
La página es, como todo el mundo sabe, un espacio en blanco, o si se quiere un espacio vacío. Pero salvada esa obviedad, lo que hay que decir, sostener, proponer, en última instancia defender, es que se trata en rigor de un campo de batalla. Un campo de batalla en el que sucede de todo; un campo de batalla en el que si la literatura significa algo para nosotros es posible —o quizá necesario— que dejemos la sangre, eso y todavía más; un campo de batalla en el que haremos cosas de las que quizá terminemos arrepintiéndonos, lo que por supuesto es muchísimo más noble que no haberlas hecho. Un campo de batalla en el que recibiremos a cada momento dardos envenenados envueltos en celofanes brillosos, caramelos resplandecientes, dado que como sabemos la lengua no se le niega a —casi— nadie y entonces todo parece estar demasiado cerca. Un campo de batalla en el que de vez en cuando es preciso, como se hacía antaño, retirar los muertos para seguir luchando.
¿Pero cuál es el significado de esa batalla? ¿Cuáles son los términos en los que se pelea? ¿Cuáles las apuestas, los riesgos, los puntos cardinales, incluso la ausencia de ellos? La pregunta esencial es, por supuesto: ¿qué estamos dispuestos a dar? Y la pelea fundamental es, digámoslo en compañía de Burgess, de Nabokov y de unos cuantos más que por fortuna no están dispuestos a cederle ni un milímetro a los burócratas de la pluma, la pelea fundamental es en la forma, es decir en la lengua, es decir: se trata de una batalla poética.
Una hermosa paradoja es que la literatura parte de espacios vacíos para terminar construyendo otros. ¿Pero de qué se nutren esos espacios vacíos? ¿De la nada, o de lo desconocido? ¿De la vaguedad, o del misterio? Más bien son núcleos, fuerzas que proyectan el sentido, que se entreveran en él para traducirlo desde sus propias reverberaciones.
Se escribe, como demostró una y otra vez Lispector, en círculos: círculos que desde luego aluden a un centro, lo eliden, lo rodean, dialogan con él. Círculos que se despliegan, que trajinan un campo de batalla, un campo plagado de minas: así de frágil es la cosa; así de maravillosas son las posibilidades del lenguaje.
Como nos enseñara y nos sigue enseñando Hemingway, los buenos narradores escriben en síncopa; como bien sabía Capote, hay que apuntar a las estrellas para ir profundo en la tierra. Pero además, debemos comprender que las acciones en literatura representan apenas los huesos de la criatura, y entre otras cosas entonces reconciliarnos con la idea de que narración y reflexión no son términos antitéticos. Si no miren a Poe, y lo menciono para salir de los ejemplos programáticos, y vean de qué manera esas cabecitas enfermas le dan alimento a la insaciable fantasía; miren a Henry James, quizá el eslabón indispensable entre el siglo XIX y los cismos definitivos del XX, y vean hasta dónde la fantasía es el anzuelo para repensar la propia existencia, hasta dónde es la jerga por la que transitan la inquietud y la melancolía.
A propósito de todo esto, un gran amigo —si me disculpan lo autorreferencial— solía decir que toda narración contiene en su interior algo así como un carozo: una revelación esquiva, si quieren, algo que no puede ser reducido, y todavía más: no debe, remitiéndonos a lo estrictamente poético, ser reducido. Ese carozo no debe ser tocado; hacerlo implica contaminarlo todo. Pero además no es otra cosa que jugar sucio: ¿cómo podríamos, en verdad, reducir los interrogantes de la experiencia en términos cristalinos, inequívocos?
Se me ocurre que no hay mejor expresión para sentar las bases de una escritura como la de Christian Lange, y por lo tanto de un modo de relacionarse con esa escritura desde la otra orilla del río, que la de aquel carozo, la de ese núcleo sin traducción, la de esa búsqueda sin remedio. Leerlo a Christian es un ejercicio agotador. Lo es por la intensidad de los sentimientos y de los pensamientos que se ponen en juego, lo es por las reglas que establece o más bien propone para librar sus batallas, y desde luego lo es también por la continuidad, la fe, la persistencia y la rigurosidad poética para construir espacios en blanco.
Tal como lo hemos conversado en alguna oportunidad, Espacios vacíos era definitivamente un gran título para este libro porque se relaciona expresa o tácitamente con todas sus piezas. Es un núcleo, o si lo prefieren un prisma, desde el que transitar la experiencia, el punto de inicio y de llegada, siempre incompleto, siempre angustiosamente —aunque para beneficio de la literatura— insuficiente, en la búsqueda del sentido.
