estigma / alberto cavalieri

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Aquella noche, la luz intensa, brillante y acerada se metía como una espada filosa por la pequeña ventana de la piecita donde dormíamos con mi hermano. Por alguna razón, su tonalidad fría y metálica me inquietaba.

La habitación era angosta, pero bastante larga y bajita. En otros tiempos había sido parte de una galería, con piso de ladrillos y techo de chapa sin ningún tipo de cielorraso. La humedad de las paredes causaba estragos en el revoque blancuzco, que caía constantemente y se convertía en un polvo arenoso y molesto que se depositaba sobre las camas. Entre los lamparones de humedad y los numerosos tramos de revoque que iban cayendo y develaban viejas capas de pintura, se dibujaban curiosas figuras de monstruos marinos y rostros extraños.

La piecita tenía dos camas ubicadas en un extremo, con una mesita de luz en el medio, sobre la que había un velador bastante rústico, una esfera de vidrio con un paisaje navideño en su interior que cuando se la agitaba se veía caer la nieve que lentamente se depositaba en el fondo. Yo tenía además una virgencita de Lourdes que en la oscuridad irradiaba una luz tenue y suave que me acariciaba mientras la miraba permanentemente cuando me costaba dormir. Mi cama, era de caños anchos y cromados con los extremos de los respaldares redondeados que acusaba el paso del tiempo y se parecía mucho a las que se veían en los hospitales de aquel entonces, mientras que la de mi hermano era de madera barnizada en tono oscuro. Los colchones de lana no terminaban nunca de despedir el agrio olor a orines que se escapaban en noches de incontinencia.

La luz intensa seguía allí. Me levanté y sentí el frío del piso en la planta de mis pies. Miré por la ventana y vi la luna inmensa y luminosa como nunca, que asomaba por arriba de la planta de nísperos que había en el patio. Tigre, el perro, que estaba inquieto, cuando percibió mi presencia en la ventana se paró en dos patas y metió el hocico entre las rejas para que lo acaricie. Me volví a acostar, pero no podía dormir.

Sería como la una de la mañana, yo seguía despierto y Tigre no paraba de moverse por todo el patio, mientas emitía un gemido muy agudo, como si estuviera nervioso. De pronto, comenzó a ladrar desaforadamente, tanto hacia calle Bolivia como al otro extremo del patio. Algo lo puso en alerta, y lo mismo pasaba con otros perros del barrio. Se sentían como aullidos que yo no había escuchado antes. El miedo se apoderó de mí como una sombra. Afuera, la luna seguía derramando esa luz tan intensa y amenazante.

Me levanté de la cama nuevamente y cerré la ventana. Dudé un instante y luego caminé lenta y silenciosamente hacia el dormitorio de mis padres. Los perros no paraban de ladrar y se seguían escuchando los aullidos. Me paré en la puerta. Mi viejo en calzoncillos y con el torso desnudo había abierto uno de los postigos de la ventana y miraba hacia la calle. Entonces escuché que mamá le preguntaba:

—¿Qué pasa viejo?

—Creo que anda el lobizón.

—Ay, Dios mío… ¿por qué decís eso? —dijo mamá ante su lacónica respuesta, y se sentó en la cama. Yo empecé a temblar sin decir nada.

—¿No viste? hoy es luna llena —dijo papá, como una sentencia.

—Pero… ¿vos viste algo?

—No. Pero todos los perros están como locos. Y además esos aullidos.

—¿No será que anda un caballo o un perro que no es de por acá?

—Para mí es el lobizón.

—Dios te salve María, llena eres de gracia… —empezó a rezar mamá.

Me fui acercado y me puse al lado de mi viejo.

—Mirá, lo asustaste… cerrá la ventana —expresó mamá.

—¿Qué hacés vos acá? Andá a la cama —dijo él sin mirarme y sin sacar los ojos de la calle. Afuera se veía todo muy claro y de un tono azulado. Yo no me moví de su lado.

Desde el lado derecho de la calle, o sea desde calle Ángel Soto, apareció Romualdo. Venía caminando lenta y sigilosamente, con una escopeta en sus manos. Cuando mi viejo lo vio, sacó la cabeza por la ventana y le dijo

—¿Qué hace Romualdo, adónde va?

—¿Lo vio al lobizón? Lo voy a matar.

—Pero Romualdo, déjese de joder y vaya a su casa que es peligroso.

—Yo no le tengo miedo… y además este desgraciado el año pasado me lo mató al “manchita”. Era una noche como hoy, ¿se acuerda?

