
Sara se levantó y a pesar del frío salió a comprar el pan. Ya hacía algunos años que nadie escuchaba su voz. Lo había decidido el día en que por fin logró contarlo y no le creyeron. Para qué quería las palabras si no servían. Devinieron abstractas. Eso sí, aunque no las usara, las seguía aprendiendo. El fiscal, que fue el que estuvo más cerca de pensar que todo aquello era posible se las había enseñado. Le dijo que algo de lo que ella contaba había perdido ya sentido con los años y por lo tanto parte de la investigación devino abstracta.
Se levantó y a pesar del frío salió a comprar el pan, Sara. Porque si algo conservaba era la dignidad. Nunca más iban a escucharla pronunciar una sola palabra, ni siquiera de queja, de bronca, de resentimiento, de odio ni de impotencia. Cuando habló y sus palabras no tuvieron otra consecuencia que la de hacerla conocer las oficinas del fiscal y las de los colegas de su padre, supo que ya no iba a hablar más; para qué. Pero si esa última vez a los trece habló fue porque ya se había levantado. Nunca supo cómo pudo hacerlo. Pero se levantó y no volvió a caer. A lo mejor tuviera que ver con que ya había muerto. Devino abstracto. Incluso para nombrarlo. Para él sí que no tenía palabras. Al nombre de él no lo pronunciaba ni lo pensaba.
A pesar del frío Sara salió a comprar el pan. A pesar de todo pudo seguir viviendo. A pesar del frío de su madre, de sus tías, de sus amigas. A pesar de la distancia del resto del mundo. Y a pesar del enojo de su padre. Aunque fue terrible escuchar los estallidos de bronca, los gritos, las amenazas, los prefería al frío que sentía en su cuerpo cada vez que estaba a solas con su madre. No pudo volver a hablar. No era una estrategia, no era una huelga. Ni siquiera, pensándolo mejor, era una decisión. Era un fenómeno decían sus terapeutas.
Sara salió a comprar el pan a pesar del frio. El día que habló y no volvió a hablar salió como un animal confundido que es liberado del cautiverio. Salió, lo dijo con todas las letras. Viejo de mierda le salió y después no le salió más. Al principio sí, cuando pensaba que sus palabras tenían un efecto. Cuando creía en ellas. Una de las fonoaudiólogas le decía mucho eso de que las palabras no le salían. Las últimas le habían salido intactas, llenas de peso y de sentido, pero se habían caído al salir y se habían roto. Y a las que le quedaban por salir se las guardaba. Valían solo para ella. Eran de ella. Ni dichas, ni escritas. Iba a la escuela, pero no había manera de evaluarla. Su vida social era mínima. Pero a la panadería iba todos los días.
A comprar el pan, como todos los días salió Sara a pesar del frío que sintió cuando se levantó. Los demás esperaban cada día sus palabras como el pan. Como si fuera algo que naturalmente fueran a recibir. Para ella salir a comprar pan era algo posible, pero intercambiar palabras, no. Era una transacción imposible. La mercancía era de ella. Hasta cuándo. Hasta esa mañana fría, en que Sara se levantó y salió a comprar el pan.
Al llegar a la panadería, un poco más temprano que de costumbre, con las persianas aún bajas y la puerta entreabierta, buscó el calor del local que la recibía sin palabras. Se paralizó cuando vio la escena inesperada. Quedó aturdida con el llanto silencioso de la empleada; conmovida por la tragedia de la misma chica que cada día le daba el pan sin pedírselo. Sara supo entonces que sus palabras iban a ser necesarias y por eso, después de tantos años, habló.
Federico Baldomá. Nací en 1978 en Venado Tuerto.
Tengo una familia que me encanta.
A veces pienso que lo que escribo estaría bastante bien si fuera una tarea para la escuela.
Cuando digo que soy médico me dicen que no se entiende lo que escribo.
No cuento el vuelto, siempre es de más.
Cuento ganador en el concurso literario de la Feria del libro V.T. categoría narrativa adultos. Jurado compuesto por Elsa Pfleiderer, Cecilia Alvado y Leonardo Oyola

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