Un gran teórico norteamericano, que entre otras cosas me gusta mucho porque justamente reconcilia como pocos de sus colegas reflexión y narración, dijo en un bellísimo ensayo que como lectores —habría que añadir como escritores— estamos siempre oscilando entre los casos concretos, llamémosles momentos o peripecias, y la forma; es decir, la estructura de una vida. «Estamos condenados», señala, «a comprender nuestras idas y venidas de manera retrospectiva». Y también: «Para la mayoría de nosotros es difícil aprehender la forma de nuestra vida». Esa forma, ese contorno definitivo solo puede ser comprendido —la expresión también pertenece a Wood— desde el espantoso privilegio que implica una muerte. Un privilegio que tienen o tenemos los escritores, claro, y hasta cierto punto los lectores, pero no los protagonistas de nuestras historias, que no tienen más opción que vivir e ir trazando su deriva. Y lo cito por última vez: «Resulta extraño que la historia de una vida no tenga forma —o para ser más precisos, que no tenga nada más que su presente— hasta que no tiene un final; entonces, de repente, toda la trayectoria se hace visible».
En ese presente, esa búsqueda sin mapa o con un mapa tibiamente esbozado cuyo recorrido muchas veces intentan comprender con desesperación (aunque su modo de decírselo a sí mismos, por lo general reposado o controlado, intente engañarlos y engañarnos), los personajes de Christian hablan y narran hasta por los codos, se agotan a sí mismos, dicen de todo pero casi nunca lo que quieren, o cuando lo hacen el precio que pagan es demasiado alto. En Larga distancia hay un diálogo real, pero otro todavía más importante es difuso, necesita serlo para ser soportable. En Nosotros y en su complemento, Silencio interrumpido, las palabras sobran, y al mismo tiempo es lo único que falta. La entrevista es todo concreción, es decir todo confesión, con la pequeña salvedad de que los hechos son apenas prolépticos, una mera manifestación de deseos. Espacios vacíos está lleno de cosas, de cuerpos, de ansias palpables; sin embargo lo importante es todo lo que no está, lo que no sucedió, y sobre todo, aunque el protagonista esté lejos de ser consciente de ello, lo que en su vida apenas ha comenzado a delinear una forma.
Los dos cuentos más largos del libro son, en clave bien distinta pero atiborrados de acciones y episodios liminares, dos modos de la reflexión. Son dos hombres —da lo mismo si sus semejanzas se nos hacen notoriamente sospechosas—, dos hombres que repasan en voz alta su vida, o parte de ella. Dos hombres que intentan comprender, asimilar, tal vez aceptar, la forma de sus vidas. Una forma que, como hemos dicho, no pueden más que intuir, pero claro: como subrayara el sabio Faulkner, no hay otra cosa que el presente, es decir: no hay otra alternativa que convivir en el ahora con nuestros fantasmas.
Los dos relatos se valen de artificios clásicos, incluso decimonónicos: en uno es el diario, en el otro una carta. En ambos, es decir incluso en el segundo, el diálogo de los protagonistas es consigo mismos. Es el territorio, uno y otro, en el que han decidido, o más bien en el que les es posible, dar su batalla, recordar para entrever la forma de sus vidas, y si se quiere para continuar viviendo. En uno de ellos, el que cierra el libro —y si se me permite decirlo: mi favorito—, el disparador es un relato de juventud de Marguerite Yourcenar, que el protagonista solo logra leer en el presente, luego de haberse cruzado con él muchos años atrás. En algún momento copia, en su carta, las palabras de Yourcenar: «Si es difícil vivir, es aún mucho más penoso explicar nuestra vida». Y a continuación: «Cada palabra que escribo me aleja un poco más de lo que yo quisiera expresar; esto prueba únicamente que me falta valor. También me falta sencillez. Siempre me ha faltado. Pero la vida tampoco es sencilla y no es mía la culpa».
Y luego sigue, el protagonista de esa historia que no gratuitamente se llama Solitario, dando su batalla, palabra tras palabra, sabiendo que tal vez sea tarea de alguien más, por qué no de un escritor, la de comprender los siempre esquivos o pudorosos o misteriosos términos en que una vida se desarrolla, o bien encuentra su forma.
José María Brindisi nació en Buenos Aires, en 1969. Publicó «Permanece oro» (cuentos, Sudamericana, 1996), «Berlín» (novela, Sudamericana, 2001), «Frenesí» (novela, Emecé, 2006; reeditada por Clubcinco en 2020), «Placebo» (novela, Entropía, 2010; traducida al portugués), «La sombra de Rosas» (novela, Atlántida, 2014) y «Kamikaze» (cuentos, Entropía, 2019). Participó de numerosas antologías en Argentina, México y España. Entre otros premios, ganó el del Fondo Nacional de las Artes y el de Casa del Escritor. Colabora regularmente como crítico en distintos medios nacionales y es director de la revista El Ansia.
Espacios vacíos es el libro Nro 11 de Ají Ediciones y la tercera novela de Christian Lange. Fue presentada en Septiembre de 2024 en la librería y espacio cultural Naesqui, CABA, y en la Feria del libro de Venado Tuerto en Octubre de 2024. Está a la venta en la página https://www.ajiediciones.com/, en las librerías Gatoeterno en Venado Tuerto y en Rosario, y en CABA, en Naesqui y Libros del Pasaje.

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