tinelli y el don del antiformato / tomás vaneskeheian

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Señoras y señores, para introducir el tema en cuestión sería inútil informar que el pasado Lunes 25 de Julio de 2022, a las 22:30 horas, se estrenó en la pantalla de Canal 13 el reality show Canta conmigo ahora, reversión argentina del certamen de canto inglés All together now.

Dicho en criollo: volvió Tinelli, amigo.

Pero la verdadera cuestión es cuánto de Tinelli ha efectivamente vuelto, ya que en su nuevo producto parecen cifradas las coordenadas semióticas que lo guiarán, si no al fracaso, a la mismísima mitad de tabla —medida que para el cabeza sería también un fracaso— …

Más allá de que el programa “mida o no mida” —en su primera semana no superó a La Voz Argentina, el otro singing contest del prime time— resulta curioso que Marcelo Tinelli, campeón inveterado del rating televisivo, haya dado este paso en falso, una suerte de desinteligencia.

Con Canta conmigo ahora, Tinelli parece haber cometido una lectura fallida sobre lo que ha sido buena parte de sus treinta años de éxito, y su presunto error reside en haber encorsetado su figura en los rígidos hilos de un formato televisivo, acción estratégica que jamás había hecho antes. El formato actual, sin otra originalidad que la participación de cien jurados en simultáneo, puede seguramente resultar mas o menos atractivo, pero el verdadero atractivo en la lógica tinellesca —y lo que hasta el mismo conductor parece en parte ignorar— es en realidad el modo en que los formatos se vuelven graciosamente disfuncionales, se descentran del eje coordinado por sus reglas y comienzan a girar alrededor de Tinelli.

Don del antiformato

¿Por qué mirar Bailando por un sueño era en realidad, según la sabiduría de la lengua popular, mirar a Tinelli? Porque a lo largo de treinta años el programa de Tinelli supo ser un gigante de varias cabezas, un escenario desenfrenado y travestido en incontables formatos y climas: de show del chiste a cámara oculta, de encuentro íntimo a videoclip, de sátira política a beneficencia, de dossier erótico a sarta de insultos, de paraíso infantil a entrega de premios, de alta cultura a tribuna de fútbol, de memorabilia argentina a paraíso del improvisado, de escándalo vedetongo a entrevista presidencial, el programa de Tinelli —y sus tres nombres a cuestas— cumplió siempre con una misma condición: no tenía problema en quebrar los límites de su propio formato. Esa ha sido la razón por la cual ha existido durante tanto tiempo, más allá de todo y todos. Pasan los contenidos, pasan los formatos, pero siempre la misma cara, desinhibida y alegre, comedora serial de alfajores, dándole a América las buenas noches. Es decir, siempre Tinelli. Y esto ha sucedido no porque Tinelli guarde la fórmula del programa perfecto, sino porque a lo largo del tiempo ha gestado un programa sui generis, que se diferencia del resto de la tevé por la audaz incapacidad de respetar sus propias reglas.

El ejemplo más elocuente de este fenómeno de antiformato argentino —y el más estrictamente exitoso— fue el ciclo conocido como Bailando por un sueño. Es este un buen punto de partida para comparar con la actualidad: a simple vista, el hombre no tiene mejores ideas que el resto, sino que sencillamente “compra un formato”. El Bailando —en Argentina desde el 2006— es también una reversión de un programa original de la BBC llamado Strictly come dancing, cuya irónica traducción al castellano sería algo así como “venga estrictamente a bailar”. ¡Y vaya si la ironía no está servida! La criollada de Tinelli entonces —y lo más valorado por la audiencia— fue la “mala” adaptación al formato, invitando al participante a algo más que a que “venga estrictamente a bailar”. Y es esta la condición que lo ha diferenciado tanto tiempo del resto de la oferta televisiva: sus productos siempre tomaron el desvío del formato en vez de su confirmación. Esa es la principal audacia que lo diferenció, en más de un sentido, de instituciones televisivas como Susana o Mirtha, las cuales, si bien clásicas, ya resultan redundantes, hasta casi más estables que nuestra democracia.

Es decir, su encanto televisivo proviene del desvío, y cualquiera sea el efecto de sentido —nada simple— que mejor lo logre. Esta condición se basa en un mecanismo contradictorio, casi paradójico, pero, por eso mismo, imposible de ignorar. En su célebre Bailando… esta dinámica fue explotada hasta la pura evidencia: el programa seteaba las normas prestablecidas de un típico certamen de baile, con sus participantes, sus famosos, sus jueces, su tribuna, sólo para luego encontrar el desvío más tinellescamente encantador. ¡Y vaya si los hubo! Las anécdotas del programa de Tinelli son dantescas (imposibles de completar en una lista). Tanto que quizás así se defina la medida argentina de lo tinellesco: aquello que el espectador creía bajo control y que, sin embargo, por complot del conductor y voluntad de algún famoso desesperado, se salió un rato del típico guion televisivo.

