
Nancy se despertó antes de las seis, se lavó la cara con agua fría y caminó hasta la cocina con gesto destemplado. Tuvo que revolver el contenido del cajón hasta que apareció un último fósforo, disimulado debajo de las servilletas de papel. Lo revisó con los dedos todavía torpes por el sueño y lo encendió frotándolo varias veces contra el reborde, para prender la hornalla y poner a calentar el agua. Era la hora esa en la que el silencio de los grillos marca el inicio del amanecer y se levantan algunas nubes de algodón luminoso detrás del monte de los ingleses. No circulaba ni un alma por las calles de San Andrés, pero Nancy sabía que en media hora pasaría el gringo Otamendi con su bicicleta, y que la persiana del negocio de los Alterio comenzaría a subir con un chirrido progresivo, porfiado.
—A la tarde va a llover… —pensó en voz alta.
Se acercó a la radio y rastreó la única emisora local, la FM 102. Ese día no había música, sólo los susurros desvelados de Ángel Torres y Lucía Sbaraglia, que se trenzaban insistentes, como en un duelo de serpientes, reconcentrados en algún asunto. Interrumpió el vaivén de los mates y acercó el oído al aparato. El tono que estaban usando los locutores brillaba con un matiz desconocido, la voz de Angelito no parecía la misma que le conocía desde que tenían cinco años y se sentaban juntos en la única escuela del pueblo.
—… y ésta sería la prueba que todos los vecinos estábamos esperando, información de primera mano sobre el nacimiento de Alejandro Solís en nuestra localidad… —aseguró.
—Encontraron el registro del hospital –murmuró Nancy, los dos brazos tendidos al cielo.
Regresó decidida por el corredor oscuro, hacia el dormitorio.
—¡Luis!
Su marido roncaba con la cabeza colgando como un canario muerto entre la almohada y la mesita de noche.
—Despertate —Nancy se aferró a sus hombros y lo sacudió decidida—. Avisale a Nito que encontraron los papeles. No sé dónde aparecieron. Andá ahora.
Resuelta, corrió de la cómoda al ropero buscando medias y zapatillas. Él se levantó resignado, se puso la ropa limpia que colgaba desde la noche anterior en el perchero y medio dormido salió disparado para el Hotel Cristal.
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La carrera de Solís había empezado en el Gran Buenos Aires en los años 70, cuando todavía era un adolescente tímido escondido detrás de un enorme flequillo ondulado. Arrancó con un reemplazo como bajista, pero enseguida se reveló como un compositor inagotable. Escribía una canción tras otra, a poco de entrar en la banda sus compañeros ya solo cantaban lo que salía de su cabeza. Pronto mostró lo que era capaz de generar cuando se movía en el escenario. Sus conciertos en Avellaneda se habían convertido en reuniones de culto para los fanáticos del rock, y le dieron carta blanca para saltar a los círculos internacionales, donde comenzaron a compararlo con Jimmy Hendrix y Eric Clapton. Por los 90 tenía dos premios Grammy al mejor álbum, estaba instalado en el Salón de la Fama y se había convertido en el mayor guitarrista argentino de todos los tiempos. Y ahí, en el pináculo de su carrera, dijo una vez en una entrevista en la revista especializada Épika, que sus abuelos maternos habían vivido en San Andrés, en la provincia de Santa Fe, y que “él creía haber nacido allí, pero no estaba seguro”. En el pueblo el rumor causó una excitación descomunal. A decir verdad, nadie recordaba a los parientes de Solís, pero los vecinos consideraban un honor, hasta casi una obligación, certificar la historia.
El problema era que no aparecía ningún documento. Algunos viejos creían recordar a la familia del músico, pero no se ponían de acuerdo para señalar su casa. Consciente de la necesidad de pruebas duras, el intendente registró los archivos de la comuna buscando alguna evidencia, pero se encontró con la nada misma. Seguro habrían alquilado “de palabra”, o con un contrato informal, como se acostumbraba en esa época. Se decía que el mismo Solís había viajado varias veces al pueblo para identificar ese terreno de la infancia, vagamente recordado, al que no había vuelto desde entonces. Tanto sus abuelos como sus padres murieron durante su adolescencia, mucho antes de la edad en la que los hombres suelen tomar conciencia de sí mismos. Sin nadie a quien preguntarle, nunca encontró las respuestas que buscaba.
