El maestro (porque sigue siendo maestro a pesar de jubilarse diez años atrás) pasa frente a lo que un día fue la escuela, en silencio, como siempre. Si pudiera, escucharía los recuerdos que se vuelven presentes, desde el polvoriento archivo de la memoria, pero no es posible, porque está muerto, y yace en un féretro de madera muerta.
Luce el sol, incluso hace calor para esta época del año, y podría describirse el día como alegre; pero la caja roza el suelo del coche fúnebre cuando la arrastran para entrar en la iglesia, y ese sonido rompe toda sonrisa. La iglesia llena de antiguos alumnos, decenas o incluso cientos, le habría llenado de satisfacción, pero sólo su familia más directa, unos pocos amigos y los que nunca se pierden este tipo de eventos, lo acompañan este día. Sin duda, el hecho de que mañana martes sea fiesta, ha contribuido a la poca asistencia de “público”; eso se murmura entre los bancos fríos en voz baja mientras el cura improvisa las virtudes del difunto. Pero no seamos hipócritas: él no lo merece.
No fue una persona popular, ni especialmente estimada. Quizás podríamos aventurar que fue apreciado su buen carácter y que no tenía enemigos. Desde que dejó las clases, ha llevado una vida tranquila, alejada de actos sociales o de actividades que comportaran una carga para su delicada salud. Sus últimos tres años de docencia, ya en la flamante escuela, fueron muy duros. Posiblemente, el cierre del viejo edificio fue un anuncio, una señal que los tiempos cambiaban. No pudo soportarlo, y cayó enfermo lentamente, discreto, como todo en su vida y en su muerte. La flaqueza del corazón se hizo evidente cuando lo separaron de la antigua pizarra, del mapa físico pintado en la pared, de la baldosa que bailaba y que nunca intentó nadie arreglar. El traslado a un nuevo edificio era necesario, incluso urgente, es cierto, pero lo había sido durante muchos años, y podrían haber esperado tres años más aún. Le hubiera gustado que la jubilación les llegara a ambos a la vez, en una despedida sin mucho alboroto pero emotiva. No encajaba en absoluto con el color de las paredes nuevas, ni con la nueva iluminación, ni con las nuevas persianas semitransparentes que ya no aprendió a abrir.
El primer día de clase en la nueva escuela se sintió ridículo, como un anciano festejando una muchacha. Echó de menos el rancio olor a tiempo, y estuvo tentado de volverse a su casa discretamente, sin levantar el polvo; pero le faltaban aquellos tres años para conseguir una pensión digna.
La fatiga hizo mella en el alma; no tan sólo el corazón lo consumía y lo impulsaba andar a paso lento; todo parecía haber cambiado excesivamente deprisa. Los alumnos le habían perdido el respeto, y ya no se escondían de llamarlo por motes que eran como flechas. Y a nadie le importaba, casi ni a él mismo. Casi. Perdió el amor propio diez años atrás, cuando nombraron director a un joven y ambicioso maestro. Todo el mundo, indignado, le susurraba que era una injusticia, mientras se apresuraban a felicitar al nuevo director y a destacar la gran labor que, sin duda, emprendería en el futuro. El apoyo emocional de su pareja le hubiera ayudado en momentos así, pero nunca se casó, ni se le conocía ningún tipo de relación sentimental.
El cura salpica con agua bendita el ataúd, y pide perdón mentalmente por ahorrarse parte del sermón, pero le espera un bautizo a las doce en el pueblo de al lado y no puede dedicarle más tiempo. La colecta ha sido escasa, se lamenta el monaguillo. La iglesia queda vacía. Algunos, de pie en la calle, charlan con el periódico bajo el brazo, otros se sientan en la terraza del bar de enfrente.
Brilla el sol, y al maestro le agradaría sentir el calor de sus rayos, pero ya está muerto, y va camino del cementerio.
Incluído en el libro Postres de músic (Editorial Empuréis, 2005)
Dejar un comentario