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¿Por qué le fue tan bien al candidato de la Libertad Avanza? Quienes simpatizamos con alguna de las diferentes variantes del progresismo y las izquierdas tenemos que salir del estupor, la demonización de sus votantes y rastrear las claves de su eficacia. Este es un intento de hacerlo.

Dinamita vs. Nostalgia

Hay una percepción generalizada. La que el Estado, en todas sus instancias, funciona mal.

Sobre esta percepción, figuras como Javier Milei han ofrecido la solución más simple: eliminarlo. ¿Adhieren sus votantes su versión radicalizada de las ya radicales políticas provenientes de la Escuela Austríaca? La mayoría de las encuestas y trabajos cualitativos sobre el terreno desmienten esa afirmación.

No estaríamos frente a un renacer del noventismo entre la población. La eficacia de Milei está en la simplicidad con la que construyó al responsable: “la casta”. Y la dirigencia política sobre la que se ha colgado ese sambenito no tendría legitimidad alguna para decir que la construcción es completamente alucinada. 

Ahora bien, lo cierto es que el estado ha crecido, pero no ha mejorado. Sucede entonces que a veces por prejuicio (lo que lleva autocumplir la profecía) y a veces por experiencia, el estado, sus servicios públicos, resultan una carga que se paga pero no se usa, y no un derecho. Así, el que tiene un peso, saca a sus hijos de la escuela pública y lo manda a una privada, y quien tiene obra social o prepaga no utiliza la salud pública. De las jubilaciones y pensiones ni hablar, se pasó de celebrar su reestatización a tener una jubilación media que no cubre las necesidades más elementales de los aportantes. ¿Quién paga entonces sus descuentos jubilatorios pensando que le retornarán en el futuro? Se habla de solidaridad, pero para quien llega a fin de mes jugado, ese pedido no es más que pura hipocresía.

Con la seguridad pasa otro tanto. Y este es un tema sobre el que los nuevos liderazgos de derecha también ofrecen una solución contundente: mano dura.

Una simplificación total, porque se sabe que policía y justicia o están atravesados por el delito que deben combatir o directamente lo administran. Pero es una “solución” eficaz en términos discursivos. El progresismo, no ofrece ninguna. Las derechas ofrecen el garrote, y el garrote canaliza bien las frustraciones y odios.

El fin del plebeyismo

El contexto social en el que surge Milei también es uno que ni el progresismo parece no terminar de descifrar. Desde la llamada crisis de 2001 se ha agudizado la fragmentación entre los sectores de menores ingresos. Ya hace tiempo que el eufemismo “sectores populares” abarca a una parte de ellos, que es la que depende más directamente de la asistencia del estado. Según el sociólogo Pablo Semán, el mayor rencor contra quienes dependen de planes para sobrevivir no se localiza en las clases más acomodadas sino entre los que, teniendo bajos ingresos, obtienen la mayor parte de estos de su trabajo. Milei, y en casi igual medida Patricia Bullrich, han capitalizado bien la nueva “grieta” que desplazó a los viejos antagonismos de clase. La representación más generalizada ahora sostiene que “la contradicción principal” es entre “los quedados” y “los laburantes”. El plebeyismo/anti-plebeyismo bajo el que el progresismo y la izquierda continúa leyendo la realidad ha dejado generar interpelaciones persuasivas. Pero Milei, y también Bullrich, han sabido leer este resentimiento entre pobres y le ofrecen reconocimiento al que siente que pone el hombro mientras el otro se quedaría en casa a dormir.

¿Dónde hay un derecho, viejo Gómez?

El discurso de Milei va de frente contra derechos fundamentales. Y no solo, ni principalmente, de los de tercera generación –entre ellos los ligados a la identidad sexual–-, como cabría esperarse de todo liderazgo de las llamadas “nuevas derechas”. De hecho, Milei ha incorporado tarde y bastante forzadamente su oposición al aborto. Contra lo que va de frente con toda convicción el líder libertario es contra los derechos de segunda generación, es decir, los sociales. La cuestión es que mientras que Milei enuncia que las “vacaciones” y el “aguinaldo” no deberían estar garantizados por ley, y eso nos escandaliza a todos los que consideramos que el artículo 14bis de la constitución es tan fundamental como el 14, lo cierto es que en lo real son cada vez menos los que acceden a aguinaldo y vacaciones. Por eso, lo que él diga en esta materia solo seduce a una minoría de sus votantes, pero, más importante aún, no espanta a la mayoría de ellos.