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Cuando se escuchó la agonía de la persiana de Alterio, Nancy se acercó otra vez a la radio transpirando felicidad. Necesitaba detalles sobre los avances en la investigación. La voz de Angelito, esta vez en registro misterioso, declaraba que la relación podría haber sido fugaz, pero habría existido, y hay pruebas concretas de que tuvo lugar.
—¿Qué relación? —se preguntó la mujer. La intrigó el uso del potencial. Levantó al máximo el volumen.
En contrapunto con su compañera de cabina, el locutor seguía con sus reflexiones.
—… la pregunta es por qué ella mantuvo este secreto durante tantos años, siendo él un artista tan conocido.
—… y tan necesario para nuestros vecinos averiguar más datos sobre su nacimiento…
—Como marco para nuestra conversación, la cortina musical más apropiada: Ruta 66, por nuestro coterráneo, el mítico Alejandro Solís…
Nancy le arrancó el cable al celular y buscó el contacto del locutor, que atendió la llamada casi de inmediato.
—¿Cómo andás, Nanu? Estoy apurado porque en cinco volvemos al aire.
—Te estaba escuchando. ¿Encontraron el registro del hospital?
—No, nada que ver. Parece que alguien del pueblo tuvo una historia con Solís cuando venía a averiguar sobre la casa de sus abuelos. Y esa persona sabe cosas.
—¿Cosas?
—Esta mujer habría comentado…
—¿De quién estamos hablando? —Nancy lo cortó en seco— Solís venía por acá en los años noventa, así que tiene que ser más o menos de mi edad…
—Sí, ponele que sí, puede haber sido fines de los ochenta también. Seguí escuchando Nancy, te dejo porque tengo que entrar al aire… y ya estamos nuevamente con ustedes queridos oyentes de la mañana sanandresana…
Ella lo insultó, sabía que ya no la escuchaba, y volvió a la mesa donde estaba la radio para oírlo mejor.
—En la mañana de hoy tendremos la declaración exclusiva de una amiga que decidió hacer pública, en beneficio de todos, una etapa íntima de su pasado.
—Un hecho que todos ignorábamos —remarcó Lucía, consciente de que en el pueblo eso sonaba a milagro.
Angelito suspiró.
—Toma esta decisión para que por fin se aclare la disputa sobre el lugar de nacimiento de esta figura, que algunos atribuyen al barrio de Avellaneda y otros a nuestra localidad de San Andrés. Vamos a escuchar su testimonio al final del programa, así que estén atentos a la radio.
Nancy hizo cuentas.
—Tiene que ser la Turca Sahín o Isabel Dedoménico.
Decidió hablar con Mónica. Si había alguien en San Andrés que podía tener datos sobre los noventa, era ella. Abrió la puerta principal y vio a Toto Alterio en la vereda, con el teléfono en la mano, gesticulando. Por la esquina ya volvía su marido. Parecía estar hablando solo.
—Luis, voy hasta lo de Mónica, tengo que hacerle una consulta, ya vuelvo— le avisó mientras lo cruzaba en la puerta.
—¿No querés saber lo que me dijeron en el hotel? —adelantó él con cara de suspenso.
Ella dudó.
—Dale, pero contame rápido porque estoy apurada.
—No encontraron ningún registro del hospital. Lo que pasó es que Gabriela Zaldívar contó una historia rara, no sé, que ella lo encontró a Solís una noche…
—¿Gabriela Zaldívar, la maestra? —la zeta sonó como un silbido— ¿Esa creída?
—No es creída Gabriela… —contestó Luis.
Nancy enrojeció.
—Cuando tenía veinte años era muy linda… —contraatacó él— ¿Para qué te limpiás los pies, si estás saliendo?
Los ojos de ella relucieron como fusilazos.
—Bueno, contá …
—Parece que Solís vino varias veces a San Andrés de incógnito, para confirmar si había nacido acá. Se quedaba en el hotel de Nito y pagaba muy bien, con la condición de que no se dijese una palabra. Salían juntos a recorrer el pueblo para buscar información. Nito manejaba, Solís miraba desde el auto. A veces él se bajaba a hacer algunas preguntas a los vecinos, Solís siempre adentro del Renault. ¿Todavía andan los mates? —Luis miró hacia la cocina por la puerta entreabierta.
