
Una breve síntesis de la novela Duermen los tigres en la lluvia diría: Mallea, un joven de Florinda, un pueblo de Santa Fe, va a Rosario a estudiar abogacía para cumplir el deseo paterno. Si terminara la facultad y volviera, tendría un lugar asegurado en el despacho de su padre, pero el apellido y algunos momentos de su pasado en Florinda le pesan demasiado.
Pero la trama no es lineal, sino que asistimos como lectores testigos a los diálogos entre Mallea y sus amigos, compañeros de militancia, grupos de estudio, de edición de un diario, y a los recuerdos. Y en esta construcción, leemos mucho más, de un lugar, de una época.
Duermen los tigres en la lluvia –dice AJÍ ediciones en la contratapa del libro– es la novela de una generación. ¿Cuál es la generación de Lucas Paulinovich, el autor, y de Mallea, el protagonista de la novela? Lucas nació en el 1991, Mallea dice que son los nacidos en la Convertibilidad.
Elsa Drucaroff en Los prisioneros de la torre (2011) hace un análisis sistemático y profundo de la NNA (nueva narrativa argentina), desde la postdictadura hasta el 2007, e identifica las características principales de las obras de estos autores y las “manchas temáticas” que las atraviesan.
Las críticas que se les hacían a las nuevas generaciones de escritores al momento de la escritura del libro de Drucaroff eran la falta de compromiso político, desinterés por la realidad social, el de “apatía”. En su libro, Drucaroff responde que más que apatía es escepticismo y un escepticismo muy lúcido que surge de observar la realidad y no de la indiferencia, porque no hay que olvidar que estas generaciones nacieron en la “democracia de la derrota” del campo popular, y crecieron en el menemismo, en una democracia en la que nada de lo que se proclamaba se comprometía a algo, donde las palabras se manoseaban sin vergüenza y hablar era una impotencia compartida. Entonces, lo que está presente en muchas de las obras de la NNA es la falta de horizonte, el estupor, el vacío, la insatisfacción, y los personajes jóvenes en particular parecen jóvenes a los que “les hubieran quitado la primavera”.
En la novela de Lucas Paulinovich, los personajes son conscientes de la generación a la que pertenecen:
“Nosotros somos los que nacimos sin miedo”, dicen, en una posible referencia a un Rosario todavía sin la violencia de las dos últimas décadas, pero que también puede pensarse más allá y a la luz de una de las características señaladas por Drucaroff, a la herida del pasado sangriento que, aunque lejos de la experiencia vital de sus autores y no aludida explícitamente, opera “como un inconsciente abierto”.
Hablan de la época y del lugar en el que les toca vivir:
“… quería vivir alguna experiencia límite, pero nada estaba al alcance. Es como una pausa, una preparatoria para algo que no les contaron. No es una época intensa: demasiada comodidad”.
“… la sensación de un deseo de todo, pero ganas de nada…”
“Esta ciudad es fácil, solamente tenés que vivir en ella como si no importara otra cosa más que tu propia vida”.
“Acá la gente reacciona cuando matan a alguien cercano. Un chorito no le importa a nadie, ¿eso está bien? No sé, pero es así. Esa es la gente, y esos son los que van a hacer los cambios que hagan falta…”
A su vez, con cierta culpa:
“… quién no quiere vivir en un tiempo histórico irrepetible”.
“¿Vos te avivás de que nuestro sufrimiento es chiquito, vergonzozo?”
Una de las manchas temáticas que explora Drucaroff es el ideologema de lo fantasmal: “una narrativa de personajes apáticos que parecen reflexionar sobre la existencia vaciada de la historia: chicas y chicos que aunque están vivos deambulan como fantasmas, personajes dolorosamente vaciados por una Historia que no ha sabido tejer para ellos continuidad y transmisión”.
Los protagonistas de Duermen los tigres en la lluvia de alguna manera también deambulan, al río, al departamento, a las lecturas de poesía, a algún grupo de estudios, trabajan en un diario, pero parece como si ya estuvieran de vuelta o no creyeran demasiado en lo que hacen. De nuevo Drucaroff: “Su deambular expresa la conciencia de que abrazar un lugar como propio tiene poco sentido cuando ese lugar no convoca a una causa posible”.
