si ellos son la patria yo soy extranjero / nahuel juárez

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Baradero es una de las ciudades más antiguas —creo que es la más antigua—, dentro de la Provincia de Buenos Aires. Allí está mi familia y, a unos ciento cuarenta kilómetros (un poco más, un poco menos) está Rosario. En ella, escribiendo en este preciso momento, que habrá pasado cuando leas esta columna, estoy yo. En unos días sumaré un año más (o menos) de vida y no puedo evitar pensar en el origen como lugar, en la distancia como migración o exilio, y en el tiempo como dualidad.

Creemos que pertenecemos o decimos tener un sentido de pertenencia a un lugar, a una familia, a un equipo de fútbol, a un grupo de amigos o a lo que sea que se les ocurra que les genere ese intangible sentimiento de querer estar en un lugar preciso a un tiempo —o durante un tiempo— determinado, solo, sola, o en compañía. A veces, y solo a veces, damos por hecho que dentro nuestro llevamos ese sentimiento de arraigo y nos movemos sin penas ni glorias por la zona a la cual pertenecemos sin la necesidad de despertarlo hasta que, por algún motivo, salimos de la zona segura y nos extraviamos. Ya no somos ni pertenecemos, pasamos a estar en ese otro lugar desconocido, que a su vez nos desconoce y nos propone empezar de nuevo. Y allí estamos, desorientados y aturdidos sin reconocer calles, casas, edificios o personas. Solemos decir que no nos hayamos o encontramos en cierto lugar, sin embargo, ahí estamos, lo que no encontramos o hayamos es eso otro que forma parte de nosotros: nuestra identidad. “Acá sos el negro, y este es el taller del negro”, le dijo Leonor Manso a Patricio Contreras en la película Made in Argentina. En ese pedacito de Lanús, para las y los vecinos, Patricio Contreras es el negro, es su identidad, junto con el taller, un lugar físico en una ubicación determinada dentro del barrio.

Pertenezco a una familia de migrantes. Una de las ramas: latinoamericana, con ancestros pertenecientes a los pueblos originarios (de ahí la herencia del tiempo como dualidad). La otra rama, al igual que muchos argentinos y argentinas, europea, de una islita por allá a lo lejos —en tiempo y distancia—. Me sumé a esa cadena de migraciones para estudiar-trabajar. Allí se despertó este sentimiento, sigamos llamándolo de arraigo o de pertenencia, que agrupaba varias emociones. Extrañaba, con cierta nostalgia, el barrio en el que nací, y “en esa zona de la ciudad, un tiempo en particular: el de la infancia”, dijo Martín Kohan en Fuga de materiales. Acá me detengo en la línea temporal, en la infancia, en el pasado, y retomo la hipótesis de dualidad que quiero compartirles: futuro y no-futuro, entrando en esta última el pasado y el presente.

Cuando migramos, ya sea por la libre elección de encontrar un nuevo lugar al cual pertenecer y hacerlo propio, o por el simple placer de vacacionar, o, si fuera el caso, como ha sido en los momentos más oscuros de la historia de nuestro país, por la obligación a emprender el exilio, extrañamos. Una vez atravesadas las fronteras, en ese afuera, extrañamos ese algo que al principio no sabemos bien qué es, pero que nos conforma y determina de manera cabal quienes somos, extrañamos nuestra identidad. Y es que la identidad, como le pasaba al negro con su taller, no es individual, sino colectiva, somos con los otros y con lo otro: La familia, las amistades, los conocidos, las plazas y parques, las escuelas y universidades, los clubes y estadios de fútbol, las ceremonias, rituales y cábalas, los kioscos y almacenes, las celebraciones y el hambre, la música y el silencio, el río y el mar, la memoria y la injusticia, cada uno de nosotros y nosotras dentro de eso y viceversa. Cuando esto sucede, habitamos el no-fututo. Y cuando sabemos que partimos hacia el afuera, vuelvo a citar a Kohan: “Se parte con pena y se retorna con urgencia”. Aunque ese retorno sea o no físico.

Los meses pasan y escuchamos en los discursos presidencias y en los de su entorno las promesas del futuro. Bienestar, felicidad, progreso. No estarán las deudas, los corruptos, la pobreza, etc. El gobierno de turno ha logrado, primero discursivamente y después llevado a la práctica, arrebatarnos el no-futuro. Ha manipulado y bloqueado el pasado y establecido en el presente el sacrificio en pos del futuro. Y lo ha logrado dentro de nuestra propia zona, de nuestro barrio, de nuestra ciudad, provincia y país. Nos volvimos migrantes y exiliados sin cruzar la frontera. Lograron que añoremos eso que teníamos y que ya no está sin tener que irnos. Incluso lograron que tengamos nostalgia por lo que todavía tenemos, vemos y palpamos, pero que va a dejar de estar. Así son las despedidas. Proponen, quienes dirigen el país, que los dejemos gobernar para que el futuro sea nuestro. Proponen, en tal caso, que aceptemos el estado de alienación que supo definir Marx arrebatándonos nuestra identidad en nombre de la patria. Tiempo atrás, Charly García supo sintetizarlo en una canción: “Amar a la patria bien, nos exigieron. Si ellos son la patria yo soy extranjero”. ¿Suena familiar, no? De nuevo la misma situación, pasado y presente: no-futuro. En aquél momento supimos sobreponernos.

Para Faulkner el pasado no ha muerto, ni siquiera ha pasado, podría decirse que habita el no-futuro, acompañémoslo para proteger nuestra identidad.

Soy Nahuel Juárez, nací en Baradero pero vivo en Rosario desde el 2009. Estudio Periodismo y participo en el Taller Alma Maritano de escritura creativa coordinado por el escritor Pablo Colacrai.
En 2016 publiqué mi primer y único libro Sería ser, editado por Escritor de la Legua. En el 2019 formé parte de la Antología Literatura en Flor, Rosario.
He llegado a instancias finales del Premio Itaú Cuento Digital, categoría General (2019-2022). También fui premiado en el IV Certamen Literario Osvaldo Bayer “Historias de Malvinas” 2022.
Algunos de mis cuentos fueron publicados en revistas digitales y en la actualidad realizo colaboraciones en la Revista MU de Lavaca.

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