—Terminá de una vez que me tengo que ir…
—Bueno, parece ser que una noche mientras estaban dando vueltas, Gabriela Zaldívar pasó por la vereda. Justo Nito había bajado a comprar algo en el quiosco de Anabela. En eso la ve venir, te acordás cómo caminaba la flaca, era imposible ignorarla. También ve cómo la puerta del auto se abre y Solís baja.
—¿Pero no era que estaba de incógnito? —preguntó Nancy.
—Sí, justamente: cuando Nito lo ve bajarse, se la lleva a Anabela adentro de la casa con cualquier excusa para que no lo reconozca. Y él ya no sabe nada más…
—¿Cómo que no sabe nada más?
—No, porque cuando salió, Solís ya no estaba en el auto. Recién lo volvió a ver al día siguiente, cuando le pidió que le llevara el almuerzo a la habitación del hotel. A la tarde lo pasaron a buscar unos amigos de Buenos Aires con una camioneta. Cargó la moto atrás. Nunca volvió a San Andrés.
—¿Y Gabriela qué dice? —preguntó Nancy.
—Parece que, según ella, pasaron juntos esa noche. Y que él le contó cosas que nadie sabe sobre su origen, San Andrés y todo eso.
—Ah, bueno, pero eso es menos prueba del nacimiento que el cartel que puso el intendente en la ruta.
—¡Qué pesimista sos, Nancy!… Te merecés lo peor, mirá, te merecés que no sea cierto que Solís haya nacido acá…
El hombre desapareció, protestando, en la oscuridad fresca de la cocina.
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Mónica Castagno vivía en la casa más grande del pueblo, enfrente de la iglesia, justo en diagonal a la comuna. Abrió la puerta de roble en pantuflas para recibir a su amiga.
—¿Ya sabés? —le preguntó Nancy.
—Sí, escuché, recién pasó alguien y me contó.
Se sentaron muy cerca una de la otra en el sofá del living. Mónica le pidió a la empleada que hiciera más tostadas.
—¿Te parece que puede ser cierto todo esto, Moni?
—No, es imposible. Que yo sepa nunca se le conoció ningún novio.
—¿Darío no salió con ella en la secundaria?
—¿Darío, mi marido? ¿Estás loca? No, no. Ella quería… pero no. Nunca pasó nada.
Nancy bajó los ojos y se dedicó a acomodar con esmero los almohadones de seda gris.
—¿Los chicos ya están en la colonia?
—Sí, por suerte se van temprano y vuelven tarde. Con esto de los paros se quedaron un montón en casa este año. Mientras están acá es imposible hacer nada, solo correr detrás de ellos juntando cosas.
—Es la edad… —murmuró la amiga.
—Te voy a ser sincera, nosotros los estamos educando para que se vayan de este país de mierda.
Movió a empujones las cortinas del living y miró a través del vidrio hacia el jardín. Nancy pensó que, así, con la cara tan cerca de la ventana y ese camisón de rayas, parecía un pez cebra atrapado en su pecera. Afuera, los lapachos rosados se agitaban en un vaivén armonioso, pero Mónica parecía estar ajena a su música de hojas acariciadas o a las chicharras que rechinaban en el calor del verano. Se volvió hacia su amiga y la apuró.
—Si seguimos charlando nos vamos a perder el reportaje.
Se incorporaron sobresaltadas y fueron hacia la notebook, abierta desde hacía rato en la página de la FM102 en vivo. Llegaron casi a tiempo, el locutor ya había presentado a la invitada, pero la entrevista recién comenzaba.
—Contanos, Gabriela, ¿por qué decidiste revelar esta historia?
La respuesta de la maestra sorprendió por lo elemental:
—Estábamos en la fiesta de cumpleaños de Valeria Peña, tomé algunos tragos y hablé de más.
—Pero después confirmaste que ese romance fue un hecho…
—No se lo puede llamar romance —corrigió la mujer. —Nos vimos una noche.
Angelito batallaba por realzar la relación.
—Sin embargo, por lo que contaste, la cosa no fue tan fugaz. ¿Es verdad que lo conociste de casualidad?
—Sí. Lo reconocí enseguida. Me paré a charlar y me pidió que lo acompañase hasta el hotel a buscar su moto.
— ¿Se fueron juntos?
Ella asintió con la cabeza.
—Hasta Loma Azul.
A una cuadra de allí, Nancy y Mónica se la imaginaron en el asiento trasero de la moto de Solís, mientras atravesaban la penumbra de la ruta 94. Las tostadas se enfriaban sobre el plato.
