TRES POEMAS

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¿Puedo ir a dormir?

Y ahí estaba la literatura,
esperándome
después de un hecho tan real como ordinario,
esperando que saliera a tomar un poco de aire de la realidad.
En el hospital que trabajé unos años,
admití muchas personas
pero una no se me borró más de la cabeza.
Ella nunca me vio,
sólo dejaba entrever,
un poco del blanco de sus ojos.
Vivía hace 15 años,
y un buen día intentó escapar de su casa,
quiero decir,
de su mundo,
saltando por el balcón.
Cuando salí del consultorio,
y dije su apellido,
una  ameba se onduló en la sala.
Se arrastró con esfuerzo,
sostenida por dos extranjeras de igual estatura,
Tardó aproximadamente un minuto,
en cruzar un pasillo de dos por dos,
y llegar al consultorio.
Dale, dale, vamo, le decían,
alentándola por lo bajo las mujeres.
Tenía un par de vendas colocadas a los tumbos,
en las muñecas
y las manos cerradas, en puños.
No se me ocurre aún cómo sostenía la cabeza.
¿Puedo ir a dormir?
dijo con un hilo de voz, deshilachándose en la camilla.
Había caído a la guardia a la medianoche.
Y pasó por lo que en el hospital le decían
el cocktail tríptico.
Le habían enchufado intravenosa tres drogas por el culo,
con unos nombres impronunciables,
que te dormían,
mínimo,
un día.
No sabemo que hace Dotora,
de pronto la vimo tira en el verdín,
con mucha sangre en su cabeza,
decían las mujeres con acento guaraní,
somo su vecina,
y palmeaban su torax,
sincrónicas.
Detrás de la puerta
del consultorio,
un trueno fantasmal,
¡Que vuelva a la guardia! 
el jefe del servicio gritó.
Vi un leve parkinson sacudir mis manos,
y como si fueran  panes,
sin tener puta idea de lo que estaba haciendo,
agarré uno de sus puños
e hice un sandwich,
con lo que 
quedaba de cuerpo.
Inventé que nos mirábamos a los ojos 
y le dije,
Andá a dormir.


Mamá rompiendo vidrios es soledad

A mí nunca me pareció normal,
que mi mamá gritara
y rompiera los vidrios del living,
de a martillazos.
Me acuerdo que mi hermana,
me acariciaba las orejas,
y hacía moños con mis rulos.
Papa barría mugre 
entre destellos de cristales.
Este,
bien podría haber sido
mi ritual de familia,
como cualquier otro.
Un ratito más en la pieza,
y después,
bajás y tomamos la leche, juraba mi hermana.
Yo le tironeaba lo que tenía a mi alcance.
Tiraba de su remera, para que no se me escape.
Quería  que me cuente lo que pasaba allá afuera.
Tenía una curiosidad muy alegre y triste.
¿Mamá se volvió loca? preguntaba con retórica.
¿Por qué rompe vidrios gritando la edad del sol?
Soledad,
me explicaba mi hermana.
Se llama soledad.
Tonterías
pensaba,
el sol tiene una edad.
¿Nunca nadie me va a entender?
Mi hermana me paró en seco,
Una mano abierta 
se fusionó en mi cara.
La señal de stop más 
luminosa que (no) vi en mi vida.
Ella decía,
ella es artista, 
ya vas a entender.
Nunca entendí.
Pero el viento que entra ahora,
por mi ventana rota,
me recuerda arte.


365 días en carpa

Apenas nos iluminaba
Un pedazo de luna,
Cayendo por nuestros hombros,
Recortando tu nariz y mi boca,
Dos diamantes hambrientos.
En la inmensidad de pinos azules.
Mirábamos en redondo,
Con la paranoia,
De los que se esconden,
Por un rapto de amor,
O de locura.
Que a esa altura,
ya era lo mismo.
Prometimos vivir
365 días más
En esa carpa.
Sin dejar
Que  el olor
Ni el dolor nos expulse.
Y que al 364 haríamos una fiesta
nuestra serie de bautismos en el mar
De medianoche,
desnudos,
tragando y escupiendo sal,
saltando olas.
Parpadeaste al compás
de una ola rompiente,
y todo se evaporó.
Ahora son las nueve de la noche,
y sólo nos queda un sobre de arroz yamaní
lo freís
en silencio.
es lo último que queda,
me decís con resignación,
y un alambre tenso cosió tu boca.
Yo lo veo,
te lo juro,
es un segundo enorme 
que me lastima toda la piel.
Vos entrás por mi mirada
y de ahí no te saco mas.
un fuego sobre exigido empezó a secar el arroz,
a largar humo rancio.
Tu carcajada,
un demonio haciendo eco entre  troncos.
Por 365 días,
tu propuesta,
mi promesa,
que nos comamos las bocas.

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