
Buenas tardes. Yo tengo que dar una charla acá mañana, me llamaron unos muchachos por teléfono… Mi nombre es Osvaldo Soriano.
La prolija ronda de mates que lo esperaba se desarmó para recibirlo. Era setiembre de 1988 y él era —sigue siendo— uno de los grandes relatores de esa década. Su escritura gozó, para escozor de algunos de sus colegas, de una fraternidad popular que lo hizo masivo. Era el autor de No habrá más penas ni olvidos, también película. Una crónica sagaz de los años anteriores, en clave de enfrentamiento violento.
Al día siguiente, la charla-conversación se hizo extensa, una pregunta, la otra, la literatura, la política. El humo de los cigarrillos atosigó la sala y clavó una nube oscura en el centro de la reunión. Después, caminando para una cena hacia el Third Time por calle Belgrano, mencionó una colección de historia que estaba leyendo y lo tenía fascinado, con actas, cartas y detalles de las luchas por la independencia. Es increíble todo eso ¿no? Castelli, Monteagudo… ¿Qué pensaban esos tipos? Estaban locos de patria…
Ya en sobremesa, se disipa otra intimidad. El empleo estatal de su padre, que de pibe lo hizo recorrer varias provincias, Córdoba, San Luis, Río Negro; las mudanzas que lo seguirían acompañando después, él también era su propio personaje, el Míster Peregrino Fernández. Que Página 12 era una forma nueva del periodismo, pero lo difícil que es tomar un café ahí; que él empezó a leer de grande; que su gusto es el policial negro americano, Raymond Chandler. Y como al pasar, asoma una palabra clave: exilio.
En Bélgica no tenía los papeles de residencia y andaba con el culo a dos manos con la cana. Al principio pensás que va a durar poco, que pronto te vas a pegar la vuelta. Y además, estás en un lugar que no te importa un carajo…
Todavía resulta compleja la inscripción del exilio, de los exilios, en el pasado argentino. El suyo fue por las amenazas de la Triple A. El desarraigo del exiliado que lo pierde casi todo, lo sabemos; su casa, su lugar, su trabajo, sus olores, su geografía, sus amistades, y en general, su lengua. Así de despojado, con sensación de injusticia, queda flotando por ahí.
Más tarde a Francia, alternando entre la solidaridad de comités de ayuda a refugiados y una perturbadora flema xenófoba de los galos. Solicitadas, volantes, revistas, denunciando la dictadura, pidiendo colaboración. Mendigando legitimidad entre celebridades europeas, la indiferencia de Jean Paul Belmondo o la queja amarga de Lino Ventura: “Los latinos me tienen cansado…”.
Pero también existió el enorme Julio Cortázar, ya en París, con su generosa hospitalidad y Osvaldo Bayer con su bonhomía desde Berlín. Bayer lo cargaba porque era de San Lorenzo, cómo vas a ser hincha de un club con nombre de cura. También los domingos sin fútbol lastimaban su paquete de ausencias. No había web, apenas una radio con 18 frecuencias y una antena larga para agarrar Argentina a ciertas horas.
Se acomoda mejor, pero su territorio no está ahí; tampoco lo encuentra al regresar. Algo se rompió. En la vuelta, hay un nuevo extrañamiento por un paisaje que ha cambiado. Búsquedas que requieren ficcionar lo que no es posible, lo que no se encuentra.
Así sus personajes, más que perdedores, podríamos ubicarlos en la metáfora de una aspiración nacional: gente que está detrás de un triunfo que no va a suceder. Lo que queda —casi inevitablemente— es un fulgor, una melancolía, una “espera de lo que ya ha venido”.
II
Domingo temprano, a Murphy en su Dodge 1500 celeste, con el Topo Dabove, el arquero de La Biblio. Los secretos del puesto nos ponen en tema: a nosotros se nos está yendo Chilavert. Es medio loco, pero es muy bueno, no va a ser fácil remplazarlo…
El fútbol es un juego y es la representación de una batalla donde hay héroes, dice, pero sin víctimas. Y algo de eternidad, porque los héroes no mueren nunca.
