En relación a las dimensiones éticas que se ponen en juego en las políticas en ciencia y tecnología, el discurso científico está, en efecto, en una encrucijada. Hoy, aún desde la misma ciencia, se discute el antropocentrismo de la ciencia; se debate si la tecnología puede contribuir a aliviar o si sólo va a acentuar las desigualdades; también se habla de la preocupación ecológica que nos obliga a cuestionar el especismo y la centralidad del viviente humano en el ecosistema. Pero también es cierto que en este orden social y económico capitalista, siete mil seiscientos millones de personas no están todas destinadas a ocupar el lugar de Pueblo, con mayúscula, como lo llama Giorgio Agamben. Y entonces cabe preguntarse en beneficio de qué tiramos por la borda “antropocentrismo”, cuando muchísimos “antropos”, o vivientes con forma humana, están siendo deliberadamente excluidos de la posibilidad de vivir con ciertos bienes básicos: agua potable, aire no contaminado, alimento razonablemente sano.
Estas discusiones se están dando en el seno de la propia ciencia, de allí que si bien es cierto que la ciencia está deslegitimada, a veces por su propia connivencia con los poderes más avasallantes, también es el lugar desde el cual se formulan metódicamente todas estas críticas. Y en ese sentido, la ciencia está bastante viva, me parece a mí.
En cuanto a la digitalización, las nuevas tecnologías digitales nacen en el cruce de distintas fuerzas, una de las cuales es el deseo de control social, para lo cual se dispone de la capacidad enorme de esas tecnologías para producir un cierto fenómeno de control a gran escala sin apelar al individuo, sin apelar a su capacidad reflexiva, sino operando sobre sus emociones y sus impulsos más inmediatos. Un poco atropellándonos con la velocidad de las incitaciones —a consumir, a opinar—, y con innumerables páginas de términos y condiciones que las personas realmente no llegamos a leer porque necesitamos resolver alguna urgencia: acceder a un servicio, contestar una llamada, acceder a cierto contenido que necesitamos. Es lo que Antoniette Rouvroy y Thomas Berns llaman “gubernamentalidad algorítmica”. Y es algo para tener muy presente, no es una coincidencia. Hoy, este “shock de virtualidad” al que nos empujó la pandemia nos propone un gran desafío: tenemos que ponernos ya mismo a investigar qué está pasando, qué puede pasar y tomar medidas; porque toda la información que estamos dejando en las plataformas tiene un destino inmediato.
En mayo, la revista Forbes publicó en su tapa que entre marzo y mayo de 2020 las veinticinco personas más ricas del mundo ganaron doscientos cincuenta y cinco mil millones de dólares. Son empresarios de tecnología, de redes sociales y de comercio electrónico, principalmente. Este es un hecho político de primerísimo orden. Creo que las fuerzas del presente en relación con la ciencia son tan desconcertantes como en relación con otros temas. La ciencia no está en un lugar particularmente importante hoy; es importante la vacuna, pero no sé si son importantes la ciencia y la tecnología en sentido amplio. Queremos algo como la pastilla para los nervios, ¿es importante la ciencia de la salud mental o es importante la pastilla para restituir una función que quizá fue dañada por la misma actividad que queremos reiniciar lo antes posible? Estoy sin duda de acuerdo con que ciencia y tecnología hoy no es lo mismo que hace veinte o treinta años, pero porque el mundo no es igual; porque la ciencia y la tecnología no son iguales; porque las personas ya no son iguales. Pero también hay que estar atentos a las racionalidades políticas generales, eso que hemos llamado aquí “neoliberalismo”, que por supuesto impregna la subjetividad, que tiene un correlato con ciertas tecnologías políticas —la “gubernamentalidad algorítmica” que antes mencioné es una de ellas—, y que claramente imprimen límites fuertes a la posibilidad de desarrollo de naciones como las nuestras. Si miro el rebrote de las creencias religiosas, vamos a decirlo así, no me imagino a seres modernos desencantados con la ciencia que se vuelcan ahora al evangelio; no veo eso. Veo un proceso de descomposición ocurriendo allí donde no llegó nunca algo derivado de la Ilustración, con todos los errores que puede haber tenido. Que en nuestro país viene de la mano de la escuela pública, del secundario que ahora es obligatorio y de la universidad pública gratuita e irrestricta. No trabajo ese tema, pero tendería a pensar que quizás en Argentina no es tan fuerte el crecimiento evangélico en parte porque hay una enorme política de juventud que se llama universidad pública. Es sólo una hipótesis, quienes conocen más quizás podrían refutarla. Pero me parece que los acoples generacionales, el modo en que cada joven que va naciendo se va sumando al mundo actual, son muy distintos hoy que hace cuarenta años. Nosotros nos formamos con conceptos políticos y filosóficos que son para otro tipo de entramado social. Decir “hace setenta años” es equivalente a decir “hace muchísimo” o “hace muy poco”. Uno podría pensar que los conceptos con los que trabajamos, como la democracia, son muy recientes. Es graciosa la anécdota —posiblemente sea apócrifa— de Zhou Enlai, a quien le preguntaron una vez ¿qué piensa de la Revolución Francesa? Y él respondió “No sé, todavía no pasó el suficiente tiempo para hacer un balance”. Hay algo de eso con la democracia: no se concretó todavía, es aún muy reciente, si pensamos en tiempos largos. Y la sociedad ya se va de la escala de la “racionalidad comunicativa” a lo Jürgen Habermas, el último gran filósofo geopolítico de Europa. No hay mundo ni hay sociedad para la tesis de Habermas. Si bien él era consciente del salto de escala; proponía el modelo de la Unión Europea pensando en eso. Pero hoy el mundo excede esas previsiones. Europa se inunda de gente que quiere estar ahí porque en su lugar de origen no puede vivir, porque los desplazan por conflictos territoriales, políticos, por migraciones que tienen que ver con lo climático, con las guerras, con las hambrunas, por la colonialidad que la propia Europa contribuyó a crear.
