Según parece nos encontramos, y no diré que de repente, en una sociedad de prontuarios. Tal vez fuera de esperar, porque una cierta inclinación policial, un fervor vocacional de vigilancia y denuncias, se venía generalizando últimamente entre nosotros. Luego resulta que cada quien posee, no un pasado o una historia, tampoco eso que da en llamarse archivo, sino más bien un prontuario. Un catálogo de faltas sin prescripción ni eximición. ¿Y si esa “cultura de la cancelación” alcanzara por fin su grado más absoluto de implacable exhaustividad, consumando su evidente afán de control total, sin agujeros ni resquicios? ¿Alguien acaso quedaría exento: nunca un chistecito torcido, nunca una risita indebida? Imaginemos eventualmente que no, que nadie quedara exento. ¡Sería fabuloso! ¡Todos cancelados! ¡Todos, todos, todos! Todos cancelados, conminados a callar. Para poder, a partir de ahí, poquito a poco, ir volviendo a la palabra, ir retomando el decir, ya sin tantos tribunales de la Santa Inquisición pululando acá y allá, sin el agobio de las intimidaciones al uso.
A la vez, no digo que no, hay un problema, y nada menor, con la instigación a la discriminación en cualquiera de sus formas: el racismo, la xenofobia, la homofobia, o la que sea. Y no por una cuestión de corrección política, que no lleva más que al banal cuidado de formas, sino porque esas oscuras costumbres del odio tienen efectos en la realidad social; mucha gente que, hostigada, la pasa realmente mal. ¿Cómo conciliar, entonces, la resistencia por convicción a la lógica prontuarial con un rechazo necesariamente inflexible del ominoso acecho de los más diversos fascismos? ¿Cómo se resuelve este dilema? Yo no lo sé. Habría que consultar a los que suelen burlarse de la expresión “es más complejo”, es decir, a los que creen que todas las cosas son simples. Para mí hay cosas que son complejas. Y diría que esta es una de ellas.
En cualquier caso, el deschave prontuarial que se precipitó como un furor gozoso de intercambio de venganzas o ajusticiamientos (exhumación a mansalva de exabruptos o indecencias proferidas alguna vez) permitió iluminar un aspecto no siempre considerado en el empleo de las redes sociales. Muchos tienen la sensación de estar ocupando ahí un espacio personal. Las palabras dispuestas para eso surten su efecto con una eficacia notable (“amistad”, “me gusta”, etc.): la cosa parece privada. Pero no: es pública. Parece hasta tal punto privada, que a muchos se les pasa por alto que lo que escriben por ejemplo en Twitter (a menos que pongan candado) lo están publicando de hecho y puede ser leído por cualquiera, como ocurre con cualquier publicación. Llegó a darse el caso inaudito de quienes se consideraron “stalkeados” (es decir, espiados) en Twitter, que es como si un periodista dijera que le stalkearon el artículo que apareció en un diario o un escritor dijera que le stalkearon la novela que fue editada en un libro. Se dice de alguien, como reprobación, que “se busca” en las redes, pero no que se busca en los suplementos culturales, por ejemplo, a ver qué dicen del libro que escribió, o en las revistas de cine, a ver qué dicen de la película que filmó, etc., etc., etc. No deja de pretenderse que se trata de un espacio reservado, un espacio restringido o incluso un espacio privado; cuando en verdad no lo es. Con cualquier Facebook se entra a leer en Facebook, y aun sin Twitter se puede entrar a leer en Twitter. Es público. Pero en el engañoso clima de confianza del grupo cerrado de amigos, o en la alborotada precipitación de quien quiere sumar seguidores (variación actual del cómo ganar amigos —o enemigos, lo misma da— de Dale Carnegie), se ejercita el humor negro (cuando se trata de humor) o se profieren aberraciones (cuando se trata de cretinos dispuestos a la discriminación). Es falsa la sensación de que sea preciso hurgar, inmiscuirse, sonsacar, escrutar, invadir: se trata de textos públicos. Es el espacio de lo público lo que se ha visto transformado, transformando en consecuencia la esfera de la privacidad. Eso que el lector de un diario remite desde su teléfono personal a la sección de los comentarios es publicado al instante en ese mismo diario. Aportes tales como “un negro menos”, “ojalá te violen”, “sorete malparido” y otras elaboraciones de esa índole, se publican sin problema en las ediciones virtuales de los diarios del país, aunque no en sus ediciones de papel (diferencia de criterio que no alcanzo a comprender).
Ese puntual estado de cosas, esa evidente accesibilidad general, albergaba una promesa de apertura y democratización. Promesa menos cumplida que defraudada, según parece; pero acaso todavía vigente.
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