ZULEMITA SE CONTAGIÓ

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Zulemita se contagió. Nicole Neumann se contagió.

Rápidamente las sospechas y las acusaciones cayeron sobre las empleadas domésticas.

Sabemos que, desde ese lugar de enunciación con pretensiones high-class, las empleadas domésticas no son solamente vectores de enfermedades, son fundamentalmente ladronas, por lo general ignorantes y también un poco sucias.

El hecho de que su tarea esté centrada en la limpieza no hace más que acentuar esa condición: limpiar casas ajenas es estar-entre-la-mugre, en un sentido constitutivo: ocuparse de lo bajo, habitar en lugares lejanos y sórdidos, amén de transitar por el submundo de lo que no aparece en la vitrina digital de las vidas en exhibición.

Se trata, en última instancia, de un discurso harto conocido que designa a la otra con las características unificadas de lo malo-feo-falso y sus variantes para justificar su explotación. Una eficiente combinación de racismo, clasismo y sexismo siempre operante que sale a la luz en este tipo de acusaciones.

¿Qué sucede a continuación? Una catarata de reacciones bienpensantes indignadas con Neumann, Zulemita o quien realice estas declaraciones.

Sin embargo, hay algo en esta entrada en escena (por la puerta de los villanos) que no deja de resultar disruptivo. Como si se accediera por un momento al taller clandestino en el que se confecciona la ropa de marca que se compra.

Esta invitación a la escena es posible porque la subjetividad-fetiche se oculta a sí misma la necesidad de esa productividad en las tareas de limpieza y cuidado delegadas para poder ocuparse de los tratamientos de belleza, la gimnasia, las fotos o lo que sea.

Mejor dicho, se conoce bien su necesidad (y por eso se demanda esta productividad aún en tiempos de pandemia), pero no se la reconoce como constitutiva, sino como accesoria. El relato que se construye para sí del camino a tales o cuales logros no contempla la explotación estructural.

En el caso de las posiciones progresistas, la cosa es distinta. Su indignación se dirige al modo en que han hecho ingresar a la empleada en la escena («la llaman ladrona», «la culpan del contagio»), pero quizás el mayor problema es justamente el hecho de que haya ingresado en la escena.

Para estas posiciones progres, humillar o culpar a la empleada doméstica no constituye una reconfirmación de las pretensiones high-class de una Nicole Neumann. Al contrario, el sólo hecho de contar con una empleada que permite delegar parte de las tareas de cuidado-limpieza, es de por sí vergonzante.

Y esto porque no se puede ocultar tan fácilmente a sí misma las condiciones de explotación involucradas en la construcción de sí, a la vez que su propia posición subjetiva entraría en conflicto si quisiera justificar que la otra es una otra. Y sin embargo.

Esta situación puede desembocar en una revisión de las propias prácticas (a partir de ahora limpiaremos nuestra propia casa, etc.), en una suerte de equilibrio inestable negociado entre la culpa y el mejoramiento de las condiciones de contratación o en un tipo de ocultamiento aún mayor en el que —a pesar de persistir una relación de explotación estructural— el trato «humano» tiende justamente a ocultarlo. Una suerte de capitalismo con rostro humano.

A veces sucede que algo del ahínco, del apresuramiento incluso, con que las posiciones progresistas denuncian esta y otras explotaciones funciona como un refuerzo de ese proceso que barre bajo la alfombra la propia escena insoportable.

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