Hasta cuándo dura la infancia? | Vivian Palmbaum

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 Atravesar la ciudad para llegar al conurbano bonaerense es un desafío que a veces parece interminable. El viaje en transporte público tiene la virtud de entregar postales que de otro modo son imperceptibles. Es un sábado de mañana y el diminuto arbolito en la parada del colectivo no puede evitar un sol que empieza a apretar. La frecuencia del transporte pone en evidencia que se parece bastante a un feriado, pero la espera también tiene sus encantos.  A mi lado unos niños juegan —veo veo ¿qué ves?… color transparente… uy, que difícil—. La epidemia virtual aún no ha borrado algunos juegos.  Mirar para ver parece que convoca a esas infancias ávidas de aprehender este mundo que les rodea. 

El sábado ingles era otra cosa, un logro de los trabajadores británicos que llegó a nuestro país en 1932 con el gobierno de Agustín P. Justo y legislaba el descanso después del medio día del sábado; antes nuestra ley laboral de 1905 solo constaba de un artículo que decía: “se prohibirá el trabajo en el día domingo”, en acuerdo con la Iglesia que veía con beneplácito la recuperación del “Dominus Dei” (Día del Señor). Esta legislación establecía el doble pago para cada hora trabajada después de las 13 hs y su derogación fue disparadora del “Cordobazo” en 1969.

Parece que estamos condenadxs a una mirada de la que no podemos sustraernos, que nos ha capturado en una especie de hipnosis social, donde lo común aparece como la suma de las individualidades.  Escenas que se suceden como en una rueda mágica y misteriosa que se juega en esa especie de continuidad de un código de consumo que nos provee satisfacción.  Mirar oculta la cara de la moneda que es el ver. La subjetivación de esa mirada que aparece cautivada en objetos, que intentan ocultar cualquier falta, que parecen proveer una especie de esencialismo que nos completa, pero que sin embargo nos abastece de las más eternas frustraciones, y nos hace sentir como si fuéramos sedientos en el desierto, porque nada parece suficiente; una calesita donde la sortija se vuelve inalcanzable o ya se ha sustraído, dejando afectado algo del deseo. Una economía del goce que atraviesa los cuerpos donde se produce la captura de las variantes incontables de ese consumo hasta la enfermedad.

El cuerpo se anuda a la lengua, así nos lo hace saber el psicoanálisis. Ansiedades, angustias, adicciones, depresiones, tristezas varias, son algunos de los dialectos para esta lengua neoliberal donde el amor como don ha sido expulsado. Se trata de esa ausencia de amor que este sistema ha efectuado en el vaciamiento de lo social y que ha sustituido por una gramática moral que vuelve un poco tristes las pasiones. Asistimos cotidianamente a la exacerbación de ese discurso donde el odio y el consumo son consustanciales a la degradación de las relaciones humanas. El otro se transforma en alguien útil, consumible y a quien podemos agredir; los ejemplos sobran. 

Si el capital atrapa el sueño de las personas, Freud descubrió ese saber no sabido que se aloja en los sueños, los actos fallidos y la psicopatología de la vida cotidiana.   Develó que el camino de las buenas intenciones y los buenos deseos están habitados por la pulsión de muerte y nos mostró que las relaciones con el semejante están habitadas por deseos oscuros que es preciso develar para ir encontrando respuestas.

Es el lenguaje donde el sujeto tiene su origen, una experiencia cotidiana donde se organiza lo singular como efecto de la cultura en la que habita y de una historia que lo excede. Es allí donde el lenguaje tiene posibilidad de albergar el malentendido como posibilidad de dialogar con el otro. Pero la época nos interroga sobre una lengua neo-liberal, que se muestra como un dialecto, algo así como un tono monocorde sin matices, homogeneizado. Lengua autista, solitaria, padeciente, que no puede hacer con el otro y así muestra su gran debilidad. Giorgio Agamben situaba que la in-fancia no es independiente del lenguaje y hacía a un lado la cronología para mostrar que el lenguaje es el origen de la infancia.

La lengua nos trae la tierra, como una memoria que flota en las palabras, casi de manera imperceptible, como el murmullo del agua en la piedra. ¿De que deseamos los analistas curar al paciente? Lo primero que nos señala Lacan, en el Seminario La Ética: “curar de las ilusiones que retienen al paciente en la vía de su deseo”. En tiempos hostiles donde los discursos de la crueldad son la voz oficial, recordamos la propuesta del psicoanalista José Slimobich: “Hagamos ética en épocas de tanta violencia”.   

Vivian Palmbaum es Psicoanalista, miembro de la Escuela Abierta de Psicoanálisis y del proyecto Propuesta Tatu

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