En el barrio es fija, cuando hace frío hay que empujar un auto. El otro día, cuando volvía del profesorado por el centro, pensé eso: acá nunca se les debe quedar el auto. De chico, empujar un auto era una de las mejores cosas que me podían pasar. Era una aventura, de muy chico casi nunca te dejan, te podés golpear, pero las primeras veces que no te sacan chumbando son espectaculares, es como empezar a pertenecer. Y la verdad es que de más grande también. Está bueno: ayudás, son parte de la tribu, algo medio ancestral. Después, está la excitación del resultado, el triunfo del motor rugiendo y del auto alejándose sin detenerse para no correr el riesgo de quedarse otra vez. Y la recompensa, por ahí, un bocinazo.
Aunque una vez fue distinto. Esa vez no hacía frío.
Tengo la imagen nítida. Hay recuerdos que por repetidos, uno termina por no saber qué sucedió de verdad y cuánto de imaginado se le fue sumando a la anécdota. No es el caso. Me acuerdo de cada detalle como si fuera la escena crucial de una película de esas que se saben de memoria porque uno las ve cada vez que la pasan. Tengo grabadas en el cuerpo las sensaciones de esa noche.
Hacía muchísimo calor. Con mi tío y mi abuela estábamos esperando que aflojara para irnos a dormir así que sacamos la mesita de tomar cerveza en la vereda para pasar el rato hasta que refrescara un poco.
Bastó que abriéramos el porrón para que el vecino de enfrente, el Gringo, saliera a la puerta. Nos dijo no sé qué cosa de la lluvia y la humedad y que se iba a buscar a la nena a un cumpleaños de catorce, mientras protestaba por la hora del cumpleaños, aunque al final fuera mejor a la noche en ese infierno y sin pileta. Se subió al auto y empezó a darle cuerda en falso. El 147 hacía un ruido horrible. Mi tío dijo que seguro eran los platinos del burro aunque le extrañó que pasara con semejante calor. Se suponía que con esa temperatura los platinos, el burro y el pegamento debían estar más derretidos que pegados. Pero el diagnóstico importaba poco si de cualquier forma lo que íbamos a tener que hacer era empujar.
El Gringo nos miró y ya estábamos parados, dispuestos a la tarea solidaria. Yo tomé el culito de cerveza del vaso para que no se calentara y mi tío la miró feo a mi abuela que amagó a pararse también y la sentó con la mirada.
Empezamos a empujar los dos, y a los veinte metros yo le grité al Gringo, dale largalo…. y el fito se clavó ahí mismo, empacado. Para el segundo intento yo tenía menos expectativa. Si hubiese sido una calle asfaltada nos hubiera costado menos, pero sobre el ripio patinábamos y aparte con el calor ese… No lo largués hasta después de cruzar, le gritó el tío. La bocacalle no es un buen lugar para que se quede el 147. Y ni bien pasamos la esquina se frenó en seco. Nos miramos y el Gringo se bajó, yo le ofrecí la motito y él dijo que no, que le pareció que esta vez hizo el ruido que hace cuando se le desengancha el coso, una vez más y arranca, que a la madre de la Romina no le gusta que la lleven en moto a la nena, y tiene razón.
El Gringo parecía convencido. Con mi tío nos miramos, no dijimos nada para no hacerlo sentir mal, si no hubiese tenido la rodilla jodida podría haber empujado él también y subirse al auto a la carrera cuando agarrase envión. Dale, subíte dijimos resignados secándonos la frente. Nos pusimos en posición de empujar cada uno a la altura de un farol y a los dos o tres pasos fue cuando apareció ese tipo de atrás, se ve que nos veía desde la esquina luchando con el auto y se metió a ayudar. Yo sentí que se sumaba otra fuerza, entre mi tío y yo, y levanté la vista esperando ver la cara del Laucha o del Peque, pero no. Él también levantó la cara y nos miramos, o ya me estaría mirando y le ví los ojos al tipo y es el día de hoy, tanto tiempo después que todavía siento como un frío en la espalda al revivir el momento. Le ví los ojos y supe que era él, sin ninguna duda, así nomás en la semi oscuridad de esa noche infernal, esas en las que no corre una sola gota de aire, en las que uno piensa dónde está ese sol tremendo que no se ve; esa noche, sentí frío. Lo miré y sentí frío, escalofrío, pena, esperanza, emoción, ¿alegría? No sé si alegría. Tampoco sentí las cosas que me imaginé tantas veces que iba a sentir cuando lo viera. Porque lo que sí sentí, en ese mismo momento, empujando al gringo con la misma seguridad con la que te lo digo ahora, es que era él. El que estaba al lado mío, entre mi tío y este pibe tembloroso de dieciseis años, era él.
Se me movió el piso. No tenía fuerzas para empujar. Al toque me acordé de la única vez que la encaré a mi vieja, cuando todavía la tenía, creo que antes que le dijeran lo del cuello del útero, aunque no estoy seguro: lo del cuello del útero lo supe casi antes que lo de los reyes, o en la misma conversación, no sé. No, esto fue después, yo estaría en quinto o sexto grado. Me acuerdo que mi abuelo hizo un comentario de la forma en la que yo mezclaba las cartas, porque mi mamá parecía un mago mezclando, hacía los dos taquitos y los entreveraba con una habilidad impresionante. Y yo la miré y se me ocurrió decirle… cómo mezclará las cartas mi viejo… me salió. Me acuerdo que me miró y me dijo. No sé. No lo sé, Diego. Y se fue. Tenía esa costumbre, cuando una situación la sobrepasaba, se iba.
