Es una apacible mañana de domingo. El desayuno terminó hace unos minutos y resta una hora para que lleguen unos amigos para el asado. Mientras mis hijas construyen torres con bloques de plástico que se alzan hasta un cielo imaginario, yo aprovecho para leer un poco.
Afuera el trino de las aves se mezcla con ladridos lejanos. El viento sopla suave en las copas de los árboles. Desde la habitación me llegan murmullos y el sonido de encastres. De repente, mi apacible lectura se ve interrumpida por una discusión. Las voces se elevan más y más hasta ser interrumpidas por el estrépito de los bloques contra el suelo. De inmediato, mi hija más grande prorrumpe en un llanto desgarrador. Se acerca a donde estoy y, entre ahogos, me dice que su hermana ha tirado su torre.
Es indudable que se ha suscitado un conflicto familiar. Sin embargo, la situación podría ser mucho peor. Mi hija podría haber demolido la torre de su hermana, haber sumado violencia a la violencia. Pero no lo hizo. Acudió a mí, que soy para ellas un tercero imparcial además de una figura de autoridad. Ella espera justicia, no venganza, aunque no tenga una idea clara de lo que significan. Su reclamo es muy claro: no pide la destrucción de la otra torre, sino una reprimenda o la reconstrucción de la suya. Y no lo hace porque sea racional y haya nacido en una casa de abogados. Lo hace, más que nada, porque vive en una sociedad democrática. En el jardín habría acudido a su maestra. Y es probable que, cuando crezca, haga lo mismo en los distintos espacios que ocupe.
Ante la denuncia, yo puedo seguir dos métodos. El primero es conocido como inquisitivo. En este caso, yo me levantaría enojado, no porque mi hija llora, sino porque les ordené que no molestaran, que no se importunaran una a otra, porque se ha quebrantado una ley que yo impuse. Entonces la ofensa no sería tanto hacia mi hija (la víctima), sino hacia mí como figura de autoridad. Como no se deben dejar pasar estos hechos, por más mínimos que sean, ya que pueden constituir un mal antecedente, yo inmediatamente buscaría las pruebas, traería a mi hija más chica a la fuerza y la interrogaría: ¿destruiste la torre de tu hermana?
Sin embargo, este método tiene bastante mala fama en el mundo judicial, y me parece bastante perjudicial también para el ámbito familiar. Por ende, apelo al otro gran método: el acusatorio. En este supuesto, hago caso a mi hija más grande, quien me insta a ver lo sucedido y me acerco hasta la habitación (vamos al lugar del hecho, como dirían los abogados). Al llegar, noto una torre mediana, la base de otra y muchos ladrillos desparramados en el suelo. El caso luce sencillo: el daño está corroborado y sólo había dos personas en el lugar.
En la habitación también está mi hija más pequeña. Le pregunto si tiró el castillo de su hermana. Aunque al principio lo niega con un ligero movimiento de cabeza, al final termina confesando. Lo hace primero con su mirada (es muy expresiva), y luego con la palabra. Se da cuenta que no tiene mucho sentido mentir.
Aquí podría terminar todo este proceso. Comprobado el daño, sólo restaría determinar la sanción. Pero no creo que eso solucione del todo la cuestión. Entonces le pregunto a la más chica por qué lo hizo. “Ella se robó los bloques”, responde en medio de un sollozo quedo. Lo que quiere decir, en realidad, es que la más grande acaparó todos los bloques al momento de la construcción. Es lo más lógico, dado que es más grande y a esa edad hay diferencias notables. Tiene muchas más facilidades motrices e intelectuales para encastrar. Es más fuerte, veloz e inteligente. Esta es una situación fáctica previo al conflicto, un problema anterior a la justicia. Una de mis hijas tenía muchos bloques y la otra pocos. Si hubiera dividido en partes iguales al comienzo del juego, tal vez el dilema no habría surgido. Pero el conflicto está y debo solucionarlo por el bien de todos.
En este punto, estamos en presencia de dos grandes posturas nuevamente. Hay una corriente dominante en Estados Unidos y bastante extendida en nuestro país, que cree que la única función de los jueces es la de resolver controversias, poniendo fin a los conflictos entre individuos particulares. A esta idea subyace la noción de una sociedad o, incluso, de una naturaleza humana, en la que las personas deciden siempre de manera egoísta y realizando un cálculo de costo-beneficio. Para esta visión, bastaría para hacer justicia que yo rete a mi hija menor o le ordene entregar algo en pago (su chocolate, por ejemplo). Después de todo, a la justicia no debería importarle si la más grande efectivamente es más fuerte y acaparó todos los bloques para ella, afectando las expectativas de la más pequeña.
Claro que esa idea no me agrada demasiado. El mero hecho de ver a mis hijas crecer día a día, jugar y cuidarse entre ellas contradice que siempre estén buscando sacarse provecho una a otra. Además, estimo que la situación previa al conflicto también es importante. Nadie destruye la torre de otro porque sí, nadie es malo por naturaleza. Lo aclaro porque hubo teorías criminológicas que sostenían que sí, que las personas son física, mental o espiritualmente proclives al delito. Y cada tanto hay intentos de reinventar esa idea: por los genes, por ejemplo.
A pesar de todo eso, debo darle una solución a la cuestión. Pero, ¿cómo? ¿Debo castigar a la más pequeña? ¿Quitarle el postre o mandarla a un rincón? ¿Qué ganaría con ello? Vivimos en una familia. Castigarla en este caso sólo la convertiría en una réproba. Tendría buenos motivos para creer que todos estamos en su contra. Primero le dan menos bloques que al resto. Luego, la castigan. Por ende, debo intentar dialogar, enseñar y lograr que ella repare el daño. Tras meditarlo unos segundos, les digo que construiremos entre todos la torre nuevamente, dividiendo los bloques en partes iguales. Un poco a regañadientes, ambas aceptan.
Como en otros grandes temas, suele explicarse la Justicia apelando a cuestiones trascendentales como fallos históricos, complejos y repletos de citas. No obstante, la justicia también está en lo doméstico. Un ágil repaso a este relato da cuenta de todos los elementos necesarios para alcanzarla: un tercero imparcial, un Estado de Derecho que garantiza iguales condiciones, un debate que transforma la violencia en palabra, y una sentencia que ordena reparar el daño. No hace falta buscar más allá. Como decía el jurista Carlos Cossio: el derecho es la vida misma.
Juan Cruz Ara Aimar, marzo de 2024.-
Juan Cruz Ara Aimar es abogado y doctor en Derecho por la FDER-UNR, profesor universitario por la UCEL y docente de las cátedras de Filosofía del derecho y Sociología jurídica de la UNR.
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