definido una geopolítica imperialista que luego de 1991 con la disolución del polo socialista se habría terminado de expandir hasta los confines más remotos del planeta. Ello los conduce a los McNeill a adoptar la propuesta historiográfica de la connected history para, a través del análisis de redes, colocar en sintonía con el pulso global a cualquier acontecimiento que pudiera a primera vista parecer perdido, aislado, o más bien, desconectado. Hoy más que nunca esa propuesta suma puntos de ventaja, ya que vemos que cualquier acontecimiento puede perder su carácter localizado y comenzar a navegar por los hilos de una gran red que nos amarra a todos. Quizás menos a quienes esa red los encuentra en una zona un tanto más laxa (léase donde el capital circula con menos intensidad, por lo que podríamos considerar África y su aletargada incorporación al mapa pandémico), pero como la frontera para el mercado es un concepto que no existe, nadie podrá estar finalmente inmunizado de antemano a los riesgos.
Si recogemos entonces el diagnóstico baumaniano, la lectura de D-G y la propuesta de los McNeill, podemos inferir, de momento, que el coronavirus nos ha paralizado. Más bien, ha paralizado a la historia misma. Por un lado, podemos estar seguros de que lo tópico no pudo ni podrá ser ya retro porque definitivamente el pasado no puede regresar. La caja de herramientas que ofrece la historia para sortear los dilemas contemporáneos probablemente se muestre hoy impotente en prácticamente todos los sentidos. La dimensión real del momento actual nos exige recoger de lo que ya hemos pensado una serie de claves interpretativas para rearticular intereses y extremar la capacidad de inventiva sobre un destino que se vuelva posible. Pero por otro, la forma actual de una sociedad de rango global alcanzado por la expansión del capitalismo se encuentra probablemente en un riesgo insospechado y desconocido, porque —digámoslo directamente— nos ha colocado en riesgo a nosotros (sus consumidores). El destino entonces, si nos proponemos considerar que haya uno, nos exigirá tomar consciencia sobre su propia incertidumbre y cuán definitorio se puede volver un solo acontecimiento. Por eso, si estamos dispuestos a intervenir en el día después, deberemos lanzarnos a escribir otra vez las tramas que la tensión entre deseo y poder le puedan otorgar a nuestra imbricada vida colectiva.
2 Respuestas
Juan Carlos
Increible nota! A un humano con el coeficiente intelectual como el mio le cuesta bastante interpretarla ya que se nota que este profesor de historia REBALSA de conocimientos. Se necesitan mas personas como él en el mundo. Un gran abrazo.
Claudia
Excelente, impecable