A sus seis años recién cumplidos, la pequeña Cecilia jamás había experimentado una tristeza tan profunda como la que en aquella plomiza tarde de septiembre la estaba embargando, a excepción de cuando en las Navidades pasadas, Sus Majestades los Reyes Magos le trajeron un pijama de franela en lugar de la muñeca que en su esmerada carta les había solicitado. El motivo del desánimo en esta ocasión se hallaba en la negativa de su madre a llevarla a clases de balé. Cecilia deseaba, más que cualquier otra cosa en este mundo, el poder asistir —tal y como sus dos hermanas mayores lo hacían— a la Academia de danza que regentaba y dirigía mademoiselle Dumont, una anciana de porte aristocrático que contaba haber formado parte de la prestigiosa compañía rusa de balé clásico durante su lejana e irrecuperable primera juventud. El motivo que esgrimía la madre de Cecilia a la hora de argumentar su negativa era tan incomprensible como fútil, para el entendimiento de su benjamina. “Cuando cumplas los ocho años te apuntaré a las clases de danza que quieras, tal y como ya hice con Rosaura y Eloísa. Ahora todavía eres demasiado niña para enfundarte unas zapatillas”. Tras escuchar por enésima vez estas palabras por boca de su madre, Cecilia salió corriendo al jardín de la casa y continuó correteando hasta llegar al río que pasaba no muy lejos de la verja que circundaba la propiedad familiar. Una vez allí, se dejó caer sobre la hierba y rompió a llorar con tal ahínco y desconsuelo que sus ojos parecían querer desafiar al caudal de agua que frente a ellos desfilaba. Tal estaba siendo el berrinche de la pequeña Cecilia sentada a orillas del río que un banco de curiosos peces fue nadando hasta la ribera en la que la chiquilla se encontraba, para averiguar el porqué de tanto lloriqueo. Los peces estuvieron observándola en silencio durante un buen rato, sin que el disgusto pareciera que fuese a remitir, cuando uno de ellos se atrevió a dirigirse a la desconsolada criatura.
— ¿Por qué lloras con tanto desespero? Con tal cantidad de lágrimas vas a hacer que el río se desborde.
Cecilia al oír estas palabras rastreó con la mirada de dónde podían provenir, sin encontrar figura humana a su alrededor que hubiese podido pronunciarlas. Fue entonces que el acuático charlatán que la había inquirido saltó frente a sus ojos, para dejarse ver hecho plata viva, interpretando en el aire una precisa voltereta que hizo cesar en seco el llanto de la pequeña. Esta, extrañada, se asomó al río y se dirigió, perpleja y maravillada, al prodigioso animal.
—No sabía que los peces hablaran.
—No todos, sólo los más parlanchines. Y ahora que ya lo sabes, ¿me explicarás el motivo de tu aflicción?
—Quiero aprender a bailar, pero mi mamá dice que hasta que cumpla ocho años no va a apuntarme a la Academia de danza de mademoiselle Dumont. Sólo tengo seis y esperar tanto tiempo me parece una injusticia.
El pez escuchó con suma atención las explicaciones ofrecidas por la niña, y tras rumiar en silencio qué responderle, se zambulló bajo el agua durante unos segundos para emerger de ella, nuevamente, acompañado por una numerosa corte de congéneres, quienes asomaron también sus relucientes cabecitas por encima del caudal del río para poder divisar mejor a la pequeña plañidera.
—Yo y mis hermanos estamos completamente de acuerdo con lo que determinas. No regentamos la academia de mademoiselle Dumont, pero somos los mejores profesores de danza clásica que puedas encontrar en millares de kilómetros a la redonda. Si tu deseo es firme y anhelas convertirte en primera bailarina, estás en el lugar adecuado. Permítenos que te enseñemos y formemos en tan bella disciplina.
Cecilia al oír la propuesta del pececillo sonrió y se reincorporó a fin de acercarse hasta el borde del riachuelo. Los peces le explicaron que debía descalzarse y colocar su pie derecho sobre el argentado lomo de uno de ellos. La niña accedió —en principio temerosa— y posó su planta sobre las plateadas escamas de uno de sus fluviales profesores. Tras ello, hizo lo propio con el pie izquierdo, y sin perder el equilibrio percibió como iba deslizándose por encima del agua, avanzando sobre la corriente de forma casi milagrosa. Los pececillos nadaron bajo las plantas de la pequeña, y con sus acuáticos bailes le fueron mostrando — tarde tras tarde— imposibles pasos de danza, acrobáticas piruetas en el aire, la ejecución del más refinado pilé y demás elegantes virguerías que tanto habían encandilado a Cecilia cuando veía a sus dos hermanas mayores atarse las envidiadas zapatillas de balé.
Con el tiempo aquella muchacha no sólo lograría formar parte de una prestigiosa compañía de danza clásica, sino que llegaría a convertirse también en su primera y más sobresaliente bailarina. Por su parte, los orgullosos pececillos que hicieran las veces de maestros en la danzarina formación de la chiquilla, cada vez que Cecilia pone en pie a un auditorio entero con una de sus imposibles piruetas suspendidas en el aire, lo celebran nadando en espiral y formando, de esta revoltosa manera, gigantescos remolinos en el mismísimo corazón del río.
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