—Vos te darás cuenta, Gabriela, de que tu testimonio sobre la charla de esa noche es central para la comunidad de San Andrés… —se empecinó Angelito.
—Sí, pero no sé si puedo aportar mucho.
—Podés… —la alentó el locutor—. Y agregó: —Tranquila, no te vamos a preguntar detalles.
Gabriela extendió el brazo y golpeó el micrófono, que chilló con una impronta siniestra.
—Lo único que nos interesa saber es si algo puede certificar…
—Algunas cosas sobre su pasado me contó— lo interrumpió ella, haciendo un esfuerzo—. Me dijo que sus abuelos habían vivido un tiempo acá, que sus padres se casaron muy jóvenes y que por esa época viajaron mucho. Su mamá volvió embarazada a la casa familiar para que la ayudaran con el parto. Él mismo tenía recuerdos muy vagos de San Andrés, de un patio con árboles y una hamaca.
Angelito frunció la nariz. Todas las casas de la provincia tenían patios así.
—Parece que en el Registro Civil lo anotaron más tarde, cuando ya estaban en Avellaneda y solo volvían a San Andrés de visita. Me contó que mandó hacer averiguaciones en el hospital y en el juzgado, pero estaba desanimado porque nunca encontró nada.
—Pero esa noche vos lo consolaste —el comentario malicioso de Lucía Sbaraglia sonó a resentimiento. Gabriela siguió inmutable.
—Le comenté lo que pensaba, que el asunto de los papeles no me parecía tan importante. Después de todas las molestias que se había tomado por averiguar, estaba claro que su deseo lo ataba al pueblo, y eso era lo único que contaba. También la cité a Chavela Vargas, le dije que “los sanandresanos nacemos donde nos da la rechingada gana”.
En el Hotel Cristal, Nito acercó el oído a la radio, con los ojos fijos en la borra del café con leche.
—Uno es lo que es capaz de sentir —remató la rubia.
El silencio gravitó en la única cabina de la FM 102.
—Volvimos cuando estaba amaneciendo. Hacía frío esa mañana, me prestó su campera. A mitad del camino nos paramos a ver los flamencos rosados en la Laguna de Rocha. Cuando llegamos al cruce me dijo que esta ruta se parecía mucho a la 66 y que yo andaría bien. No nos volvimos a ver.
—¿Habrá que seguir buscando en los archivos, entonces? —Angelito parecía decepcionado.
Gabriela le sonrió. Se incorporó en su butaca, esta vez sin ruido. Mientras el locutor la despedía, lo palmeó suavemente en la espalda y cerró la puerta de vidrio con cuidado.
Cuando salió de la radio vio, justo del otro lado de la plaza, a Mónica mirándola por la ventana con ojos apagados y a Nancy caminando abstraída hacia su casa. Las saludó con una mano en alto. Avanzó despacio por la Avenida Lugones, bajo la sombra de los palos borrachos reventados de blanco, mientras a lo lejos la reja celeste de la escuela se iba delineando, cada vez más nítida. Se imaginó el sonido del timbre y a sus alumnos parados en la puerta del salón, listos para entrar a clase. En invierno les enseñaba matemática y música, en verano los extrañaba. Al menos los veía un rato en el taller de natación, en la colonia del Club Brown. Si una cosa le había reprochado a la vida era la falta de hijos. —Pero la escuela me compensó bastante — se animó. Pensó en sus chicos, en la riqueza que les pertenecía: el pastizal salvaje, la infancia dulce entre los cañaverales y los charcos. Mientras caminaba, no se cruzó con nadie. Más allá, detrás del cementerio, la llanura se tendía como una invitación.

Silvina Pessino Nacida circunstancialmente en Venado Tuerto, Argentina, vivió hasta los dieciocho años en el pueblo cercano de Santa Isabel, de donde proviene su familia. Desde 1983 reside en Rosario. Es bioquímica graduada en la FCByF UNR, profesora titular de Química Orgánica en la FCA UNR e investigadora principal del IICAR-CONICET-UNR, donde dirige el grupo de desarrollo reproductivo de plantas. Publicó más de 60 trabajos científicos internacionales derivados de su investigación. Es autora de cuatro libros de literatura infantil (la trilogía Guardianes de Rosario y La Noche de las Arañas) y una biografía del gran matemático italiano Beppo Levi.

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