
Toda foto, de por sí, detenta en cierta forma una doble condición: participa a un mismo tiempo de algo que se perdió o se pierde y de algo que pese a todo se retiene. Esa huella que es la foto testimonia lo perdido y a la vez lo contrarresta en parte, para que no se pierda del todo. ¿Qué pasa, sin embargo, cuando es la propia foto lo que por alguna razón se perdió? ¿Qué pasa cuando se la extravió o se la desechó? ¿Y qué pasa cuando se la encuentra (pero se le encuentra como lo que ya más estrictamente es: un objeto perdido) tirada en la calle, descartada en un montón de basura entre restos de otras cosas, ella misma resto de un todo que se desconoce?
Las fotos de Inés Ulanovsky se compone de esa forma: con fotos encontradas por azar (el procedimiento del objet trouvé, sólo que lo trouvé es cada vez una foto) y con textos que ni los ilustran ni se hacen ilustrar por ellas, que proponen tanto mejor un juego de evocación y resonancias entre el plano de lo contemplado y el plano de lo dicho y leído. Cada foto detenta entonces ese doble carácter que señaló alguna vez Roland Barthes: captura de un instante y certificación de una presencia, que se deja impregnar sin embargo de un aire de ausencia, de fantasma, de muerte. Pero son fotos a su vez perdidas y encontradas y eventualmente restituidas porque, como dice Inés Ulanovsky, “una foto vive más rodeada de los suyos”.
Las fotos de Las fotos y los textos que se entrelazan con ellas algo tienen del “pese a todo” que, para una circunstancia extrema, definió Georges Didi Huberman. Imágenes que, en lo que tienen de salvadas y en lo que tienen de salvadoras, dan cuenta de lo que es insalvable. Porque hay algo inexorablemente perdido aun en eso que las fotos conservan (o en las fotos que se conservan aunque alguien las perdió y las tiró); eso perdido, sin embargo, no es pleno tampoco, tiene también su “pese a todo”. Inés Ulanovsky adosa entonces a las imágenes pese a todo, las delicadas intervenciones de sus palabras pese a todo. Que al arrimarse, como palabras, a las fotos, mudas por definición, nos hacen escuchar tanto mejor la verdad de su silencio.
Hay fotos que narran historias y hay fotos que apresan un momento; esta distinción, planteada por John Berger, se extiende en el libro de Ulanovsky a las historias que las propias fotos tienen (“Ellos, que siempre vivieron en el barrio de Belgrano, no pudieron saber quién tiró esas fotos ni cómo llegaron a esa esquina de Chacarita”), las historias que revelan (“Los hermanos Priego intentaban entender lo que acababan de enterarse, cuando su padre les mostró la billetera roja y les dijo que la nena de la foto –esa que Cecilia conocía de memoria– era Belén, su hermana española”) o las historias que desencadenan (“El milagro era que Oscar Ojeda –fotografiado por Daniel Muchiut durante dieciocho años– era el mismo Oscar Ojeda que buscaban Irma y Raúl, sus hermanos, desde hacía cincuenta y ocho años”).
A veces la foto encontrada permite identificar a una persona perdida; a veces permite encontrarla, tal y como se encontró la foto; a veces la foto depara un futuro (alguien está primero en la foto y después estará en la vida de quien se la sacó) y a veces repone un pasado (el de la madre y el de la abuela que ni el hijo ni la nieta llegaron a conocer). A veces sirve para restaurar una identidad (identificar o identificarse a través de la foto) y a veces para desplazarla (descubrir que el de la foto no es uno, como se suponía); a veces sirven para desbrozar la propia historia y a veces para asomarse a una historia enteramente ajena, a veces permiten saber (“Sin las fotos nosotros no íbamos a saber nunca por todo lo que pasó”) y a veces sólo conjeturar (“Sin tener datos, cada vez que las miro imagino versiones apócrifas sobre el vínculo que los mantuvo unidos durante los años en los que registraron su vida con una cámara de 35 milímetros y película dispositiva color”).
Ulanovsky revisa, en un momento dado, ciertos clásicos postulados de Benjamin a propósito de la fotografía y lo que implica la reproductibilidad tecnológica: “Walter Benjamin sostiene que al poder hacer un sinnúmero de impresiones de una sola placa fotográfica, no tiene sentido preguntar cuál de ellas es la auténtica. Yo, en cambio, puedo asegurar que existen impresiones más auténticas que otras. Acceder a su materialidad, ver las marcas que la letra manuscrita dejó en el papel y advertir la tonalidad que adquirió por el paso del tiempo es una experiencia que no se parece en nada a observar una imagen digital”. Cabe recordar que Benjamin reservaba una posibilidad para el aura en la fotografía y eso era en los retratos, en la imagen del rostro humano, sujeta a la autenticidad, expresión de un aquí y ahora. Las fotos que Inés Ulanovsky considera, salvadas de una desaparición inminente o rescatadas de una eliminación ya decidida mediante el hallazgo postrero de un último resto de su existencia material, detecta muy bien que en casos tales hay también un aquí y ahora, que esa copia, siendo copia, es única e irrepetible, que adquieren algo del aura y bajo tal condición se las contempla.
“Los recuerdos y las fotos se parecen”, dice Inés Ulanovsky. Y es cierto. Pero estas fotos, descartadas y relegadas, antes pasaron por un trance de olvido, y no es sin eso que hacen memoria. En la serie que componen a lo largo de Las fotos, resultan ser mucho más que una colección visual de recuerdos. Con imágenes y con textos, Inés Ulanovsky alcanza incluso la forma misma del recordar, el recuerdo en lo que es su propia forma. Será por eso que el libro se recorre, a la vez que con inmenso placer, en un estado intenso de profunda melancolía.
Martín Kohan, escritor.
Anda dando vuelta tanto gil que se publicita escritor. Y Martín Kohan, tres libros de ensayo, tres de cuentos, diez novelas dice que en un sentido estricto nunca descubrió haberlo sido. Que su relación siempre fue con el escribir y no con el ser escritor, que para él eso nunca representó una ambición o un deseo.
Egresado del Colegio Nacional de Buenos Aires. Enseña teoría literaria en la Universidad de Buenos Aires y en la Universidad de la Patagonia. Cree que por haber elegido la literatura resignó un aprendizaje, integración, sociabilidad, disfrutes compartidos. Al estar tanto tiempo solo, leyendo o escribiendo, dejó que discretos pasaran por un costado.
Entre sus tantos libros se encuentran El informe, Los cautivos, Dos veces junio, Ciencias morales, Bahía Blanca y el último, de cuentos, Cuerpo a tierra.
En la infancia tuvo una perra: Yenny. En la adultez, un gato: Dumas. Kohan prefiere la ropa de Adidas, es fanático de Boca como su hijo Agustín y al acostarse, antes de quedarse dormido, implora que no lo atraviese el insomnio.

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