
1885 – NOVCHIVNOR
El acero fraguado de las ruedas y un sinfín de ruidos conocidos, adormecían los alazanes flacos que tiraban del viejo carro bolsero. En su caja, langostas quemadas, huesos y trapos aseguraban alguna cuna de perros vagabundos. El sendero custodiado por un ejército de motas casi centenarias era paso obligado. El guadal ofuscaba las ruedas y una nube de polvo se mezclaba con la niebla del amanecer. Arriba, sentado en el banquillo, un cuerpo flojo y encorvado. Un forastero, que no tenía más que lo puesto. Labios resquebrajados y su lengua apenas humedecida de ginebra. Único y perdurable desayuno de los carreros en la nueva pampa extranjera.
De pronto… un golpe desacomodó el andar pausado del carro. Al instante… otro similar. Chasquido mediante, el paisano jaló las riendas, y volteó hacia el camino. Con un tranco cuidadoso, se dirigió a su avistamiento. Caminaba y pegaba la fusta contra su pierna, marcando el ritmo de llegada. Sobre el polvo removido cruzaba un cuerpo, fornido, entumecido y de color oscuro. En una de sus manos sostenía un pedazo de tacuara quebrada.
Corría el año 1885 y desde la entrada principal al pueblo, ya se apreciaba la primitiva arboleda del monte Zar, que se mezclaba con algunos ombúes de buen porte. El carro hizo su entrada a la colonia, directamente al patio de servicio de la fonda de Urteaga, ubicada frente a la plaza Fair. Con su inconfundible silbido, llamó a la dueña que estaba sirviendo unos guisos a dos vascos. A paso incómodo, el inmenso cuerpo de Doña Lucía se aproximó al carro y contempló debajo de una lona vieja, unos pies muy lastimados y sucios. Sin lugar a dudas, había encontrado un indio. Ambos dieron cuenta de que por motivos desconocidos había sufrido un desmayo. Y en esos últimos instantes, como cae el sol en el horizonte, corrió la noticia en el “Pueblo viejo”. La curiosidad de los primeros vecinos que rodearon el carro trajo atávicos prejuicios sobre su naturaleza y cultura. El cuerpo desmejorado del indio traspiraba y se sofocaba debajo del cuero. Un grupo de niños trataban de levantar con una rama seca la lona, enfrentando sus miedos y curiosidades. Dentro de la fonda ya se comentaba sobre las posibles causas de la aparición del indio. Esa noche llegó como una emboscada y sumó charlas que giraron sobre la huella del indio en la tierra de Casey.
Día 2
Dentro de la fonda, Martín Urteaga servía vino en vasos de madera. Las tres mesas estaban ocupadas con la gente de la familia y otros farmers del pueblo. El cartel de “no salivar en el piso” se mantenía en la nueva pared húmeda contiguo a la salida al patio. Doña Lucía Zabala salió con restos de comida del mediodía y un farol de mecha. Se dirigió hacia el fondo del patio. La débil aureola amarilla del candil de cebo apenas dejaba entrever la silueta de las cosas a su paso. Acercó la luz contra unos fardos apilados que había frente a ella y con voz segura expresó: ¡Comida, hay comida!
Algunos movimientos en sombra se delataban en la oscuridad. Doña Lucía retrocedió, mientras la fuente de alimentos desapareció en el caluroso lugar. El gemido y la bravura del salvaje sería el nuevo canto sagrado, que fundiría rezo con auxilio y sellaría un incómodo miedo en la oscuridad del pueblo.
Dentro de la fonda, los vascos y otros pobladores irlandeses estaban demasiado borrachos como para encontrar el camino correcto. Habían quedado tres de los más duros. Todos malolientes por su actividad del día. Don Benito Otero, fiel cliente de la fonda, cruzaba impresiones con otro foráneo sobre el salvaje. Ambos concluían que la gente más guapa y fuerte le rendía igual, aunque no tuvieran nada en la panza. Esta indicación referenciaba una ajustada competencia para con el indio, al otro extremo del lugar. Ambos ya estaban entregados a la oscuridad que asomaba por la puerta de la pulpería y, como divisando figuras en la noche, se entregaron a elucubraciones mezquinas.
—Estoy acostumbrado a ver gente sucia, pero el salvaje que encontré… ¡Dios me salve! Qué abandono de persona. Le metí una rama seca en la boca y removiendo, encontré una dentadura mal gastada, con filos y toda ennegrecida, reconociendo la mascada de algún yuyo —dijo con sobresalto el forastero.
—Vaya a saber… qué audacia usted, cargarlo solo y sin manearlo.
—Escuche… no para de gritar, como llamando a alguien. Don Urteaga me comentaba que tiene intenciones de educarlo, sacarlo cristiano.
Y así, una nueva noche tragó en segundos la actividad del pueblo, dejando cada tanto un solo grito del salvaje proveniente del otro extremo de la fonda. Doña Lucía colocó la tranca en la puerta trasera de la pulpería dejando mudo al salvaje que, a idea de cualquier cristiano, se podía asegurar el descanso para él también.
