No seguí el caso de cerca, en su devenir mediático, pero alguna fibra de lo real me tocó. Recuerdo que pasamos por Villa Gesell cuando fuimos de vacaciones a Mar de las Pampas, en enero de 2020, antes de que se desatara la pandemia, después del crimen. Como a todos nos impactó mucho en su momento, pero lo que vino después fue peor. No diría que operó el olvido, entre tanta muerte diseminada y naturalizada viralmente, sino la sobredeterminación de cada problema local por la marea de fondo que arrasó todo a nivel mundial. Aparecieron, tras descomunal arrastre, medusas venenosas y otros bichos urticantes de distintos tamaños. Esto último no es una metáfora.
Todavía estamos en la pospandemia, como antes estuvimos en la posdictadura. Y seguimos en ambas. Los “post” indican en cada caso lo que no se olvida ni se procesa tan fácilmente en estas pampas. Por más olas históricas, avances y retrocesos, que se produzcan en la Patria Grande. Hay invariantes o constantes genéricas que nos afectan recurrentemente. Los restos fósiles hallados en playas más felices, como los recientes gliptodontes, son casos raros. En la escena social los dinosaurios perduran, imaginaria y realmente, hasta el presente. No pasamos a otra cosa, no planteamos otra escena, ni podemos dar el corte. Permanecemos con los condicionamientos de lo irresuelto, lo mal procesado, las deudas repetidas. Por eso siempre queda latente lo peor, amenaza con volver, retorna incesantemente. No (nos) volvemos (los) mejores, aunque a veces se hagan bien las cosas. La dificultad de registro y anudamiento acorde responde a ello.
La autorreferencia habitual –la expresión “en estas pampas”– es un modo de hacer notar que nuestras modalidades de atención y procesamiento informacional están digitalizadas desde una geografía imaginaria, centralizada, aunque el paisaje argentino sea mucho más basto y diverso. No todo es pampa, claro. El indicativo se queda corto. Hay sierras, montañas, ríos, lagos, bosques. El Lago Escondido está a la vista de todos, por ejemplo, como la carta robada en el cuento de Poe (y como los chats divulgados). Lo que parece imposible al día de hoy es su acceso público. Lo simbólico de la ley más elemental no se cumple, entre las tramas cortesanas de una República que –de seguir así– nunca habrá sido, en realidad, y aparece cada vez más denegada. El imaginario político se encuentra reducido a su mínima expresión: manifestarse.
Ante este imaginario empobrecido por todos los medios suelen aparecer significantes oportunistas como los que quieren hacer su ley a contrapelo o los que se la pasan burlando, en prolija capilaridad, las reglas del juego. Nombres propios vulgares que no vale la pena promocionar: estetizaciones burdas y neofascistoides de la política vernácula. Nos cuesta subir un poco el nivel de la discusión pública, interpelar lo mejor de la población para que advenga el pueblo que somos. Las en-cuestas de opinión no hacen más que con-descender al goce de lo peor. Profecías autocumplidas o fetichismo de la mercancía semiótica. Los medios post-hegemónicos tampoco ayudan porque, incluso en los casos bienintencionados (que son los peores, según Lacan), sus modalidades discursivas apuntan al pro-medio y lo refuerzan. Lo “post” sigue designado lo mal procesado, antes que la sucesión, que no pasa.
¿Cómo salir de este círculo vicioso, de este laberinto en línea recta como el horizonte pampeano, o borgeano? ¿Cómo transformar el círculo vicioso en un círculo productivo? Eterna pregunta tanto ontológica, epistemológica, como económico-política. ¿Cómo dejar de fantasear con ser el granero del mundo o el agujero del baño en el patio trasero de América? La respuesta es ética, en cada caso: cómo respondemos ahí, en el lugar donde estamos, en el tiempo que nos toca, desde el agujero que somos. Cómo cultivamos la mejor parte de nosotros mismos sin negar nuestras peores pasiones, nuestra chatura consumada, nuestra inveterada necesidad de centralidad imaginaria, de repetición significante. ¿Qué sería ser argentino sin imaginarse de manera grandilocuente como lo peor o mejor del mundo, sin esas suposiciones y correlaciones masivas?
Vuelvo al caso. Hablo de Fernando Báez Sosa, asesinado por un grupo de rugbiers a la salida del boliche en Villa Gesell. En los vestuarios, después del entrenamiento de Karate, un compañero comenta la sentencia que cayó sobre los rugbiers. No está claro si se posiciona a favor o en contra, parece dudar, lo relaciona con la agresión que sufrí yo hace algunos años, me pregunta si los ladrones que me asaltaron están sueltos. Le digo que no sé, que no seguí el proceso, supongo que no. Le comento que, más acá de cuestiones técnicas o interpretativas, el problema es que la visibilización del crimen haya dependido de la atención mediática. Los dos casos se cruzan sin identificarse: me siento implicado. Me pregunto luego por mi indiferencia respecto al proceso legal. Recuerdo que a quienes me habían disparado los descubrieron porque se jactaban en un asado de haberlo hecho. Recuerdo también que periodistas bienintencionados me entrevistaban para dar el ejemplo de cómo alguien podía no querer la muerte o la pena máxima para sus agresores. ¿Es que la diferencia de clase o la comprensión de las causas resulta un atenuante de lo peor? No lo creo.
No soy cristiano ni ofrezco la otra mejilla, el amor que cultivo es filosófico, estoico y spinoziano. Amo la diferencia singular que se produce en la indiferencia más absoluta: donde no reinan los predicados ni las calificaciones. No creo en la Justicia sino en la justeza. El corte justo es el mejor acto: solo de allí emerge el anudamiento adecuado. El pensamiento material es el que encuentra la causa de lo que le afecta, caso por caso. Sigo pensando lo mismo sobre las causas estructurales del delito, sobre la pobreza de la imaginación mediática y política, sobre la necesidad de aprender a defenderse y dar lucha hasta el final. Lo que no me da igual es el modo en que cultivo ahora la (in)diferencia: ya no creo que valga la pena responder a quienes alimentan la circularidad sin fin, el retorno de lo peor, con sus gestos desesperados de almas bellas. Quienes no se ocupan de sí mismos y están repletos de buenas intenciones son, sin dudas, los peores.
Podría callar porque no me considero excluido de lo peor, sean pasiones o intenciones, pero apelo a la escritura para decir entre líneas, pues la considero el mejor modo de bordear el silencio. Lo real innombrable que nos interpela a decir la fragilidad del ser-en-común, pese a todo. Quizá alguien escuche.
Roque Farrán, Córdoba, 8 de febrero de 2023.
Roque Farrán es Investigador Independiente del Conicet, Doctor en filosofía y Licenciado en Psicología por la Universidad Nacional de Córdoba. Ha publicado y editado numerosos libros, los últimos son: Leer, meditar, escribir. La práctica de la filosofía en pandemia (La cebra, 2020), Escribir, escuchar, transmitir. La práctica de la filosofía en pandemia y después (Doble Ciencia, 2020), La razón de los afectos. Populismo, feminismo, psicoanálisis (Prometeo, 2021); Militantes, ¡ocúpense de sí mismos! (La red editorial, 2021); Escribir, Escuchar, Transmitir: Crítica, Sujeto y Estado en Tiempos de Pandemia (El diván negro, 2021)
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