Hoy volvieron Lucila, Bianca y Vanesa a la escuela.
Desapareció la mamá de Estefanía, fuimos a la plaza, lo cruzamos a Facundo y a Kiara, estaban con su bebé.
“¿Qué hacen acá?«
«Mañana vamos, total ella nos despierta temprano”
La mañana pasó, volvió Sol, llegó con Alma, ya tiene 4 años, empezó el jardín. Sol durante este tiempo tuvo dos hijos más.
“¡Que grande está!”
“Terrible también, me voy rápido tengo que llevar a los otros dos al jardín me están esperando”.
“Volvé Sol, así terminas la escuela”.
“Sí, voy a volver”.
Hoy volvió Antonella, más flaca, la mirada apagada y las palabras un poco enredadas.
Me parece que se olvidó de cantar, pero se sigue riendo fuerte, a carcajadas.
Volvieron, siempre vuelven, quién sabe por qué.
Pasan los años y ahí están, jugando con las reglas que el sistema les propone. Esas reglas crueles, excluyentes. Esas reglas por las que para las estadísticas terminaron de cursar el 5to año, pero aún siguen siendo parte de los “ni”: ni estudian ni trabajan. Esas reglas históricas que nadie les explicó pero que han aprendido a sortear muy bien. Esas reglas que tal vez fueron las mismas que jugaron las generaciones que los precedieron, de las que no pudieron desprenderse y que hoy cargan en sus miradas y sus espaldas.
Antonella y su vuelta. Esa risa histriónica, su movimiento constante, el recorrido con la cabeza en alto al interior de la escuela explicitó por qué vuelve: ese espacio, pequeño, incómodo por momentos porque somos muchos y no entramos, porque los baños no alcanzan y, a veces, hace mucho calor porque no tenemos aire, le pertenece, les pertenece. Su cuerpo lo demuestra.
Vuelven porque se apropiaron de cada rincón, construyeron recuerdos, crearon significantes y significados; vuelven a ese lugar donde algo comenzó a movilizarse. Un espacio donde las preguntas aparecieron, pero que no alcanzó para que la realidad deje de doler y la resignación no sea la aliada de turno.
Escribir que hacer escuela en los tiempos que corren es complejo, es caer en un cliché que cansa y no propone nada diferente. Un cliché que nos deja ahí, estaqueados frente a una complejidad que no es sólo académica, sino que es vital.
Vital cuando de subjetividades se habla. Vital porque lo complejo no es el contexto en el que los pibes nacen y crecen sino cómo hay lógicas que se reproducen como un loop, donde parece que hay finales escritos incluso antes de sus nacimientos.
Vital porque lo que a nosotros nos moviliza la pregunta y la problematización, se corresponde con transformar en objetos de análisis y escucha a quienes tenemos delante, con el cuidado de no deshumanizar en el afán de intentar mejorar esas vidas que desde nuestras ópticas están medio rotas, porque claro, nuestro ego nos hace creer que lo que tenemos para ofrecerles no sólo es superador sino también lo que necesitan en el momento que nuestra planificación lo dictamina.
Paremos la rosca. No somos más que una generación que ha podido experimentar su propia vitalidad desde la pregunta, que ha sido capaz de animarse a enfrentarse con el dolor de mirar su propia historia, reconocerla y re-elaborarla.
Somos la generación que cree que tiene la capacidad de torcer destinos bajo el carácter imperativo que le hemos otorgado a las palabras críticas, reflexión y problematización. Somos la generación de la universidad pública y los estudios superiores, de los centros de estudiantes y la apropiación de los espacios públicos para la lucha. Somos la generación que tiene la posibilidad de cuestionar los vínculos, el erotismo, los estereotipos –en el sentido más amplio de la palabra–. Somos la generación que ha crecido con la posibilidad de… Pero, aun así, somos la generación que sigue hablando de teorías críticas, de derribar al sistema capitalista y de lo que el pobre necesita, porque, claro, nuestros estudios nos dan el poder de saberlo sin hablarlos, sin mirarlos, sin –a veces– caminar por sus barrios.