Y ahí vamos, mientras él maneja. Un escritor que amaba los gatos y trabajaba de noche, con esa cosa de insomne. Sus libros eran de los más vendidos, pero no contaba con el reconocimiento de la academia y eso le dolía. “Los patovicas de la academia” no lo dejaban entrar. En el estilo incisivo y directo de sus relatos mostraba todo el oficio del periodismo. Antihéroes de los márgenes, irredentos, en ironía de situaciones.
Llegamos a la cancha. La banda ya estaba instalada en el sector de visitantes y el asado en marcha. El clima de la previa lo contagió. Antes de comenzar, entre los papelitos al viento, corrió a sacarse la foto con el equipo. Nos desea suerte. Se abraza con varios, está conmovido y tenso en la emoción como si tuviera la 9. Cambio cualquier cosa por jugar 90 minutos, dice en voz baja.
Silbato de inicio. La pelotita empieza a rodar. Todavía se estaba acomodando cuando lo ve volar al arquero de La Biblio sacando con mano cambiada un tremendo pelotazo de Pablo García. Pregunta nombres. Guillo Huergo muestra chispazos de su talento, Julio Cinquepalmi frota la lámpara mágica de su zurda y Pícolo Toselli, es “un hombre que es toda la defensa”, como diría Hugo Asch de Perfumo. Algunos juegan bien che, opina con entusiasmo.
III
Una sombra ya pronto serás, una de sus últimas novelas, se publica en 1990, años después también película. En los cines, la gente se iba levantando de sus butacas antes del final, aburrida o decepcionada. Me tocó presenciarlo en un cine de Buenos Aires. El tono de la época suena diferente, ha comenzado a cambiar. El auditorio es el mismo, pero es otro.
Esos personajes desahuciados, algo simpáticos, han dejado de interesar; lo que cuentan ha dejado de conmover. Esos milagros ya no interesan. Esa fantasía está agotada. Ese humor ha dejado de divertir. No hay más paciencia para esos diálogos. Las moralejas del tango llegaban a su fin.
Abundan los errantes sin destino. Un camionero que viaja, pero no sabe adónde va. Una pareja de jóvenes idealistas que andan en un Mercury por la pampa, pero quieren llegar a Ohio. El que se sienta en un tren abandonado a esperar que se ponga en marcha; pero nadie vendrá, ese tren ya no le interesa a nadie. Son las patrullas extraviadas de un espejismo.
Es la última estación de la primavera democrática. De la mano de esa desazón se van a construir las férreas máscaras del futuro menemismo como trama cultural. Hemos creído en demasiadas cosas, ya no creemos más. Salvo en lo propio. El esfuerzo de comprensión ya no. Es hora de hacer guita, tomar champagne, merca, y si no alcanza, Poxi-ran. La trampa no será un problema. Sabemos que los despojos van a caer, pero no le haremos caso. El éxito está ahí y hay que ir a fondo, caiga quien caiga.
Una sociedad con algo de eso: no puede ir adonde quiere y no puede volver de donde está. Partir es imposible, regresar también. Hay algo que no habrá más y sufre. El adiós es largo, el largo adiós.
IV
Dos a cero sobre Unión y Cultura. Goles del Cuni Rojo y del Gringo Bianco sobre el final. Triunfo decisivo en un partido duro. Ameghino a un paso del título será la tapa del diario La Ciudad. Somos casi campeones y a la vuelta se arma otro asado, esta vez en la calle. En la calle, calle. Las parrillas sobre el pavimento de la Juan B. Justo. El Negro Carpio es el comandante en jefe de los fuegos y las brasas. Entre el gentío y el humo aparece Osvaldo, recién bañado.
—¡Qué partido hoy! —dice. Pasaba a saludar. No, no me quedo a comer. Sí, parto ahora, no quiero llegar tan tarde a Buenos Aires.
Yendo para el auto, mueve levemente la cabeza hacia el costado señalando al Topo que está un poco más allá. Las cejas levantadas, los ojos pícaros y la media sonrisa cómplice:
—Un arquero de éstos necesitamos en San Lorenzo.

Marcelo Sevilla es autor de La llanura hacia ninguna parte (Bardo editorial 2017) y de La Biblio, esa historia (Ají ediciones, 2021). Este texto es parte de La Biblio, esa historia.
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