El tiempo de este deambular en la novela de Lucas es la década del 2010, las referencias a la explosión de gas en el edificio de calle Salta, la muerte de Chávez y de Néstor. Si bien las obras analizadas en Los prisioneros de la torre abarcan hasta el 2007, uno no deja de encontrar un reflejo al leer Duermen los tigres en la lluvia, entonces cabe preguntarse si el desencanto de los noventa es una marca que los jóvenes siguen llevando con ellos o podríamos tratar de pensar –y profundizar con el autor– cuál es el desencanto propio de esa década.
El quiebre en la transmisión histórica al que también refiere Drucaroff puede servir para explicar la percepción de las generaciones anteriores en la novela de Lucas, teñidas de escepticismo o percibidas negativamente: el padre de Mallea es un escribano radical corrupto del sur de Santa Fe, el padre del Fiero es un excombatiente “que había quedado completamente de la cabeza” y la madre “estaba más loca todavía”, un profesor de la facultad es un enroscador judicial dedicado a la política universitaria, el poeta de Florinda terminó sacando hojas en los desagües de un pueblo vecino, Mendez, editor del diario donde trabaja Mallea, “no era un comprometido ni para los compromisos de fácil acceso”.
Pero Mendez sí tiene voz en la novela y se defiende atacando a su vez a Mallea con un “ustedes” generacional: “… te das cuenta, qué tan pelotudo tenés que ser para decirte nietzcheano en Rosario? Qué rebeldía más boluda la de ustedes…”
Siguiendo con las claves de la contratapa del libro, se destacan la ironía y el humor, sobre todo, en todos los pasajes que hacen referencia a la poesía y los poetas: “recitaban en voz alta pedazos de poemas de anarquistas que mezclaban con canciones pop de principios de los 2000”, “el Luciérnaga, que exageraba ese rencor visceral contra todo orden, también escribía poemas en Facebook con enumeraciones cotidianas y detalles del estado de ánimo, unos posteos a la moda del sencillismo evidente”.
“Para qué vas a publicar un libro que leen cuatro boludos. Y que lo van a festejar seguro, porque después vos tenés que ir a la presentación de ellos y comprarles el suyo”.
“Nunca leíste a un poeta/ Y cómo te das cuenta/Te das. Es algo que se percibe./ A mí no me jodas con los poetas. No me interesa conocer a ninguno./ Y para qué lees poesía?/ Porque vos tenés los libros y me los prestas”.
“No escribir como los de letras. Ni como los poetas de voz baja o grito./ O las que parecen señoras a punto de suicidarse./ O los que escriben porque no pueden suicidarse./ Los que arman su identidad con frases pegadizas./ Ni los nostálgicos./ Mucho menos las simpáticas, los anecdóticos, las tiernas”.
“Esto es como un pequeño Woodstock de la poesía, el que lo dijo afirmaba estirado. Su actuación lo atrapó durante un largo rato hasta que leyó un poema sobre las tintas del pelo y la sobredosis de insulina que necesitaba un gordo que masticaba torta con chamán. Un pequeño Woodstock de la poesía, repitió. Somos veinte nomás, le contestó Mallea”.
“Marcos decía que su poema nunca sería escrito: nunca se escribirá lo que se tiene que escribir. El poema reniega de la poesía. Por eso odian la poesía. Hasta los que escriben la odian, si no, no escribirían lo que escriben”.
Pero nuevamente, la impotencia –y a veces el odio– que atraviesa hasta al lenguaje:
“Todo lo que querría decir le queda grande”.
“Eso que escribía, no era nada. No era escritura”.
“Si escribía era para no sentarme a estudiar o faltar a las clases, o para sentir que me escapaba de la habitación. Lo que quería era que nadie supiera que estaba parado en un solo lugar”.
“Tanta muerte que escribir para estar vivo es impúdico”.
“Escribo para no poder matar, por ahora”.
“Escribir no porque hiciera bien, no porque lo necesitara, sino por esa especie de furia que sentía”.
Lo más interesante de la ironía y la parodia, que también salpica a intelectuales y a militantes de partidos políticos, es que en última instancia está dirigido a ellos mismos:
“El Chalo desarrollaba el origen de su desconfianza hacia los militantes de los setenta. Decía que no les creía su victimismo, que ya había pasado y nosotros no podríamos estar comiéndonos el bocho con sus dramas”.