Por eso, así como simplifica otras cuestiones con la lógica mecánica de la física de la época de Adam Smith, al dividirlas en “polo positivo” y “polo negativo”, Milei hace lo mismo con el que es su terreno, el económico. Nos retrotrae, como tantos otros liberales extremos, a los principios de la Ilustración. Entonces por un lado está el orden natural de los virtuosos individuos que solo quieren ser libres para intercambiar entre sí y por el otro, invadiéndolo con todo su artificio, el pesado Estado, “la monarquía” (dixit). De este imaginario, la mayoría de sus votantes extraen dos cosas que van de la mano: ahora es el momento de los que trabajamos y se viene algo distinto.

De nuevo: el plebeyismo ya no articula el imaginario de la mayoría de los asalariados y cuentapropistas. Y ante el estrepitoso fracaso de la dirigencia tradicional, “distinto” parece ser causa suficiente para que algo sea elegido.

Pero como ya dijimos, Milei es más eficaz no cuando postula el omni-mercado, sino cuando recuerda los costos de “la política”. Y “la política” que, recordemos, en el primer ciclo kirchnerista, había sido idealizada in toto, sin matices, porque se la contraponía a lo que había generado el mercadocentrismo del ciclo anterior. El problema es que “la política” devino un fetiche, y se la postuló inmaculada, cuando en realidad siguió arrastrando todos sus vicios de siempre. Sobre esa idealización, Milei construyó una que es su reflejo inverso. Y funcionó.

La retórica de Milei recurre a eso que los clásicos llamaban la indignatio. Llega mejor a su público cuando lanza acusaciones, cuando es pura antítesis antes que cuando construye propuestas. Hasta su cuerpo exuda ira y lo que hay “en la calle” es ira. Aunque el economista de la melena proto-punk y las camperas de cuero haya trabajado durante años para uno de los empresarios que más conoce de mercados regulados, él es un outsider  de “la casta”, entonces puede hablar sin tener que estar a la defensiva o pedir disculpas. Él está enojado, como su elector, y éste puede identificarse con él. Interpela entonces desde su lugar enunciación, y no desde sus enunciados.

Y la situación es mala, verdaderamente mala. La pésima gestión de Macri y su redistribución para arriba agudizaron un ciclo de bonanza que ya venía agotándose.

Las políticas de distribución del ingreso del ciclo pasado se han sostenido sobre una anacronía, afirma el historiador económico Pablo Gerchunoff, que sería la mercado-internista, la posibilidad de “vivir de lo nuestro”. Y este modelo ya mostraba sus límites antes de la última dictadura. El ciclo de altos ingresos de dólares de comienzos de este siglo no se aprovechó para hacer de una de las ramas que más empleo genera, la industria, una industria competitiva, esto es, que produzca las propias divisas que necesita para sostenerse. Se sostuvo la anacronía y no se pensó en sus condiciones de posibilidad para épocas más magras.

Casi todos los economistas, a izquierda y derecha, coinciden entonces en que la escasez relativa de divisas se devora cualquier oportunidad de crecimiento. Las posibilidades de emitir o endeudarse para compensar llegaron a su límite.

A eso le sumamos que los sectores empresariales que controlan industria, obra pública y servicios siguen amoldados al cortoplacismo: se invierte lo menos posible y se extrae lo máximo posible en el menor plazo, y ni bien se puede (como sucedió en el ciclo de endeudamiento macrista o durante los superávits comerciales de este último gobierno) la plata se va para no volver. 

La dirigencia política tradicional no ha sabido encontrar una alternativa. Milei, con su idea de que el mercado es la naturaleza y el estado lo antinatural, tampoco, aunque él crea que sí. Pero él no es la “casta”, entonces no tiene probar nada, solo capitalizar el enorme descontento.

Tomás Luders es Profesor de Sociología y Semiótica. Investigador especializado en discurso e identidades políticas.

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