Pero esa pregunta, esa pavada de las cartas abrió una puerta y ella se dio por enterada de que yo quería saber. Y varias veces, en las noches en las que la cuidaba en el hospital, cerca del final, ella me sacaba el tema porque sabía que yo necesitaba saber. Y me pedía perdón la pobre, por no poder darme más datos. No podía decir ni cómo se llamaba, solamente sabía que en aquel momento había venido a bailar de un pueblo de por acá, pero no le preguntó cuál y cuando quiso averiguar se lo tragó la tierra. Siempre que pienso en mi vieja de quince años con la panza, y muriendo en el hospital con veintipocos se me ocurre que la vida de ella fue toda amontonada. Y todo eso junto se me vino a la cabeza cuando lo miré a la cara. Tenía cara de pibe aunque fuera pelado. Y sí, es que era un pibe. Mi vieja también hubiera sido una chica en ese momento si hubiera estado.
Yo sentía que se me aflojaban las piernas, quería disimular que no estaba aportando más que el peso de mi cuerpo casi desvaneciéndose hacia adelante. A veces no es poco caerse hacia adelante.
Tuve una certeza animal. Y de fondo una combinación de sentimientos difíciles de nombrar. Cada vez que fantaseaba con la posibilidad del encuentro, chocaban en mí tantas sensaciones (principalmente hostiles y angustiantes) y terminaba sintiendo una autocompasión, una pena por mí mismo, una bronca por la vida, por el destino, por las cosas absurdas que no son culpa de nadie, y que son las peores, cualquiera sabe cuánto alivia tener alguien a quien putear. Pero ahí casi apoyado sobre la luneta de ese auto, la conmoción me aturdía y yo tiritaba en medio del calor sofocante.
Lo que sí tengo clarísimo es que en aquella primera vez que hicimos algo juntos, que fue empujar para el mismo lado no tuve nada para reprocharle. Ya sé que es obvio, ¡qué le voy a reclamar, si no sabía! Pero es más profundo. La gente siempre se compadeció de mí por una pena que no era exactamente la mía. Muchas veces sentí que decían: “¡Pobre! le falta el padre”… Y ahí hay una diferencia que para mí era abismal. A mí no me “faltaba el padre”, sino que me faltaba UN padre.
Lo primero es como la escena de un nene chiquito que va con el padre de la mano a la plaza, se pone a jugar y cuando busca su mirada no lo encuentra y lo llama llorando “¡papaaaá!”, y ya no lo vuelve a ver nunca más. Eso es la orfandad más contundente, dramática, terrible, como un puñal. A esa también la conozco, la de la plaza, por mi vieja. Pero esto es muy distinto. La falta del viejo, o mejor dicho de un viejo, aunque yo en ese momento tuviera enfrente un candidato para ponerle cara, era algo siempre abstracto y siempre presente, pero que nunca se plasmaba en una ausencia concreta. Mi viejo nunca faltó a un acto en la escuela, aunque por supuesto, jamás fue.
Pero hay escenas que valen una vida. No en el sentido de poder redimir un monto infinito de un dolor leve pero constante que no afloja porque siempre está el vacío, la insuficiencia; esa que desde que faltó la vieja pasó cada vez más al frente. El valor de la escena fue el de poder hacer pie. En medio del sinsentido, poder sacar la cabeza fuera del agua.
Lo que vino después fue mucho más laborioso y matizado. Primero, empezar a preguntar a los pibes del barrio por el pelado, porque lo de esa noche terminó ahí, en cuanto el motor del 147 dio su grito de triunfo, el flaco se esfumó. Mis primos y los pibes de la otra cuadra no podían creer que yo no lo conociera, dicen que hacía muchos meses aparecía de vez en cuando por lo del Peque a comprarle merca. Ya me podría haber imaginado que no iba a ser fácil esta vez tampoco, pero pude obtener los datos y acercarme.
Cuando lo encaré la primera vez, en lo del Peque, me dijo “mirá pibe, lo que me decís puede ser… o no, otro día lo charlamos”. Pero se fue sin comprar. Otro día me lo encontré y ni siquiera fuimos a lo del Peque, fuimos a tomar una cerveza al bar de Analía, acá a tres cuadras. Fuimos haciendo un vínculo de a poco, con sus idas y sus vueltas. A veces nos queremos y a veces no nos hablamos por un mes.
En ese momento él no tenía hijos. Digo que no tenía otros hijos, el más grande nació un par de años después. Cuando él se juntó yo ya estaba, y la mujer creo que sabía la historia, la que nos contamos, no sé con cuánto detalle. Siempre decimos que ese día de calor a nosotros, que en ese momento no sabíamos bien quiénes éramos, algo se nos acomodó, como al 147.
¿Si alguna vez le dije viejo? No, me sonaría forzado, la verdad. Aunque mis chicos sí le dicen abuelo. Yo le digo Pela. Y no, nunca nos hicimos el ADN, no queremos ninguno de los dos, ¡mirá si da que no somos!
Federico Baldomá
Nací en 1978 en Venado Tuerto.
Tengo una familia que me encanta.
A veces pienso que lo que escribo estaría bastante bien si fuera una tarea para la escuela.
Cuando digo que soy médico me dicen que no se entiende lo que escribo.
No cuento el vuelto, siempre es de más.
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