“Entonces, dice Mallea que no les sobra nada. Que querían ser como Morrison, o aunque sea un Kurt Cobain… que él nació con la Convertibilidad, y por eso andaban por el milenio como niños desterrados, sin música propia, lo último de algo que se terminó. –Radicales, dice Mercedez”.
“Nuestro propósito era escribir como todo aporte a la causa ¿la lucha? Queríamos tener la llave maestra que abriera el nuevo mundo. Pero el boletín se vino a pique porque nosotros nos cansamos de hacerlo y no hicimos nada para salvarlo”.
“Intelectuales son los que están en una vecinal, en un club, en un sindicato, en una institución, en una cooperadora, y organizan a la gente, se ponen al frente, no los eternos llorones como ustedes, poetas y llorones, almitas que sufren mucho este mundo caótico, malo, mordedor –Mercedez era cizañera”.
Lucas construye un narrador muy original con una trama que se arma principalmente a través de diálogos, y especialmente en los pasajes con Mercedez, juega con un salto de la tercera a la segunda persona, de Mercedez a Mecha, lo que nos da la sensación de que Mallea le habla en silencio o entabla posteriormente un diálogo con el recuerdo de esas conversaciones con ella. Y por último hay algunos momentos más narrativos, muy ágiles, que se corresponden a los momentos de violencia, y estos siempre tienen que ver con sexo –violación o acoso– en los que Mallea desde su adolescencia es protagonista, momentos muy bien narrados, para nada estereotipados, con complejidad y lucidez. Un narrador valiente que no busca empatía y tampoco juzga.
Es interesante el contraste entre los personajes femeninos que viven la libertad del cuerpo –Samanta y Mercedez asocian el goce de los cuerpos con hacer la revolución— y Mallea, que trae con él las formas más arraigadas del machismo, que no soporta un no. En Florinda especialmente, persiste la vieja idea de “debutar” de los varones y el narrador hace una relación con la misma noción de “ser” a partir de la iniciación sexual: Mallea sentía que todavía “no había sido”. La escena de la violación en la plaza abre un debate más allá de lo literario, ¿es sólo Mallea el violador o potencialmente son todos? Lo que en esta primera escena de violencia podría haber sido un atenuante, en las siguientes –con la empleada doméstica en la casa del amigo y después en Rosario con Samanta—ya no lo es.
Finalmente, dos elementos muy presentes en la novela: imágenes y música. No casualmente para una generación de redes y pantallas, donde las imágenes tienen casi más peso que las palabras, la idea de imágenes y la palabra misma se repite todo el tiempo como algo fundamental.
“Entonces contarlo, cargar y tirar: una imagen”.
“Mallea la mira y quisiera despegar una costra de imágenes”.
“Y se lo borra como un tatuaje temporario”.
“Había que sacarse de encima toda la violencia como limpiándose la mierda de la zapatilla y armar con esa bronca una imagen”.
“… dejarse atrapar por imágenes, personas que derivaban imágenes, e imágenes que provenían de personas (…) y la palabra poética tenía que ser capaz de incorporar esas imágenes, volverlas parte de su cuerpo”.
Y Mercedez le pide a Mallea imágenes: “Decime nada más que las imágenes, no podés darme los hechos”.
La música, en las referencias a lo que escuchaban en Florinda, adolescentes, y después en Rosario, desde Limp Biskit a Iorio, de Red Hot Chilly Peppers a Jaco Pastorious, y en la misma organización de la novela. Como dijo Lucas en la presentación del libro en su ciudad natal Venado Tuerto, para alguien de una generación que creció con acceso libre a toda la música, esta acompaña y nombra: las tres partes que dividen a la novela son versos de La última curda –tango que uno de los personajes defendía como la última expresión existencialista– y en el título Duermen los tigres en la lluvia resuena una letra de Invisible, que alude a la memoria.
Duermen los tigres en la lluvia, tercer libro y primera novela de Lucas Paulinovich, y primera novela de AJÍ ediciones, con la que se inaugura la colección Potencia y Tierra. Una novela que da que hablar.
por María Gabriela Polinori


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