
Con una frecuencia inusitada, Javier Milei suele cargar contra la figura del Estado. Resulta más llamativa esta frecuencia si consideramos que se trata del presidente de un Estado. Quizá el ejemplo más extremo fue cuando calificó, siempre al Estado, de organización criminal. Advirtiendo que el tema parece obsesionarlo, no queda claro en qué piensa Milei cuando piensa en el Estado, cuál es esa figura sobre la cual tanto despotrica. Algunas personas podrían excusarlo por carecer de precisiones al respecto: en definitiva, se trata de un economista, no de un politólogo.
Es célebre el aforismo del filósofo Friedrich Nietzsche en el que sentenció: “¡Dios ha muerto!”. Con una gramática similar, Milei aseguró en cadena nacional que “la era del Estado presente se ha terminado”: todo un Nietzsche de las instituciones, podría decirse del actual presidente.
Sin embargo, retomar el interrogante sobre qué piensa Milei cuando piensa en el Estado es relevante porque resulta imprescindible para identificar cómo considera algunas de sus funciones y qué es lo que se necesitaría hacer para que esas funciones sean desarrolladas. Probablemente funciones que para el propio Milei estén siendo mal desarrolladas, aclaremos.
Más allá de esto último, existe consenso en que una de las funciones del Estado es la de administrar justicia. Sin ir más lejos, su ministro en el área, Mariano Cúneo Libarona, viajó a los EEUU recientemente con el propósito de buscar capacitación para los integrantes de tribunales nacionales con la pretensión de llevar adelante una reforma judicial. Según sus propias palabras, “Conté mi plan de justicia, el juicio por jurado y la puesta en marcha del código acusatorio en materia federal. Y acá me ofrecieron capacitación para fiscales y jueces”.
Esta reforma judicial pretende afianzar, como dijo el ministro, un modelo de tipo acusatorio que debería lograr asegurar las garantías procesales del imputado, junto con la separación de las funciones de acusar, defender y juzgar, todo lo cual exigirá un proceso público, oral y contradictorio entre las partes. ¿Cuáles serían los beneficios que podría ofrecer este tipo de reformas? Uno de ellos es la optimización de las intervenciones estatales del sistema penal, otorgándoles mayor eficacia; otra utilidad se vincula con la simplificación de los trámites legales para acelerar las investigaciones penales.
En otras experiencias dentro del país, similares a las propuestas por Cúneo Libarona, se ha intentado enfrentar tanto la debilidad de los sistemas de información del Poder Judicial como las dificultades de tomar decisiones institucionales estratégicas para una política criminal reflexiva.
Habiendo mencionado muy sintéticamente qué objetivos puede tener una reforma judicial, lo que no queda claro es cómo congeniarán el presidente y su ministro de justicia sobre el tema, lo que no sabemos es de qué modo concretarán el intento de modificar el modelo procesal para un nuevo tipo de administración de justicia. Lo que sí resulta evidente es que la búsqueda de una reforma judicial, sin un Estado presente, será sólo un espejismo.
Ezequiel Kostenwein, investigador del CONICET

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