
Habíamos tenido sesión una semana atrás y programado la próxima. En mi agenda estaba escrito su nombre el día miércoles a las 16 hs. Durante el último tiempo, ser constante implicaba para ella un gran esfuerzo y como otras veces, había prometido no olvidarse, priorizar la terapia que tan bien le hacía, que tanto necesitaba. Hacía más de un año que había dejado de ir a las reuniones de Alcohólicos Anónimos, y hacía algunos meses que había vuelto a tomar.
Ese domingo a la noche, recibí un mensaje que no abrí hasta el lunes por la mañana. “Me avisó la psiquiatra de Gabriela que encontraron muerta a Sara”. La noticia me paralizó. “Encontraron muerta”, había otras maneras de decirlo, aunque probablemente todas hubieran sido igual de dolorosas, igual de punzantes.
Sara fue mi paciente casi tres años, durante los cuales atravesó situaciones difíciles, cambios, procesos. Logró divorciarse de un marido violento, mejorar la relación con su hija, contenerla y acompañarla al punto de que ésta pueda dejar de cortarse cada vez que en la casa había problemas. Tiempo después, conoció a otro tipo que tras idas y vueltas quedó atrás, y finalmente a otro por el cuál sentía “lo que nunca antes había sentido”. Decía que eso debía ser el amor, estar con alguien que te cuida, que te ayuda, que no te juzga. Alguien que te escucha cuando le hablas de vos, alguien que no te obliga a tener sexo cuando le decís que no, que por favor no insista, que no te sentís bien. Alguien a quién no le da lo mismo tu desgano.
El día de la noticia no dejé de pensar en Sara. Todavía no sabía qué le había pasado y además de tristeza, sentía miedo. Miedo de que haya sido algo evitable, alguna señal que no ví, un mensaje entre líneas que no supe leer. Por la tarde recibo un mensaje de su hija: “Quería comunicarte que mi mamá falleció ayer; sé que ella estaba muy contenta con vos como terapeuta aunque las últimas veces no haya ido muy seguido, así que me pareció lo más adecuado avisarte”. Ese mensaje me descoloca. Pienso qué decirle, desde qué lugar responderle. Finalmente le ofrezco que hablemos, que, si lo necesita, cuente conmigo.
Las últimas semanas, que ya se transformaban en meses, Sara no sólo estaba distanciada de la terapia sino también de su hija, y eso la afligía mucho. Decía no saber cómo acercarse a ella. Sentía que le volvía a fallar, que volvía a ser esa persona que tanto había luchado por dejar de ser. En nuestra última sesión me contó que al día siguiente iban a almorzar juntas, quería volver a sentirla cerca.
Pero al final no sé cuánto sabe Gabriela de todo esto. No sé con qué sensación se va a quedar respecto a su mamá y el vínculo con ella. Siento que quizás haya algo más por decir, algo cómo “tu mamá te quería, pensaba todo el tiempo en vos, en cómo hacer las cosas bien”. También siento que, si ella mencionó lo que pensaba Sara de mí como terapeuta, quizás pueda decirle lo que pensaba de ella como hija, “estaba orgullosa de vos, de cómo habías crecido, de lo que estabas logrando”.
Pero al final no responde, quizás no sea el momento, tal vez más adelante. Y siento un vacío.
Algo similar sentí un año atrás, cuando Graciela, una paciente de casi sesenta años que atendía hacía un tiempo, se ausentó sin avisar a una sesión. A los días recibí un mensaje de su número, pero escrito por su hija. Decía que su mamá había tenido un ACV. Me agradecía por haberla acompañado, por haberla escuchado, por haberle ofrecido un lugar en el cual sentirse bien.
Graciela una vez trajo a sesión, además de su angustia, su inseguridad y sus interrogantes, una porción de pasta frola hecha por ella. Sabía que los lunes atendía en el consultorio de Ramos un paciente atrás de otro, y a veces en su horario me preparaba un café, que dependiendo la intensidad de la sesión tomaba mientras la atendía o dejaba enfriar para recalentar después. Ese día me dijo que no le molestaba si comía la pasta frola mientras tanto, y yo le dí unos mordiscos, le dije que estaba rica y le volví a agradecer.
Un verano, cuando se fue de vacaciones, recibí una foto suya en malla. Habíamos estado hablando mucho del tema, de que se sentía gorda, vieja, fea. De que se quería tapar, pero también quería poder meterse al agua. “Gracias a vos me animé”, escribió. En la imagen se la veía sentada en una reposera, con el mar de fondo, luciendo una enteriza negra con hebillas doradas que le quedaba hermosa, un sombrero y una sonrisa sin complejos. Guardo en mi mente esa foto, y esa sonrisa hace que el mensaje de la hija me duela un poco más.
Esa fue la primera vez que recibí una noticia asíy resultó algo inédito. Otra de las cosas que la facultad no explica. Era sábado a la tarde e intenté salir a caminar, leer, ordenar, pero no podía pensar en otra cosa. Pensaba que tal vez no pudo aguantar más a ese viejo abusivo que tenía como marido. En épocas normales se llenaba de actividades para no estar en la casa, pero en horarios determinados tenía que estar ahí. Para hacerle la comida, para darle algún remedio, o simplemente para ser el blanco de sus insultos o burlas, “mirate lo que sos, no sabes nada”, “callate la boca sos una boluda”. Y de golpe estar en cuarentena todo el día encerrada con él… quizás no lo aguantó. Si se hubiera podido ir, con su hermana, con alguna de sus hijas, al menos por un tiempo. Cómo saber si lo que pasó se hubiera podido evitar.
Me tomo un ibuprofeno, se me parte la cabeza. Hablo con Paula, mi amiga de la facultad, le cuento cómo me siento. Le digo que no me puedo sacar el tema de la cabeza. Me responde que me quede tranquila, que el ACV lo tuvo ella, que mi cabeza está bien. Valoro su interpretación, pero en ese momento no me alcanza.
¿Qué hacer cuando muere un paciente? ¿Cómo se recibe esa noticia? ¿Se teoriza, se escribe?¿Se ocupa así nomás el turno libre que queda en la agenda? Pienso mucho en esos últimos mensajes. Esos mensajes que de un modo tan injusto como inevitable, sellan un tiempo de terapia y no hay después, no hay seguimos la semana que viene. Esos mensajes que tal vez intentan devolver algo, algo como un gracias, que a veces se dice, pero otras veces queda sin decir.
Eliana Tornatore es Licenciada en psicología por la Universidad de Buenos Aires. Psicoanalista. Formación en género, diversidad y discapacidad. Desempeño en el ámbito educativo en inclusión escolar, coordinación de proyectos pedagógicos y capacitaciones.

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