LA PALABRA JUSTA

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“Estamos perdidos cuando no hay objeto de deseo, y nos perdemos cuando sí lo hay”. Adam Phillips, citado por Anne Dufourmantelle en Elogio del riesgo.

La tela del engaño

Muchas personas que llegan a la consulta se detienen y se enredan en una idea de justicia que nunca los alcanza. Describen su indignación ante lo “injusto”, y se dirigen a quien los escucha como esperando una confirmación de la razón que los asiste y a la que apelan. Pero ¿cómo explicar que un análisis no está para establecer qué es lo justo y qué no, y que el analista no es un jurado ni apela a leyes escritas en algún manual de la vida o la psicología para apalancar el proceso de la cura? Si un analista se arrogara ese lugar –el de un juez– caerá en una trampa de la que le será muy difícil salir, y eyectará a su consultante antes de que éste siquiera tenga tiempo de desplegar unos centímetros más de la tela de su engaño.
El problema con “lo justo” en análisis es preciso: hay tanta justicia como las palabras lo pueden ser con la significación: en verdad, de lo más injusto del mundo. Y lo es en el sentido de que jamás “cae” –la significación– en una “palabra justa”, siempre hay un desajuste, un desvío, una dislocación. Tal vez la locura sea, en cada caso, el modo en que las significaciones se “sueltan”, a veces hasta de la ilusión de estar amarradas a “su” palabra correspondiente.
Por lo tanto, cuando alguien habla de injusticia en una consulta, está situando su angustia frente a la locura, y el analista, enfrentado a esa proximidad del “disloque” no puede correr a poner las cosas en su lugar, no puede actuar “con justicia”, pero sí con precisión, y tal vez esto que escribo no sea justo, pero sí preciso.
Un análisis sucede con palabras, lo cual implica “arrojarse” a lo injusto de la lengua y de la comunicación, al equívoco, la malinterpretación, la forma indómita en que el objeto se escabulle entre las significaciones sin ser ninguna de ellas más que parcialmente. Vamos desde el individuo que cree poder ser “uno” y auténticamente “sí mismo” hacia el sujeto dividido, en un movimiento cuya precisión hace reconocer la crueldad con que la vida logra hacerse de un
lugar o no: indiferente al destino del individuo y sus ilusiones de autonomía absoluta. Desde el islote del superviviente hacia la colectividad del lenguaje, se mueve el análisis. Es un movimiento en tensión, de avances y retrocesos, pero que se sostiene desde un punto vacío de significación, ausente de todo debate por la justicia. Solamente está presidido por necesidades lógicas que el propio dispositivo requiere: alguien que hable, que tenga energía para hacerlo, es decir, que tenga salud y posibilidades de asistir a la consulta. Si eso está atado, como obviamente lo está, a cierta concepción de justicia social, va de suyo, pero está
desprendido por completo de toda posición personal del analista respecto de la ideología.
No hay causa de lo justo en el lenguaje, a menos que el silencio impere como una tumba, antes de que una (palabra) lo traicione y eso constituya su mayor injusticia. Pretender dar la comunicación “justa” hará que se prefiera no hablar, o construir una ciencia que anticipe y manipule las significaciones. Al contrario, en análisis, el individuo habla como un derrotado (para “lo justo”) aceptando que, en el despliegue simbólico, la lengua finalmente le otorgue algún triunfo, el del sujeto.

La violencia de la comunicación

“Comunicar” puede ser muchas cosas, pero el que comunica debe saber que lo suyo es convertir la lógica de la significación en un aparato de control. Se lo ve en la arena de disputa partidaria, sobre todo cuando se culpa a la “mala comunicación” los desvanecimientos políticos, con el fin del remanido “control de daños”. La materia del analista no es el mensaje, sino la lectura cuya resonancia de sentido es devuelta por completo al emisor. El campo de la
significación es del analizante. Por eso, el intérprete siempre será él, no el analista; éste, en el mejor de los casos, cuando se convierte en tal, lo es en el instante en que solo lee.
De este modo, el lugar del analista jamás se ofrecerá a ser juzgado. El analizante viene y pregunta, a modo de afirmación: ¿es justo? El analista sabe que eso no es una invocación a un juez. El analizante también “sabe” que no se trata de juzgar. ¿Por qué? Porque eso lo arrojaría al punto del que quiere salirse, a la violencia de la que probablemente viene. La manera extrema de que alguien “entienda” exactamente lo que el amo de la significación pretende, es
mediante la violencia –o “las violencias”– por eso la comunicación más “lograda”, la que hace “entender”, se lo ve en los modos reiterativos con que algunos padres creen que “los límites” tienen que ver con la imposición de órdenes a sus hijos, estilo militar, dejando para el niño la impresión de que ser adulto es finalmente quedar libre de toda sujeción: “vos tenés que entender esto que te digo, y se acabó, y si no lo querés entender, tomá, acá tenés, para que lo entiendas, ¿entendiste?”. Colóquese en el “tomá, acá tenés” lo que usted quiera. De esto no está exento el analista, por supuesto, y tal vez sea esa su mayor amenaza: tentarse con “comunicar”, reduciendo el deseo del analizante a una pura y simple demanda del síntoma: el sentido. En la medida en que el analista quede atrapado en la lógica del comunicador, el análisis se irá poniendo tenso, atravesado de una fina violencia profesional, y hasta rivalizará por la hegemonía de ese campo con el analizante, ayudando de este modo a deslizar al precipicio la dimensión de la cura.