—Pero no se sabe si fue él, nadie vio nada, Romualdo. Además, no lo va a poder matar. Váyase a su casa, hombre.

—Sí, yo sé que fue él. Y lo voy a matar —y encaró para el lado del río, mirando hacia todos lados.

Mi viejo hizo un último intento.

—Y usted sabe bien, que para ese lado no tiene que ir. Vuélvase, Romualdo… hágame caso —le dijo, casi gritando.

Pero Romualdo siguió su marcha, decidido. Papá lo siguió un instante con la mirada, hasta que su silueta se perdió detrás de las enredaderas en el tejido de “el sitio”. Cerró la ventana y el postigo y, una vez más, me dijo que fuera a acostarme. Le dije que tenía miedo y que no podía dormir. Rezongando, se vino con el colchón y las sábanas de mi cama y las puso a su lado. Nos acostamos. Los perros seguían ladrando y mi vieja todavía susurraba alguna oración. Antes de intentar dormirme, le dije a mi viejo:

—Papá, si Romualdo dice que va a matar al lobizón, lo va a matar a Higinio.

—Romualdo no va a matar a nadie. Lo dice porque debe andar medio borracho… quedate tranquilo y dormí.

Después de un rato, empezó a roncar.

Higinio era en aquel entonces un joven de unos treinta años que vivía con su madre, Doña Josefa, una mujer ya anciana. Vivían a una cuadra y media de mi casa, por calle Entre Ríos hacia el regimiento. Era una casita humilde, como casi todas las del barrio. Higinio colaboraba con Doña Josefa, que era muy conocida porque armaba los mejores cigarros y puros de toda la zona y los vendía muy bien, tanto en negocios como en su casa. Venían a comprarle de muchos lugares. Un productor tabacalero le traía las hojas de tabaco ya secas, ella las seleccionaba y se encargaba de todo el proceso de fabricación.

Higinio era muy flaco, huesudo, de tez pálida, con mucha vellosidad en brazos y piernas y, a pesar de no tener mucho cabello, lo usaba bastante largo. Era hosco y de escasa comunicación. Tenía seis hermanos mayores, todos varones. Con el tiempo, cada uno había formado su familia y se habían ido de la casa, algunos a otras ciudades.  Higinio había seguido soltero y era muy apegado a su madre.

Por su condición de séptimo hijo varón, la creencia decía que en noches de luna llena se convertía en un enorme animal en forma de lobo, que vagaba por las calles matando perros y otros animales. Contaban que hacía ya mucho tiempo, cuando él era apenas un adolescente, su padre había salido de pesca, solo, como lo hacía siempre, pero nunca regresó. Como nadie supo hacia qué pescadero se había dirigido, no pudieron buscarlo en un lugar preciso. Jamás apareció su canoa ni ninguna pertenencia, ni tampoco su cuerpo. Los rumores decían que no había querido volver por algo horripilante que había visto.

Higinio se solía sentar por las tardes en la vereda de su casa en una sillita petisa con asiento y respaldo de paja. Cuando salíamos de la escuela, a veces pasábamos por la vereda de enfrente para verlo y hacer comentarios sobre “el lobizón”. Seguramente, este estigma que cargaba había hecho de él un muchacho solitario y sufriente. A veces se llegaba hasta el almacén a traer los cigarros que fabricaba su mamá y que mi viejo vendía. Cuando mi viejo le pagaba los cigarros, se llevaba un paquete de yerba y otro de cigarrillos Imparciales. Sus manos tenían un color amarronado, con las uñas largas y sucias, seguramente por el trabajo diario con el tabaco. Si bien su presencia me generaba una cuota de temor, también sentía por él algo de ternura. Nunca había hablado con él. Una vez cuando jugábamos a la pelota en la calle, se nos fue muy lejos, por donde Higinio venía caminando, con su paso cansino. La agarró entre sus manos, la trajo y me la pasó, ante nuestras miradas curiosas y escrutadoras.

Romualdo, que esa noche iría en busca del lobizón cegado por la obsesión, vivía a la vuelta de mi casa, por calle Ángel Soto. Su casa estaba a mitad de cuadra, al fondo de un ancho pasillo, a lo largo del cual había otras casas. Era más o menos de la edad de mi viejo, pero parecía más grande y vivía solo. Hacía ya varios años que su mujer se había ido con un paraguayo para no volver nunca más. No tenía hijos y sus padres, que lo tuvieron de grande, ya habían fallecido. Él solía comentar que tenía un hermano que vivía en Buenos Aires, con el que había perdido todo tipo de contacto. Romualdo Trabajaba en el ferrocarril, y después de lo de su mujer, se había vuelto taciturno y había empezado a tomar.

