Durante un tiempo compartí alambrado con un escupidor de jueces de línea. Yo no fui un participante activo de aquellas escenas sabatinas, pero tampoco lo que podría considerarse un testigo completamente neutral. Admito que me alborozaba con la puntería eventual del gargajo justiciero, el que servía para reconvenir el banderín que no flameó ante un offside ostensible o que marcó un lateral para acá cuando era para allá.
Puedo decir entonces que conozco el dispositivo porque lo vi de muy cerca, de muy cerca y desde adentro, porque palpé concretamente su manera de instrumentar una violencia que en verdad nunca pasaba a mayores. El dispositivo consistía básicamente en esto: en establecer Yo-soy-Nadie (no tengo cara, no tengo nombre) y Vos-sos-Alguien (detentador de algún poder, por pequeño que este sea) y eso-me-da-derecho-a-agredirte.
El factor proximidad incidía en el asunto. Al árbitro principal del partido se lo podía insultar, y eso gritando fuerte; pero al línea además se lo podía escupir y hasta dar frecuentemente en el blanco (los meros marcadores laterales quedaban por eso mismo más expuestos al agravio que el talentoso diez o el nueve goleador del rival; Eber Ludueña ya lo explicó alguna vez en una de sus magníficas entrevistas). Yo-soy-Nadie, Vos-sos-Alguien, eso-me-da-derecho-a-agredirte, vos-no-me-podés-responder. No importa lo módico de lo alguien que es ese Alguien, para Nadie sin dudas es Alguien y en esa premisa se afirma. Tampoco importa que la disminución de la modestia de decirse Nadie sea apenas una coartada para habilitar una violencia que el otro tendrá que soportar sin reacción. Yo-soy-Nadie, Vos-sos-Alguien, pero resulta que te tengo a mi alcance. Te voy a agredir y te la vas a tener que aguantar.
Las tecnologías en sus distintas variantes sirvieron siempre, a lo largo de la historia, para transformar las escalas propias de la cercanía o la lejanía. Con los prismáticos, surgió la posibilidad de ver de cerca lo que estaba lejos. Con el teléfono, la posibilidad de escuchar de cerca la voz del quien estaba lejos. Con el tren, con el avión, con el automóvil, la posibilidad de llegar mucho más pronto a lugares que estaban lejos, es decir, de llegar como si estuviesen cerca. Con las nuevas tecnologías, las de estos últimos años, la lejanía casi desapareció; el efecto de proximidad general se extendió hasta volverlo todo inmediato (todo es ya, todo es acá).
Cambió en principio, parecía que para bien, el régimen de circulación social de los discursos. Ahora todos podemos publicar (ya sea en un formato o en otro), ahora todos podemos comentar (decir algo de lo que los otros dicen). ¡Qué prodigiosa nivelación! ¡Qué forma de libertad más propicia! Sin embargo, como sabemos, las tecnologías de por sí no asumen nunca un carácter determinado u otro, no tienen nunca un signo intrínseco, no son nunca esto o aquello; dependen siempre de los usos que se les dé y ese uso es un espacio en disputa.
No sorprende, en este sentido, que, bajo una condición de cercanía generalizada, se haya desplazado y exacerbado la activación del dispositivo: Yo-soy-Nadie (no tengo nombre, tengo seudónimo, o un nombre que equivale a Nemo; no tengo cara, sino avatar; no importo, no existo) y vos-sos-Alguien (grande o chico, ya no importa; tenés cara y tenés nombre. Y sobre todo: te tengo a mi alcance) y eso me da derecho a descargar contra vos las pestilencias de mi violencia verbal. Quedate en el molde y aguantá, o te voy a diagnosticar narcisismo.
Si lo pienso con calma (ahora, por ejemplo, lo estoy pensando con calma), no puedo sino desaprobar la conducta del escupidor de alambrado, reconociendo que me caía bien y que más de una vez festejé, aunque con discreción, la parábola de los proyectiles que sonsacaba de sus entrañas. Lo digo sin ambages: estaba mal lo que hacía. Diré, sin embargo, que lo prefiero, que mal o bien lo prefiero, antes que al que hace lo mismo pero agrediendo en el espacio virtual, justo ahí donde otros querrían discutir, polemizar, hacer que unas palabras se traben en lucha con otras, que los debates tengan su desarrollo y cierto grado de elaboración.
No digo que actuara bien mi vecino de alambrado, pero la verdad es que lo prefiero.
Martín Kohan. Escritor.
Anda dando vuelta tanto gil que se publicita escritor. Y Martín Kohan, tres libros de ensayo, tres de cuentos, diez novelas dice que en un sentido estricto nunca descubrió haberlo sido. Que su relación siempre fue con el escribir y no con el ser escritor, que para él eso nunca representó una ambición o un deseo.
Egresado del Colegio Nacional de Buenos Aires. Enseña teoría literaria en la Universidad de Buenos Aires y en la Universidad de la Patagonia. Cree que por haber elegido la literatura resignó un aprendizaje, integración, sociabilidad, disfrutes compartidos. Al estar tanto tiempo solo, leyendo o escribiendo, dejó que discretos pasaran por un costado.
Entre sus tantos libros se encuentran El informe, Los cautivos, Dos veces junio, Ciencias morales, Bahía Blanca y el último, de cuentos, Cuerpo a tierra.
En la infancia tuvo una perra: Yenny. En la adultez, un gato: Dumas. Kohan prefiere la ropa de Adidas, es fanático de Boca como su hijo Agustín y al acostarse, antes de quedarse dormido, implora que no lo atraviese el insomnio.
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