Sus ojos se abrieron
La noticia corrió en el pueblo de manera tal que el mejor plan, antes de cualquier diligencia, era ir a ver la nueva atracción del momento. Una decena de chicos se habían juntado esperando que la fonda abra sus puertas. Sin señales de la apertura de la fonda, los niños se adelantaron y empezaron a trepar unos con otros por sobre el tapial. Uno de ellos, que logró sostener un momento de equilibrio, exclamó en un solo grito de euforia su descubrimiento. A la espera de encontrar algo primero que los demás, justo en el preciso momento que el niño explorador asomaba, los ojos del indio le hicieron anuncio que estaba amanecido. El conocido crujido a madera, indicaba la apertura de la pulpería.
Más tarde dentro de la fonda, dos mujeres de vestido oscuro, paradas en medio del salón, habían traído algo de ropa en buen estado para el salvaje. La más joven pidió verlo, bajo el consentimiento de Doña Lucía que con cierta gestualidad acentuó la picardía entre manos de las damas. Las tres mujeres salieron al patio y en un primer choque de vista gritaron en voz baja, pues el indio estaba parado a unos metros de ellas totalmente desnudo.
Doña Lucía, en una acción de mujer madura, resolvió dejar la ropa en el suelo y abrazando a las dos las llevó adentro de la fonda. Martín Urteaga había amanecido temprano para buscar al Juez de Paz, Don Estrugamou.
Como idea primaria, se intentaría educar al salvaje. Las creencias se ajustaban a una difícil tarea, si el indio apenas aceptaba comida. Se insistió que el sentido de su nueva vida correspondería primero a intentar salvar su alma, para después educarlo hasta que su decencia.
Varios días después
El agobiante calor de enero hacía doblegar cualquier paisano en las tareas rurales. No solo se caldeaba el cuerpo, sino que la mercadería se descomponía en cuestión de horas. Carnear significaba trabajos nocturnos. Así pues, antes de la salida del sol, se repartía para cocinarla al mediodía. La pampa semidomada daba lucha a las altas horas de la siesta, dejando las chicharras entonar las interminables notas en el pueblo viejo. El indio no estaba colaborando con las costumbres y los hábitos del lugar. Cada plato de comida, porción de agua o algún intento de acercamiento tenían poco éxito. Jalonar su cuerpo sudoroso y ennegrecido de varias semanas, no dejaba más remedio que utilizar métodos poco ortodoxos para conquistarlo. Todas las mañanas antes de abrir la fonda recibía dos cubas de agua fría de pozo. Eso enfurecía al salvaje, como si le doliese el golpe de agua. De vez en cuando lo agarraban entre varios de sus extremidades para cepillarle de cuerpo completo. Método que no llegaba nunca a buen puerto, ya que nadie quería hacer ese trabajo. En contadas ocasiones el indio se entregaba a la quietud repitiendo palabras para sí mismo, en un idioma desconocido para ese pueblo naciente. Luego llegaron los momentos donde fue peligroso la intención de educarlo, estaba en un estado de violencia para con todos, su tolerancia al trato no era aceptada y la cosa empeoró.
El árbol de la sentencia
La atracción pasó a ser una molestia y el esfuerzo por educar a indio no avanzaba. Sus raciones de comida eran solamente por acción de Doña Lucía, quien sentía algo de compasión por estar este en su propiedad. Las horas parecían días y ese pueblo curioso ya no asomaba ni cerca del lugar donde se encontraba el indio. En varias charlas nocturnas, cuando los pobladores cenaban en la fonda, se escuchaban comentarios sobre qué hacer con él. El vino y la ginebra obraban a favor de la personalidad del borracho, dejando las miserias sobre una mesa de madera, única testigo de las aberrantes ideas sobre el futuro del salvaje.
Una mañana Doña Lucía salió al patio de la fonda, notó que los fardos no estaban y que el indio tampoco. Al girar su rostro dejó caer la bandeja y exclamó con sentido de humanidad, tomándose con ambas manos la boca y luego el pecho. Estaba el indio sentado sobre el gran árbol, con su boca entreabierta, producto de unas vueltas de tiento de cuero de vaca. Las ataduras pasaban por su boca reseca y daban vuelta detrás de la cabeza, inmovilizando cualquier acción de morder para cortarla. No menos de cinco vueltas de ligas obstruían la entrada de aire y alimento por la boca. Sus manos estaban extendidas detrás del árbol y maneadas con alambre de acero dulce, amarrando las manos en cruz, trinquetadas de forma tal que el mismo acero había copiado la forma de las muñecas, dejando sus dedos sin movilidad. Sentado sobre un charco de orina de varios momentos sobre esa interminable noche. Sus pies extendidos habían rascado el piso de tierra, dejando surcos y exponiendo a carne viva la piel de los talones. Con su alma quebrada, la lucha lo había extenuado de tal forma que su mirada era solo una profunda y desesperada intención hacia Doña Lucía. De forma rápida y con ayuda de unos pobladores, le cortaron las ligas de cuero de su boca. En ese preciso momento el indio intentó cerrarla, pero no pudo. Su mandíbula había quedado trabada y acalambrada por el ceñido de los cueros. Solo un quejido de lo profundo del estómago asomaba.
