inimitables / martín kohan

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Me fascinan los imitadores radiales, me deslumbra su perfección. Pienso ahora en Ariel Tarico en Rivadavia, pienso también en Pato Muzzio en La Red; pero sé que hay varios otros. Pienso en el género como tal. Me interesa en especial la versión radial de las imitaciones, la que pone en juego solamente la voz, más que las versiones que involucran además la apariencia física y la gestualidad, por logradas que resulten, como lo hacen por caso Martín Bossi o Fátima Flórez. Prefiero la voz, la sola voz, su manifestación por así decir absoluta, cobrando otra intensidad, alcanzando otro tipo de sugestión.

            Hay una variante de imitación imperfecta, involuntariamente brechtiana, en la que el representante no desaparece del todo en eso que representa. Ocurría por ejemplo en “Las mil y una de Sapag”: uno no veía a Menotti o a Tita Merello sin dejar de ver a Sapag. Habría que decir incluso que uno veía ante todo a Mario Sapag. En las perfectas versiones radiales de Tarico o de Muzzio, en cambio, eso no pasa para nada; la mimetización es completa, es exacta, es plena, es rotunda.

            Se verifica así esa premisa, tan del postestructuralismo, de que el sujeto no preceda al discurso ni lo funde, sino que se vea constituido en él, que se vea constituido por él. Eso son, en cierto modo, Alberto Fernández, Cristina Fernández o Mauricio Macri, eso son Javier Milei o Lilita Carrió, eso son Víctor Hugo Morales o Bonelli, eso son Riquelme, Palermo o Messi, bajo las respectivas imitaciones radiales: son efectos de discurso, figuras que emanan de las palabras mismas.

            Se trata, claro, de ficciones. Que producen, como ficciones, ciertos efectos de verdad. Son ficciones y no verdad, es decir, ni verdad ni mentira, pero es por eso mismo que producen los efectos de verdad que producen. Y los producen, llamativamente, no ya sobre aquellos que puedan estar escuchando la radio en sus casas o en sus autos, en la portátil o en el smartphone, sino sobre aquellos que están en el estudio, cara a cara con el imitador. Le contestan, le discuten, le replican, como si estuviesen hablando con la persona real. Y eso porque los imitadores reproducen con exactitud no solamente las voces, los tonos, los tics, los énfasis de sus imitados, sino también sus ideas, sus visiones de las cosas, sus maneras de exponer o argumentar, sus ideologías, sus tesituras. Y cuando esas posturas son las opuestas a las de los periodistas que están en el estudio, sean ellos Viale, Morando o Majul, ocurre que no pueden sustraerse, que no pueden dejar de reaccionar, de responder, de enardecerse, de refutar. Las personas no están ahí, pero sus ideas sí, y ante esas ideas se sulfuran y se lanzan a discutir.

            Lo llamativo no es que discutan con personas que no están, como si estuvieran. Lo llamativo es que habitualmente pierden esas discusiones. Y eso porque los planteos de los imitados, aun en el remedo paródico a cargo de sus imitadores, suelen resultar más consistentes, más razonables, más convincentes que los airados alegatos con los que intentan contrarrestarlos.


Martín Kohan, escritor. Anda dando vuelta tanto gil que se publicita escritor. Y Martín Kohan, tres libros de ensayo, tres de cuentos, diez novelas dice que en un sentido estricto nunca descubrió haberlo sido. Que su relación siempre fue con el escribir y no con el ser escritor, que para él eso nunca representó una ambición o un deseo.

Egresado del Colegio Nacional de Buenos Aires. Enseña teoría literaria en la Universidad de Buenos Aires y en la Universidad de la Patagonia. Cree que por haber elegido la literatura resignó un aprendizaje, integración, sociabilidad, disfrutes compartidos. Al estar tanto tiempo solo, leyendo o escribiendo, dejó que discretos pasaran por un costado.

Entre sus tantos libros se encuentran El informe, Los cautivos, Dos veces junio, Ciencias morales, Bahía Blanca y el último, de cuentos, Cuerpo a tierra.

En la infancia tuvo una perra: Yenny. En la adultez, un gato: Dumas. Kohan prefiere la ropa de Adidas, es fanático de Boca como su hijo Agustín y al acostarse, antes de quedarse dormido, implora que no lo atraviese el insomnio.

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