Ya es la tercera vez que veo a la chica de campera amarilla sentada en el metro. Apoya la punta de los pies en el suelo porque no llega con la planta entera y sus tobillos chocan livianos en el aire como un tiki-taka. Lee algo.
París me da la sensación de que la vida transcurre en una película de Pixar. Ya van ocho meses desde que llegué a esta ciudad guiado por la juventud, “porque si no es ahora, ¿cuándo?”
Me acompañaron varios a tomar el avión
Me acompañaron desde el pueblo hasta Buenos Aires
Me acompañaron los González y los Capdevila
Me acompañaron mis papás y hermanos
que me vieron tembloroso
armar una valija.
Cuando llegamos a Buenos Aires nos entraron las bocinas de los autos por los oídos, la publicidad de las calles por los ojos y el calor del pavimento por la piel.
En el aeropuerto me abracé con todos. A veces preferiría no irme a ninguna parte. Una vez leí que partir, es siempre partirse en dos.
***
Un señor de unos 65 años ve por la ventana del metro. Tiene una mirada perdida, como la de un niño recién despierto que desayuna para ir al colegio mirando a un punto fijo.
La chica de la campera amarilla tiene puestos unos minis auriculares, recién me doy cuenta porque se llevó el pelo detrás de la oreja. También tiene tres aritos.
¿Escuchará música instrumental? Si escucha música en la que alguien canta, tiene todo mi respeto. Es decir, considero que no perder la concentración en el texto mientras alguien habla es un superpoder, un superpoder de persona común. Como la mujer que está sentada enfrente mío, ya la he visto varias veces, puede dormirse ni bien arranca el recorrido y despertarse cuando llega a su estación sin ningún tipo de pudor al hilo de baba que le cuelga de la boca. En tres minutos se lo limpiará, descenderá del metro y seguirá su camino.
En cuanto a mí, también tengo un superpoder: siempre, no importa bajo qué circunstancia, consigo lugar para sentarme en el metro.
***
Cuando mis hermanos y yo no estábamos ni en planes de nuestros padres, mi papá y su hermano construyeron una bodega subterránea en el patio de casa siguiendo las indicaciones de su abuelo. Este decía que para guardar los vinos de la mejor manera tenían que conservarse en un ambiente oscuro y sin ruido. Papá siempre dijo que el viejo era un charlatán, pero que de vinos sabía y mucho.
Entonces, cuando llegué al mundo, en casa ya había una tradición: cada vez que recibíamos una buena noticia, descorchábamos un vino.
Ganó Argentina, pum, descorche
Mamá está embarazada, pum, descorche
La hermana mayor es abanderada, pum, descorche.
La cosecha de este año superó a la del año anterior, pum, descorche.
Al hermano del medio le aprueban la visa para irse a Europa,
pum,
descorche.
Mi rol en ese despliegue era bajar y elegir el vino. Antes ir al subsuelo implicaba una fiesta, hoy implica transportarme de mi casa al trabajo y del trabajo a mi casa.
***
Es la última parada. Todos salen juntos, pero nadie se va acompañado. El metro queda vacío, es muy largo, no llego a ver el final. La chica de la campera amarilla camina mirando al cielo con las manos en los bolsillos hasta perderse entre las calles.
Quizás algún día le pregunte qué lee o qué escucha, quizás ella hasta me responda de buena gana.
Y quizás, en ese momento, París sea una fiesta.
Nació en Venado Tuerto en 1994, donde se lo conoce más por ser el hijo de su padre y su madre que por su propio nombre.
Desde el 2012 vive en Rosario, donde se le pegó decir “ahí va” en medio de cada frase.
Tuvo dos programas de radio donde fue conductor y productor. Hace cinco años que promete hacer un podcast. Actualmente es adscripto en una cátedra de la facultad.
Entre sus logros se destacan recibirse de comunicador social, decir: “cucharita cucaracha chacarera” rápido y sin trabarse y hacerle probar el amargo obrero a la gente paqueta de Mar del Plata.
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