Me quedo pensando en la cuestión del duelo. No tengo esa sensación, sino que, cuando pienso los desajustes cognitivos en relación con la escala, es porque creo que coexisten dos tipos de actores: los actores de mediana y pequeña escala, que son muchísimos y muy importantes y me parece que es central (de hecho trabajo con colectivos de artistas y de científicos mirando eso). Pero también hay actores grandes, cuya lógica todavía conserva en parte algunos de los mismos lenguajes o de los mismos conceptos, no sé si de las mismas prácticas, a los que estábamos acostumbrados. Y todavía podemos presionar sobre ellos porque son los que, por un tiempo largo, van a seguir siendo decisivos. Probablemente durante toda nuestra vida, no sabemos la de nuestros hijos, pero la nuestra sí.
Personalmente creo que no hay que abandonar esa pelea. Porque si no, la gran política hoy se está llevando puesta muchísima imaginación. Entonces está bien que miremos la imaginación, me parece buenísimo, central, pero no dejaría nunca de seguir reclamando volver a pensar el Estado, seguir pensándolo, seguir diseñando políticas, pensar colectivos, alianzas entre Estados, toda esa dimensión más geopolítica me parece central. Porque hoy realmente el juego ese define la vida de miles y miles de personas y de cientos de generaciones hacia adelante.
Cuando decíamos al principio pensar el sistema y hacer ejercicios de escala, empezando por entender el sistema en el que uno está actuando, es para lograr rápidamente llegar a esta conclusión, y tratar de construir el intermedio. A eso me refiero con que desde muy chicos, los chicos tienen que hacer ejercicios de escala. Porque perder de vista la escala es también parte de la rápida transición cognitiva de una generación a la otra. Nosotros, como profesores, tenemos que impulsar que los estudiantes hagan el ejercicio de entender las escalas, porque ni bien terminemos de hacer eso, el testigo ya pasó a la otra mano, ellos están corriendo otra carrera ya. Nosotros ni siquiera tuvimos la misma vida que los estudiantes que son ahora becarios, no es la misma realidad, la de ellos es otra velocidad, otro nivel de competitividad, todo es diferente de hace veinticinco años. Entonces los testigos que nos pasamos de generación en generación tienen que estar muy afinados. Tenemos que afinar mucho el instrumento pedagógico para que rápidamente vean donde va la flecha. No le puede pasar a Wikipedia no darse cuenta de que Google la iba a fagocitar. Si uno piensa, enseguida dice: ¿cómo no lo sabían? No puede pasar eso. Hay cosas que ya las sabemos, no hace falta experimentarlas, ya sabemos cómo va a ser.
También la política, la grande, tiene que saber que esa diversidad es parte de lo que nutre la política. No necesariamente tiene que convertirse en eso, pero sí se nutre de eso. Para mí es muy importante la cuestión de la transdisciplina. También esta idea del acercamiento a la ética hacker, y no sólo por parte de los científicos sino también de los planificadores. Creo que hay poca relación entre científicos, “hacedores” y planificadores, y esa combinación sería muy potente. Porque tengo la impresión de que en el mundo institucional las personas se vuelven expertas en permanecer en las instituciones, pero no necesariamente somos expertos en hacer cosas en el mundo. Y es bueno recordar que hay un mundo a transformar que no es solamente el de las instituciones. Sólo que eso también se entrena en las instituciones, porque si no lo aprendemos en las instituciones, que son los marcos, difícilmente después los países hagan cosas distintas a replicar la propia permanencia.
No sé muy bien cómo se dice esto, pero es necesario enseñar habilidades para operar sobre el mundo. Hoy no tenemos que dar clases solamente sobre la disciplina, sino que hay que desarrollar y compartir métodos de trabajo cognitivo que nos permitan identificar los problemas de este momento. Eso es, en parte, quién va a hacer el enlace. Hay que formar personas capaces de entrar y salir del temario curricular.
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