Somos la generación a la que las condiciones materiales les han facilitado el poder y si estas flaqueban, aparecía un abrazo que decía “dale, que podés”.
Somos la generación, pido las disculpas correspondientes, “de la paja teórica de los educadores millennials”.
Seguramente quienes alguna vez me dieron alguna que otra clase se horroricen al saber que decidí hacer un bollito mucho de lo leído y reírme un poco de esos espacios de discusión donde los participantes son incapaces de objetivar los sucesos, que critican a los sujetos alienados y no hacen más que correr tras la satisfacción y seguridad que sus marcos teóricos les proponen. Sin moverse de allí, jugando a mirar sin ver a quiénes tienen adelante y que dicen a gritos “acá estoy, no necesito de tu empatía, eso me anula, no podés ocupar mi lugar, porque si no todo se reduce a vos otra vez, necesito que me mires, necesito que me escuches, necesito que me acompañes porque ahora tal vez, no sé qué hacer”
No sé si Sol hubiera terminado la escuela secundaria en tiempo y forma habría comenzado a maternar a sus 16 años: Sol siempre tuvo algo en claro “no quiero ser como mi mamá” ¿Cómo creernos capaces de torcer la necesidad de resignificar la propia historia?
Facundo, pese a su crecimiento, siempre fue un niño buscando el reconocimiento y el abrazo, para que las ausencias dejaran de doler. Y hoy juega a ser el padre que él imaginó necesitar y formar la familia que siempre deseó y que, la crueldad del sistema, le arrebató. Sí, claro, la escuela quedó allá lejos o en realidad la identificación fue diferente:
“Escucha tía”, me dijo hoy, nos reímos. “Bueno, es que sí, después de tanto tiempo ya sos como mi tía”
¿Quiénes somos nosotros para decirle que no somos sus tíos? Si para él en la escuela construyó su familia. Los tíos en su historia familiar son quienes ponen límites, abrazan, acompañan e incluso a veces, se van, para que sea él quien decida volver.
Podría detenerme y escribir un sinfín de historias, de pibes que se fueron y también volvieron a la escuela, porque sí.
Formar parte de la generación de la paja teórica de los educadores millennials, supone como punto de partida la construcción de nuestras propias identidades a partir de múltiples marcos teóricos que nos han quedado cómodos y nos posibilitaron pronunciarnos en el mundo, cuando este no hacía más que dolernos.
Esos marcos que nos han permitido tomar distancia de nuestro pasado, poner en palabras nuestra historia, narrarnos una y otra vez, mirar a la cara a nuestras carencias y desde ahí, impulsar acciones que nos llevan a hoy a habitar las escuelas.
Somos varios quienes creíamos que después de leer algunos libros corríamos tras la utopía de cambiar el mundo, y hay varios que se atraparon en los libros olvidándose que el camino está repleto de pequeños mundos que necesitan de acciones concretas para su transformación.
La peligrosidad de la paja teórica es, justamente, perdernos en el placer que produce ese cuerpo teórico que se conoce muy bien y que responde con claridad a preguntas ya conocidas, pero que en momentos se consideran novedosas. La peligrosidad de la paja teórica en el acto educativo es, en el camino de la autosatisfacción, la nulidad de ese otro; siendo que sabemos con certeza que sólo se construye lo común desde la mirada y el reconocimiento genuino que da el encuentro con lo que ese otro tiene y trae: su historia, sus saberes, sus deseos, sus dolores, sus potencialidades.
La peligrosidad de ser la generación de la paja teorica de los educadores millennials es que el ego nos juegue la mala pasada de creer que las sabemos todas y afirmar que todo pasado fue peor y que nuestros modos de ser y hacer docencia superan a aquellos que aún lidian con sus historias y las fragilidades propias de su generación.