Es que en ese desvío existió siempre la verdadera potencia dramática del programa de Marce: el descaro tan argentino de quebrar —como se pueda— las reglas preestablecidas del estudio de televisión. Y nunca nadie lo ha hecho mejor.

Este fenómeno de nuestra cultura popular merece una salvedad semiótica, que lamentablemente tanto el vulgo entretenido como la elite culta se han negado a convenir. Pues bien, había una vez, durante el siglo pasado, una caja sin fondo llamada televisión. Y todos los programas de esta televisión se elaboraban, y se siguen elaborando, mediante un formato. Dicho formato puede responder a reglas genéricas (es decir, que devienen de un género) más o menos rígidas. Ese formato, claro, cifra lo indicado en su nombre: es decir, la forma; lo que dentro del estudio de televisión se entenderá como “lo posible”, tanto al nivel del montaje audiovisual como al de la puesta en escena de sus protagonistas. O sea, lo que corresponde hacer: cómo moverse, cuándo hablar y cuándo no, de qué manera tratarse, de qué otra manera tratar al espectador, cómo construir un vínculo implícito con esos presuntos seres detrás del velo catódico. Bajo estas normas implícitas entendemos, sin que nadie nos lo explique, cómo debe funcionar un noticiero, una crónica callejera, una investigación periodística, un programa político u otro de divulgación científica, pero… ¿cómo debe funcionar Tinelli?

El Marce se ha rebelado siempre a las normas del formato, pero no lo ha hecho desde lo conceptual, es decir desde lo estrictamente formal de ese formato, sino que ha encontrado las discretas intuiciones que lo ayuden a desviarse un poco, a readaptarlo pero con sello propio. Su efecto de sentido de originalidad proviene del hecho de valerse de un formato, pero sólo para romper sus reglas. Ese desvío es el que genera una tensión inédita entre el horizonte de expectativas implícitas de todo formato y las maneras más creativas en las que sucederá algo extraño, llamativo, gracioso, inédito, dotado de un halo de excepcionalidad. Esa excepcionalidad, explotada en la pantalla, connota un plus de sentido sobre la previsibilidad de la norma, y en ese plus es donde verdaderamente se juega no sólo la apreciación del espectador (para nada ingenuo, aunque no sepa -o no quiera- siempre develar este mecanismo: “¿pero esto está arreglado o no?”) sino también la auténtica subjetividad del protagonista; es decir que al buen entretenedor lo define su desvío de la norma en vez de su acato, y que, obviamente, siempre existirá mayor subjetividad en la rebeldía que en el simple hecho de agotarse frente a lo normal. ¡Vaya paradoja! El programa necesita del formato, pero sólo para poder romperlo, sólo para generar la gran o pequeña excepcionalidad que salvará el día. Y el show de Marcelo supo ser un auténtico rosario de excepcionalidades: de parar un colectivo afuera del estudio a discusiones a las piñas, de un torneo de fútbol con enanos a sobornar un niño con caramelos para hacerlo de San Lorenzo, de guapearse con el seguridad de Fort a jugar con el perro de una famosa, y así hasta copar el infinito firmamento de la televisión argentina. ¿Qué tienen todos estos hechos en común? Fácil: ninguno de ellos se explica en el contexto de un certamen de baile. Salvo que, claro, conduzca Tinelli.

El desvío popular

Para la televisión actual, su producto se debate entre la fórmula de un formato estandarizado a nivel mundial —como una casa de hamburguesas— y esa suerte de frescura con la que Tinelli supo trascender las formas e imponerse. En Canta conmigo ahora, esa deformación al formato no parece tan clara, y el riesgo televisivo es que quede encorsetado como un programa más, que deje paulatinamente de ser “el programa de Tinelli”, ahogando las excepcionalidades tan propias que mejor lo identificaban.

Y es simplemente una desinteligencia no contemplar estas excepcionalidades como el verdadero capital tinellesco. Lo siento, pero no lo digo peyorativamente ni en desmedro de los altísimos niveles de producción, más bien lo destaco como un artificio de entretenimiento ad hoc de la cultura popular argentina, dotado durante tantos años de la gracia propia de los que ponen el cuerpo, de los que buscan noche tras noche salirse por la tangente. Otros podrán decir simplemente que eso “era un circo”, ¿pero acaso el circo no ha sido el rey del entretenimiento desde antes de Cristo?  A esta postura peyorativa -de la cual proviene el desentendimiento sobre la dinámica del programa- en la mayoría de los casos se le puede achacar el rótulo de antipopular, siempre por encima de los consumos de la chusma, aunque incluso durante su época más exitosa, cuando el programa rompía los 40 puntos de rating, todo el mundo repetía que “no veía Tinelli”, como si el encanto del circo dañase la pequeña moral de la pequeñoburguesía.  

De ahí proviene la histeria argentina frente a la escena tinellesca, una escena que varios espectadores admiten haber visto pero siempre a regañadientes, como si la hayan solamente espiado entre dedos, como si aún no pudiesen develar —al igual, quizás, que Marcelo— que no los desvela la norma sino el desvío.  


Tomás Vaneskeheian es Licenciado en Ciencias de la Comunicación por UBA



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