A mis recién estrenados veintisiete años, llevo un lustro entero de existencia viendo desfilar al mundo por delante de la caja registradora que ocupo en el supermercado donde trabajo. Nunca antes, esta taimada observadora de la trivial cotidianidad, había advertido entre sus variopintos clientes atisbo alguno de admiración por la labor que, día tras día, se esfuerza en desempeñar. Ha tenido que ser durante estos insólitos y pandémicos tiempos que el colorido uniforme de reponedora, en el que me enfundo cada santa mañana, ha adquirido el rango y la distinción propios de los que lucen los héroes.
En ningún caso mi objetivo fue lograr reconocimiento alguno, tal vez algo de respeto por parte de esos mismos consumidores que, por sus prisas y prejuicios, me miraban con altivez o ni siquiera reparaban en mi existencia, reduciéndome a una simple y parlante prolongación de la caja veintiuno desde la que, servil, despacho sus pedidos. Medidas de seguridad, higiene extrema, cuidadas y educadas formas bajo la atenta amenaza de un microscópico virus que, desde su liliputiense tamaño, ha llegado a imponernos y a condicionarnos más que cualquiera de nuestros prójimos de mayores proporciones. Navegamos, hace años, en el baile de disfraces de las apariencias sólo que ahora, y dada la acuciante coyuntura, nos hemos colocado, por fin, las mascarillas.
Cuando las circunstancias lo exigen y nos infunden miedos, nos volvemos amables y misericordiosos, aunque sólo sea en los ademanes y por un espacio acotado de tiempo. Cuando la tormenta haya pasado, que como todo en esta vida pasará, lo celebraremos y, a los pocos meses, los temores se irán disipando hasta desvanecerse en la neblina de ese edulcorante y redentor alcohol llamado “olvido”. Yo volveré a ser un simple apéndice de la caja registradora que ocupo en mi trabajo, y todas las miradas de respeto y de sentido agradecimiento desaparecerán también con las máscaras protectoras que, por unos meses, nos sirvieron como escudo contra la pandemia. Me quedaré, de nuevo, sin más galones que la propia integridad, imperceptible o irrisoria para la mayoría de apresurados ojos que ni siquiera alcanzarán a verme tras la cinta transportadora.
Entre el anecdotario personal, durante este dilatado estado de alarma, debo destacar mi creciente auge como objeto del deseo para los don Juanes enjaulados, que jamás antes habían reparado en mi existencia, pero que ahora me dedican sus más lisonjeras y consideradas galanterías cuando bajan a comprar cualquier prescindible artículo, por cuarta vez durante la misma jornada. Imagino que en casa, junto a sus redescubiertas esposas, adoptan el papel de abnegados corderitos y que, a falta de poder encontrarse con sus respectivas amantes, matan el tiempo bajando al supermercado a ejercitar su bien aprendido arte del cortejo y la seducción. Hace dos semanas uno de esos zalameros clientes me pidió que intercambiáramos las direcciones de correo electrónico. Accedí por cortesía pero, cuando por la noche recibí noticias suyas, decliné su amable y atrevida oferta explicándole que, a pesar de la pandemia, estoy feliz con la relación de pareja que mantengo desde hace tres años. No volvió a escribirme y a partir del día siguiente comenzó a hacer cola para pagar frente a su objeto del deseo, Elvira, mi compañera de la caja veintitrés… Al final, como en mi puesto de trabajo, pase lo que pase durante la semana, terminamos sin demasiado cambio en efectivo.
Una respuesta
Eloi Babí
Muy bueno el relato de Fátima Beltran, como todos los textos suyos que uno ha podido leer (entre ellos, su excelente novela «Bienalados»). Un placer leer otra interesante narración de Fátima como la que aquí nos ofrece, de un magnetismo en su estilo, realismo y a la vez originalidad francamente admirables.