CUENTOS BOLEROS

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Me llamo Blancanieves, y sí: se lucieron con el nombre. Pero en el empalagoso mundo de los cuentos ya es tan popular que imagino que habrá dejado de sonar extraño o redundante.

Sin querer pareceros prepotente, me atreveré a decir que, con toda probabilidad, ya conoceréis mi historia, que habréis crecido con ella. Sí, sí, la milonga aquella de la madrastra mala, el padre ausente y calzonazos, y los siete enanitos que me hospedaron y cuidaron de mí hasta la llegada del príncipe de turno. Pues esa misma soy, con algunos años más sobre la espalda, y los correspondientes kilos que he ido atesorando a través de la vida. Es cierto que podría haber concertado una exclusiva en algún canal privado para vender lo que ahora me dispongo a compartir, pero he preferido declinar la tentadora oferta de los platós de televisión porque restarían credibilidad a algo tan serio. A mis cincuenta abriles, quiero explicar al mundo la verdad de mi pasado, porque estoy harta de que las cosas se versionen y edulcoren para resultar más agradables a los oídos y a la díscola memoria.

Mi experiencia vital no fue tan bucólica como os la han pintado. En primer lugar –y haciendo un ejercicio de autocrítica y honestidad– os confesaré que mi madrastra no era tan mala. Lo que pasó es que me pilló en la edad del pavo, y yo estaba insoportable. Que si quiero llegar más tarde a casa, que si lo hago con tres u ocho copitas de más, que si quiero tatuarme la nalga…Ya sabéis, ese sinfín de inquietudes que asedian a los adolescentes, y contra las que los padres suelen verse tan impotentes. Mi padre, el rey, siempre andaba de aquí para allá, con sus monárquicas tareas, así que como en su agenda no quedaba mucho tiempo para mí, delegó todos sus deberes para conmigo en su nueva esposa, a la que terminé por desquiciar, llevándola a las puertas del psiquiátrico. Cuando mi madrastra empezó con la medicación, decidí darme el piro. Arramblé con todo lo que pude, en metálico, y me dediqué a dar tumbos por el reino. Mucha fiesta y despiporre, fueron días de movida y excesos. Al poco tiempo me quedé sin blanca, como era previsible, pero a pesar de mi falta de “cash” no me apeteció volver a enclaustrarme en el castillo, estaba sedienta de experiencias.

 Ahora no recuerdo bien como, pero fui a parar a un pueblo remoto, y en su posada topé con el maldito anuncio que cambiaría mi vida: «SE BUSCA CHICA PARA TAREAS DOMÉSTICAS. RAZÓN AQUÍ». Inmediatamente hablé con el posadero, quién me indicó como llegar a una casita situada en lo más recóndito e inhóspito del bosque. Me cagué de miedo al ver el paraje que la rodeaba. Efectivamente, y como habréis supuesto, sus habitantes no eran otros que los siete enanitos. Tratamos el negocio y acordamos: comida y techo a cambio de ser prácticamente su esclava. ¡Qué tonta fui al aceptar! Siete enanitos, por pequeños que sean, dan faena y más si se dedican a trabajar en la mina. ¡La de mierda que dejan! Y ahí me teníais a mí, la princesa rebelde, fregando todo el santo día, preparando las comidas para ese regimiento de hombrecitos que se pasaban toda la jornada fuera de casa, y que cuando llegaban lo querían todo en su punto: la cena servida, las camas hechas, el polvo sacado, el suelo barrido y fregado, las losetas del baño relucientes… En fin, que lo que me dio (el jamacuco aquel por el que me quedé inconsciente) no fue por el envenenamiento de la dichosa manzana, que nunca existió. Se trató de una crisis de ansiedad aguda que me dejó inconsciente. Siete meses como esclava de aquellos tiranos, y con la única compañía de los animales del bosque, que entraban en la casa y se cagaban dónde querían, puede dejar más secuelas que el mismísimo Guantánamo.

Los muy hijos de su madre –me refiero a los enanos mineros– me habían contratado de palabra, de forma ilegal, así que como no me cubría la seguridad social, decidieron enterrarme para ahorrarse la factura del médico. Ya me tenían dispuesta en el ataúd, cuando, de milagro y sin intercesión de príncipe alguno, recobré el sentido y me di el piro de ahí. 

Lo que no me perdono es haber aguantado tanto tiempo en esas condiciones infrahumanas. Mi cama era de un metro y medio de largo, heredada del octavo enanito que falleció y era el que se encargaba de los menesteres domésticos. En fin, que me escapé de toda aquella mierda y regresé a palacio y a mi privilegiada vida con la lección bien aprendida… Hasta que a los treinta y pocos me dio por fugarme con un circo, me enamoré del domador. Igual esta otra historia también os suena, pero ya sería extenderme demasiado retratárosla también aquí.

Los cuentos versionan y distorsionan la realidad hasta convertirla en un plato al gusto. Desde aquí quiero invitar a mis compañeros y compañeras como La Sirenita, la Bella, Wendy, Caperucita, y demás damnificados por la falacia de las letras y el efecto Christian Andersen & Disney, a que sigan mi valiente ejemplo y dejen por escrito la verdad de sus historias. Os aseguro que las hay de espeluznantes.

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Una respuesta

  1. Jesús M. Tibau
    | Responder

    ya va siendo hora que salga la verdad

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