Doña Lucía inmersa en fragor, le mojó la cara con una esponja, y con mucho cuidado le dio chorros que entraban en su boca infectada. Como en un intento de expresarse, el salvaje miró a Doña Lucía y expresó:
—Novchinovr… novchinovr… Con el último aliento del viento aborigen, el salvaje trataba de comunicar algo que, a duras, pero con esforzadas intenciones, sonaban así. Doña Lucía espantada, entendió que el indio le decía a modo de súplica: ¡No señor, no chinor!, profiriendo piedad a cada persona que se le acercaba.
La dueña del lugar se tomó unos momentos y, sentada en una de las mesas de piedra de la fonda, esperó la llegada de su esposo Don Martín Urteaga. Dio expresas indicaciones de que la situación era desbordante para todos y que debía ocuparse de encontrar una salida.
La liberación
Nada escapaba en ese pueblo sin el consentimiento de algunas personalidades colonizadoras. Capellanes, comerciantes, referentes irlandeses y hasta la mismísima autoridad moral, para la toma de decisiones. Pobladores de referencia para consultar decisiones importantes que involucren el criterio de fomento de las nuevas tierras de la incipiente colonia. Había que liberar al indio con el mayor de los sentidos. Y la justicia divina que reinaba ya en una colonia formada, dejó lugar a que sucediera.
Ese lunes, cuando el sol asomaba, solo interrumpido por algunos segmentos, un grito interminable y desgarrador hizo llegada a cada rincón. Habían ultimado al salvaje con una daga, derramado su sangre en el suelo virgen del pueblo “Venado Tuerto”. Se lo dio de baja esa mañana temprano, así lo expresaron los pobladores, como dando lugar al diario vespertino en primera plana. Y el frío acero de ese sable se oxidó para siempre en lo más profundo de las almas que aventuraron el deceso de la bestia. El indio obtuvo su liberación, surgió el primer asesinato en el pueblo Venado Tuerto, bajo la mirada de sangre extranjera.

Fundamentos y Fuentes
Hecho ocurrido por el año 1885, de conocimiento general en el pueblo. Fundamentado con testimonio oral relevado a María Urteaga, pariente de Dona Lucía y Don Martín Urteaga. Familia vasca, que, a modo de ayudar a la colonización del lugar, atendían una fonda frente a la plaza Fair (hoy San Martín) situada en la esquina, al lado donde hoy está el Centro Empleados de Comercio. Hecho plasmado por un conocido historiador venadense de esta forma:
“Don Martín Urteaga tenía en su casa particular un indio joven al que trataba de domesticar. El salvaje de piel dura, que no hablaba, sólo sonreía, dormitaba bajo unos fardos de pasto y se lo solía obligar a cubrir su cuerpo con ropa a fin de no permitir calamidades. Se tuvo maniatado un breve tiempo y al observar que su comportamiento hosco no había perspectivas civilizadas, se lo dio de baja, ultimándolo…”
Propiedad Intelectual del Sr. Mauro Hugo Bertozzi – Año 2015 – Expediente 5301076.

Mauro Bertozzi. Nació en Venado Tuerto en 1974. En los últimos quince años ha investigado, capitalizado y procesado información sobre los orígenes de la ciudad, haciendo un fuerte rastrillaje sobre el reparto de tierras y la fundación del pueblo. En su recorrido, y utilizando la consigna “caminar la historia”, se ha concentrado en los eslabones no investigados.
En el año 2012 presentó su primer trabajo; “Venado del 1900”, donde logró plasmar conceptos históricos no ahondados con anterioridad.
Sus escritos han sido publicados por medios gráficos locales y provinciales, entre ellos: El Informe, Pueblo Regional, La Capital, Sur24, El Litoral, El Mirador Provincial. En su recorrido ha brindado charlas en establecimientos educativos, medios radiales provinciales, televisión por cable y también en plataformas digitales de trascendencia nacional. Su perfil lo referencia como un nexo intermedio entre un gestor cultural y un autodidacta de temas que se relacionan con el aporte a la cultura y el patrimonio de la ciudad.
Su segunda obra, una investigación sobre la construcción del hito arquitectónico barrio “Provincias Unidas”, en su 50º aniversario. Presentada en el 2023.
Hace ya unos años que profundiza el legado sobre los fundadores de la ciudad. Su tercera obra; “Linaje francés en la pampa”, primera biografía sobre Alejandro F. Estrugamou. Como una característica en sus investigaciones, también ha logrado revisar para su cuarto libro, la vida y obra de Edward Casey O´Neill, en un proyecto denominado; “Los campos de Casey”, revisando su pasado no tan exitoso y su relación con los capitales británicos.

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