En el barrio lo consideraban un buen hombre. No tenía problemas con nadie, excepción hecha de los hermanos Machuca, el mayor y el del medio. Romualdo era bastante alto, flaco, y de pelo bien lacio. Vestía siempre con ropas oscuras y fumaba mucho. Quizás la vida lo había transformado a él en un personaje oscuro. Venía al almacén de mi viejo dos o tres veces por semana, ya entrada la noche. Se fumaba un cigarrillo mientras hacía sus compras, y si bien no era de hablar mucho, se sumaba a una ronda de charlas que papá armaba con amigos. Uno de ellos era Don Vargas, que todos los días a esa hora, cuando salía del taller, hacía una parada en el almacén, dejando su bicicleta recostada en el paraíso de la esquina. También a esa hora llegaba “Carufe” Ferrari. Yo me ubicaba detrás del mostrador, apoyando los codos. Esas conversaciones de adultos tenían para mí un extraño magnetismo. Eran sobre la pesca, el fútbol, los vaivenes de la política. Y no faltaban historias de aparecidos y otras, tejidas en torno a mitos urbanos.

El año anterior, una mañana cuando Romualdo salía para su trabajo luego de una noche de luna plena, había encontrado a su perra “Manchita”, que hacía ya siete años que lo acompañaba, muerta en la calle, frente al pasillo de ingreso a su casa. Tenía unas heridas horribles. Al animal le gustaba la calle y Romualdo la dejaba afuera. Él nunca dudó, dijo que había sido el lobizón, sin considerar otra posibilidad. Alguien comentó en esos días que en esa madrugada había visto en las cercanías a los hermanos Machuca.

Los Machuca, con fama de mala gente y un par de muertes en sus espaldas nunca esclarecidas, vivían en la bajadita al río al lado del viejo hospital, a metros de la capilla. Eran el mayor y el del medio. El menor, había muerto. Lo había matado Romualdo.

Los hechos habían ocurrido cuatro años atrás en el boliche de la renga Doña Luisa, frente a la canilla pública donde empezaba el conjunto de ranchitos de pescadores a la orilla del río, a una cuadra de mi casa. Romualdo se llegaba siempre al boliche después de la cena a tomarse un vino y apaciguar su soledad. Esa noche estaba también el menor de los Machuca, un muchacho morrudo, retacón, bien morocho y que, con un par de dientes de menos, masticaba un cigarro. Entre ellos, las cosas nunca habían estado bien. Hay quienes dicen que ese rencor que se tenían, a la vez los atraía. Los dos esperaban el momento en que se fueran a enfrentar. Y fue esa noche.

Los dos habían tomado un poco más de la cuenta. Razones para trenzarse en la discusión, nunca faltaban. Esta vez fue por la política. Romualdo era de tradición peronista, mientras que el menor de los Machuca trabajaba, como sus hermanos, para un puntero del Partido Autonomista. Luego de algunas palabras intercambiadas, la discusión subió de tono hasta que Romualdo lo empujó. En el retroceso, el menor de los Machuca buscó en su espalda un cuchillo que siempre llevaba escondido en una vaina. Rápido de reacción, Romualdo lanzó lo que le quedaba de vino en el vaso sobre los ojos de su oponente y, en su mano derecha apareció un cuchillo. Era el que Doña Luisa tenía sobre el mostrador para cortar el salame y el queso. Sin titubear, Romualdo lo primereó a Machuca, se abalanzó sobre él y le clavó el cuchillo en el pecho.  El muchacho se fue deslizando con la espalda sobre la pared hasta quedar sentado en el piso, dando convulsiones y escupiendo sangre. Romualdo lo miró sin decir palabra, ante las miradas de los demás parroquianos y los gritos de Doña Luisa. Entonces apoyó su pie izquierdo contra el hombro del todavía moribundo y con frialdad extrema, retiró el cuchillo que chorreaba sangre. Lo puso sobre el mostrador, y al lado dejó un billete que pagaba su consumición. Luego salió caminando del boliche y se fue por el lado de la arenera de Melana. Dicen que en su casa se preparó unos mates y se quedó esperando que lo venga a buscar la policía.

Al menor de los Machuca lo llevaron entre cuatro al hospital, a una cuadra, pero llegó muerto. Sus hermanos no estaban, se enterarían recién al otro día por la mañana, cuando llegasen de pescar.

