El primer presidente “liberal libertario”, como se autoproclamó Javier Milei ni bien arrasó en el ballotage no es ni liberal ni libertario. No es liberal porque, lejos, lejísimos de la prudencia frente al uso de la autoridad que pregonaban clásicos de esa doctrina como Locke o Smith, Milei ha decidido ejercer su poder como jefe del Ejecutivo de una manera inéditamente autoritaria en un país ya ultrapresidencialista.
Pero tampoco es libertario, porque además de su cercanía con posiciones moralmente conservadoras (y su amor por el garrote), las medidas económicas del nuevo presidente están muy lejos del anarco-capitalismo. Lejísimos.
Las decisiones de Milei, y el eternamente retornado Federico Sturzenegger, adolecen sí de ortodoxia monetarista, pero su anti-coporativismo es selectivo. Muy selectivo. “Si los precios suben, no compren”, nos recomienda con desfachatez la canciller Diana Mondino –la contracara cínica del dogmático presidente– pero al mismo tiempo “sectores clave” de la economía, entre ellos los que forman los precios de la canasta básica, permanecen bien protegidos. De libertad ahí, nada, solo privilegios, a la Ancien Régime… sistema que el líder de la Libertad Avanza nos decía una y otra vez que venía a derrocar muñido de su credo emancipador. El nuevo gobierno mantiene el proteccionismo del que es cultor el populismo pero, a diferencia de éste, se despreocupa totalmente por limitar las escaladas de precios desde un Estado Nacional que pretende controlar con mano de hierro. A la hora de los controles, es decir, cuando se trata de distribuir algo más parejamente las cargas de la escasez, a Milei y los suyos les vuelve a brotar la coherencia doctrinaria y programática. Ahí sí mantiene bien liberales. Nos dicen que el mercado se autorregulará antes de que el hambre se extienda aún más: la ficción que el nuevo presidente pretende hacer operar funciona entonces solo cuando se trata de recompensar a los que ya controlan el mercado (el realmente existente, que nada tiene que ver con un sistema que recompensa a los que se esfuerzan –no importa de dónde vengan– y castiga a los haraganes –no importa tampoco su origen social–). Las abejitas industriosas de más abajo tendrían que esperar el derrame de miel, que llegaría en algunas décadas.
Otro tanto se puede decir sobre los sectores energéticos, la minería y el commodity mágico de moda, el litio. En estos rubros los gobernadores continúan negociando oscuramente las concesiones con los grupos económicos de siempre. Basta googlear “Flavia Royón” para darse cuenta de las continuidades que hay entre el kirchnerismo-albertismo y el gobierno que vino supuestamente a borrar se pesada herencia. Me corrijo parcialmente, Milei trajo aquí desregulación liberal: menos controles ambientales para los mismos jugadores de siempre –ya había casi muy controles pocos de hecho pero ahora el clamor de la Libertad los anula formalmente por decreto–. Nuevamente, si usted es una abejita industriosa que maneja un Uber en Córdoba o Capital tendrá que esperar pacientemente su turno para ver si cuando seamos la Alemania del Cono Sur lo autorizan a explotar alguna cantera de litio en Jujuy.
Los de abajo contra… los de abajo
Así de injustas las cosas, pese a las expectativas de algunos, posiblemente no haya otro estallido 2001 porque las condiciones de la desigualdad no son las mismas ahora que entonces. No importa lo gravosas que sean las condiciones. Se vivieron 20 años en los que los sectores trabajadores, de desocupados y medios se fragmentaron más que antes a partir de políticas de integración selectivas y no universales que llevaron a que el trabajador informal o el pequeño comerciante en caída libre resintiera al desocupado crónico o al empleado público por sus supuestos privilegios.
Ni que hablar de tantos jóvenes de ahora, que votaron a Milei despreocupados por las desregulaciones laborales prometidas porque a ellos hablarles de legislación del trabajo es como hablarles de algo tan etéreo como el sexo de los ángeles. Lo mismo para quien conduce a su trabajo por las avenidas del principal conglomerado urbano del país frente a los “movimientos sociales”, que desde hace lustros están lejos de ser la expresión directa de los desocupados que produjo el menemismo y el gobierno de la Alianza.
“Poujadismo” se llamaba en los 50s al movimiento político francés de sectores medios y bajos que, a la vez que se veían desplazados como pequeños comerciantes y profesionales independientes por el capital monopólico, se quedaban afuera los convenios que protegían a los trabajadores asalariados de las grandes empresas que aniquilaban su posición social. Era el odio de los que no habían estado tan abajo contra los que ahora seguían abajo pero mejor que antes: es la forma perversa en la que se expresa la frustración social en el capitalismo cuando le toca perder a los antes que no perdían tanto y ganar un poco más a los que antes no tenían nada para perder.
En Argentina no hubo poujadismo, pero los resentimientos entre quienes no son los dueños del capital ni del estado (es decir, el 99 por ciento de la población) se canalizaron en la propuesta de demoler todo de la Libertad Avanza. Habrá que ver si entre estos votantes, además de la casi suicida apuesta por un “si yo me jodo que se jodan todos” también había una apuesta esperanzada por mejorar su vida. Si la hubo, será cuestión de esperar tres décadas y media para verla cumplida.
Tomás Lüders es Profesor de Sociología y Semiótica. Investigador especializado en discurso e identidades políticas.
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