La peligrosidad habita en transformar en dogmas aquello que sólo nos debía ayudar a caminar.
La peligrosidad existe cuando nuestro deseo anula la existencia de la otredad.
La peligrosidad de la paja teórica es construir una falsa seguridad que esconda el miedo que nos produce no saber qué esperan de nosotros esos adolescentes jóvenes cada vez que entramos al aula.
¿Cómo saber qué esperan, qué desean, qué necesitan si no nos animamos a escucharlos? Y cuando digo escuchar, me refiero al acto de tirar al tacho el supuesto saber y dejarnos sorprender, por eso que estos adolescentes jóvenes traen, por sus búsquedas, sus inquietudes, sus miedos, sus certezas.
La primera vez que la vi a Antonella, no dejó de mirarme a la distancia y de re-ojos, como todo ese 2do año. Tiempo después me dijo: “¿Te acordás, Pitu, la primera vez que viniste a la escuela?” “Sí”, le dije. “Estabas sería —me dijo–, yo creí que eras mala”. “Ah mirá, yo tenía miedo de cómo me mirabas, en realidad de cómo me miraban”. “¿Te daba miedo darnos clases?”, me preguntó. “No, me daba miedo no saber qué esperaban”, le respondí.
¿Quiénes somos para creernos portadores de todos los saberes y sostener los imperativos propios de la transmisión?
¿Quiénes somos para colonizar esos mundos?
Construir el acto educativo desde el reconocimiento: la mirada atenta, el límite necesario, el gesto de cuidado.
Escuchar, escucharlos.
La asimetría necesaria, si tiene algo para ofrecer, diferente, con otros tiempos, con otros modos. La invitación a descubrir otros mundos, a poner en palabras eso que ni siquiera se sabía que estaba. Ser presencia para soportar las faltas y que el mundo, esos micromundos, resulte habitable.
Tirar al tacho todo ese marco teórico, para recordar que cada uno de estos pibes vuelve a un lugar que les recuerda quiénes son, cuando ellos mismos se están olvidando. Despojarnos de todo lo que dicen que la escuela debe ser, para escucharlos y construir la escuela que necesitan hoy.
A fin de cuentas, estos adolescentes jóvenes, al igual que todos, no hacen más que intentar sobrellevar –por no decir soportar– el “ser” humanos; la pregunta que aquí nos cabe es ¿estamos preparados como adultos, referentes, para alojar esos otros/diferentes modos que ponen en jaque incluso nuestras propias lógicas existenciales?
Quizás no hay acciones grandilocuentes…
Recordarle a Antonella lo lindo que canta, contarle que no puede llegar y gritar si el resto está en clases, aunque ya lo sepa y juegue a olvidarse. Invitar a Kiara y Facundo a la escuela y esperarlos con el desayuno, saber en qué andan y que de paso se acuerden que les quedan algunas materias por rendir. Hablar con Facundo sobre historia y preguntarle si tiene el recuerdo de cuando decía que iba a ser profe. Preguntarle a Kiara qué supone para ella no hacer nada. Mirar a Sol a la cara cuando llegue con Alma y hacerle saber que la esperamos hace años. Hacerles un chiste a Lucila, Bianca, preguntarles en qué andan. Decirle a Vanesa la importancia de respetar el tiempo del otro, de cuidar las palabras.
Ser presencia, aunque siempre que lleguen, estemos haciendo otras cosas, algo apurados. Detener el ritmo un ratito. Mirarlos. Escucharlos.
Soy Angelica Zubillaga, tengo 31 años, vivo en la ciudad de Santa fe. Profe en Ciencias de la Educación, egresada de la Universidad Nacional de Entre RÍos, actualmente trabajo como Directora de una Escuela Secundaria y como Asesora Pedagógica de un Instituto Superior, ambos de la ciudad de Santa Fe. Me considero una aficionada de la lectura, escritura y de las artes visuales.
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