Romualdo estuvo detenido un tiempo, pero fue liberado por haberse considerado el crimen un acto de legítima defensa. Por indicación de la policía e instinto de supervivencia, nunca regresó a ese sector del barrio, territorio de los Machuca. Hasta esa noche.

La madrugada se estaba haciendo interminable. Sentía a mi viejo dar vueltas en la cama, inquieto y preocupado. Finalmente, el sueño llegó y logré dormirme.

Mi viejo, como todos los días, se levantó muy temprano, alrededor de las seis y media de la mañana. Seguía preocupado por el episodio de la noche con Romualdo. Se tomó los primeros mates en la cocina y abrió una de las puertas del almacén para fumarse un cigarrillo en la vereda. En ese momento vio pasar un automóvil de la policía hacia la costa del río, lo que lo puso en alerta. “La Celina”, que como todas las mañanas venía desde su ranchito a paso rápido, de camino a trabajar a lo de las Lescano, le dijo:

—¿Se enteró Don Bebe que lo mataron a Romualdo?

—¡¿Qué?! ¿Cuándo? ¿Dónde fue eso? —preguntó papá, horrorizado.

—Parece que anoche, ahí a la vuelta —dijo la Celina, señalando para el lado de la canilla pública. —Dicen que fue el lobizón. Ahí está el pobre Romualdo, tirado en la calle —Y siguió caminando hacia calle Caá Guazú.

—¡Pero la puta madre!  —Papá cerró el almacén y se fue corriendo para el lado de la costa.

Cuando llegó, estaba la policía y cinco o seis vecinos, todavía sorprendidos. Según contaría mi viejo, el cuerpo de Romualdo tenía varias heridas cortantes en el cuerpo, en la cara y una muy grande en el cuello. Estaba todo sucio de tierra, como si se hubiese o lo hubiesen arrastrado unos metros. Papá volvió sumamente perturbado, sin poder sacarse de la cabeza el cruce de palabras que apenas unas horas antes había mantenido con Romualdo.

Esa mañana el barrio todo se llenó de rumores, comentarios e intrigas. Algunos pocos, y no sin temor, deslizaron la sospecha hacia los hermanos Machuca. Pero poco a poco, la gente se fue convenciendo de que el crimen no era obra de ningún humano. Había sido el lobizón. Y el nombre de Higinio se empezó a mencionar.

Se formaron grupos de personas en la cuadra de su casa, que lanzaban miradas y señales malintencionadas hacia la vivienda donde vivía con Doña Josefa. Vecinos de otros barrios, curiosos y hambrientos de chismes, se empezaron a agolpar a lo largo de la cuadra. Pero pasaban las horas y ninguno de los dos salía de la casa.

Entonces, cuando ya estaba cayendo el sol, y viendo que el tumulto no cedía, Doña Josefa salió a la vereda y los enfrentó:

—Dejen de decir barbaridades. Todo lo que dicen de Higinio es mentira. Es un muchacho bueno y trabajador, y no se transforma en nada. Yo lo parí, lo crié y estuvo conmigo toda su vida… lo conozco mejor que nadie. Estuvo toda la noche con fiebre porque está engripado, yo misma lo cuidé. Váyanse y déjennos en paz, que nosotros nunca le hicimos mal a nadie —les espetó a todos en la cara, masticando lágrimas y bronca. Y se metió adentro.

Se hizo un largo silencio. Todo pareció calmarse. Mi viejo estaba nervioso, desde la puerta del almacén miraba a cada rato hacia la cuadra donde vivían Higinio y su madre.

Pasó un tiempo bastante largo desde que Doña Josefa les habló a los vecinos, aunque la multitud aún no se dispersaba. Entonces, un grito desgarrador de Doña Josefa dentro de su casa quebró la serenidad del anochecer.

Al escuchar el alarido, Don Atilio Romero, que vivía al lado y era de los pocos vecinos que tenía excelente relación con la mujer y su hijo, llegó corriendo e ingresó a la casita. Los vecinos se amontonaron enfrente de la puerta para ver qué ocurría.

Pasaron unos minutos hasta que apareció don Atilio Romero con el semblante desencajado. Se quedó parado en la vereda. Recorrió con su mirada uno a uno el rostro de sus vecinos, y con voz firme pero angustiada, les dijo

“Higinio se ahorcó en el baño”.

Alberto Cavalieri, publicista, autor de El río como testigo (AJÍ ediciones 2021)

Cuento con mención especial en el concurso literario de la Feria del Libro de Venado Tuerto 2023

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