Fantasmas y reaparecidos
A priori, no se entiende, o no se “sabe” nada, y desde ese lugar cesa la guerra comunicacional, y la disputa por el “relato”, o por la significación. El analista inaugura una posición, un lugar simbólico (y real) en donde lo que resuena es el vacío dentro del cual retumban las pretensiones del amo. Ese “no entiendo nada” es el principio lógico por el que se inicia una pacificación esencial para el analizante: salir del relato en el que se siente atrapado, peleando una guerra ajena, que siente que lo enreda, y lo envuelve, como en una lucha constante por la supervivencia. Deja de estar en alerta, porque el analista se sustrae de ser “uno más” que pretende significarlo, a él y a su vida, en ese mismo lugar en el que ha sido demandado por el fantasma para “ser y estar en el mundo”. Ha creído que esa es la única manera de existir y que no hay otra, enmarañado en los emblemas y las significaciones del Otro que lo ha cobijado de entrada, a través de los padres, por ejemplo. La lógica edípica es el corralito en el que solo se da vueltas y vueltas de interpretación, sin salida, y el analista puede caer allí, engolosinado con el caramelito de la “intervención magistral” por la que ha trabajado angustiosamente hasta el cansancio.
Se interpreta incesantemente a nivel del Edipo, pero se lee más allá de “lo justo”, (lo que reclama el sujeto a nivel del Edipo, sobre todo en relación a “la hermandad”, en el más amplio sentido del término) ¿Cómo aprender a vivir sin consuelos?
Por eso el analista no es “justo”, aunque sí puede ser “preciso” cuando lo que lee en lo que se dice roza la corporeidad libidinal, desaparecida en la cadena de montaje capitalista, haciéndola aparecer en ese acto. La tarea del analista tiende a producir “reaparecidos”, no fantasmas (podríamos decir que un fantasma es una respuesta, en cambio un reaparecido es una pregunta). Abre futuros.
Tal aparición del sujeto –efecto OVNI– lo desgaja de la identificación a la que se adhiere y en la que se desvanece, y hace reaparecer un cuerpo que llega al análisis exhausto de una travesía de “súper acción”, sin descanso y sin novedad, sin acto y sin riesgo. El “OVNI” no es un objeto comunicacional, no es programable. Allí asoma una nueva lengua que el sujeto no sabía que podía hablar, probablemente una lengua amorosa reprimida, pero no muerta: la lengua de la infancia. Algunas veces en los sueños eso sucede.

Poema
El poema es una novedad de la lengua, cada vez. Como tal, no se asimila a ninguna significación previa, ni a ninguna lógica identificatoria. Como en el campo del arte, no existe ni se dirime allí ningún concepto de justicia, al contrario, asume lo injusto de vivir en su más pleno sentido: del mismo modo que el amor no se explica. Tal vez el psicoanálisis sea un poema, una de las más vivas resistencias de la lengua de los últimos dos siglos. Es una afirmación fuerte, pero avalada en cada texto que da testimonio de momentos como el de la famosa caricia de Lacan a Suszan Hommel, la paciente con la que Lacan transformó el término “gestapo” en “gest a peau”(caricia) sin decir palabra, solo acercándose a ella para acariciarle la mejilla tiernamente. El gesto de Lacan es la más pura demostración de lo injusto de la significación, pero por eso mismo, de lo preciso que resulta como reparación y alivio del sufrimiento, y el cuerpo que allí mismo reaparece. También nos muestra que no hay manera de desentender el psicoanálisis del poema.
Tal vez el psicoanálisis en acto sea eso: la declamación sin épica de una libertad que el poema acaba de inventar.

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