como si nada / leonardo beneyte giner

con No hay comentarios

A tan sólo 30 kilómetros de la ciudad sobre la ruta 3 (con apenas 600 metros de acceso en asfalto) se erige —más bien se esconde— mi pueblo natal.

Si vas por la ruta apenas divisás un amontonamiento de árboles. Vas mirando la infinitud de la pampa húmeda —campos de trigo, campos con vacas— y no hay un de pronto, y ¡ahí está!, no.

Podrías seguir viajando y mirando la planicie como si nada y no te darías cuenta que ahí, en esa mancha de árboles oscuros hay un pueblo.

Y estarías mirando otra porción más de campo, más campo, como si nada. No pensarías en un monte, aunque se divisan apenas unos silos a la izquierda. No tiene un rio, no está en un valle verde, ni lo abraza ninguna elevación de cerros o montañas.

Ni te sorprenderías entrando, ni cruzás ningún puente al llegar, ni te encandilás con un lago a sus pies. Ni siquiera se posó un ovni para que pudiera atraer turistas a ver su círculo negro.

No. Es como su nombre: bajo y hondo, en un aspecto descriptivo y de sensación. En ese sentido estuvieron bien. Si le hubiesen puesto Nada Misma, también le hubiese quedado bien.

Ahí me crie, en ese espacio terrenal llano, una planicie, una estepa.

En lo geográfico y planimétrico, forma un triángulo equilátero perfecto con las ciudades de Bahía Blanca y Punta Alta. De haber existido otra localidad al lado, las cuatro podrían haber formado un cuadrado y podrían haber llamado a esta faltante Ancho Gordo o Ancha Gorda, Pozo Profundo Rincón Escondido.

Y así.

Nunca supimos bien por qué el nombre. Ni escuchamos a nadie preguntárselo. Ni cuál fue la razón para fundar un pueblo ahí. Aparentemente sus tierras están al mismo nivel de la ruta.

Incluso de las vías del tren.

Su tamaño, si sumamos partes de cuadras inconclusas, con trazas que no van a ningún lado, serían unas 6 manzanas. El perímetro lo conforman calles que bordean los campos y sus límites son los alambrados.

Los frentes de estas casas miran al campo, al infinito horizonte. Un pueblo con las vías como borde, pero partiendo los de acá de los de allá. Poquito, pero diferenciando.

La plaza no está en el centro del pueblo, cosa extraña, ni tiene en sus frentes edificios públicos importantes, salvo la capilla —blanca y cristiana—.

Estaba llena de árboles. Los subíamos, escalando sus ramas y ensuciándonos las manos con la savia de los pinos. Poníamos trampas en los árboles para atrapar cabecitas negras. Hoy no podría.

En un tanque australiano lleno de agua turbia y un molino, nos bañábamos en las siestas de verano, siempre con cuidado de no cortarnos con los bordes de las chapas.

Algunos pocos juegos infantiles de hierro, pesados y peligrosos. A mi hermano Fa, empujando la hamaca le pegué con la punta de la silla en la frente, le hice un agujero desde donde saltó un chorro finito de sangre. Aún hoy me siento culpable. Recuerdo sus ojos celestes asustados. Todavía le queda la marca de los puntos.

En el otro frente de la plaza y en una esquina, una estación de servicio rural, donde jugábamos a las escondidas usando las fosas. También jugábamos a la bolita, todas las palabras se hacían eco y ampliaban el sonido, un sonido metálico rebotado en los azulejos.

La policía estaba en otra manzana, lejos, frente a las vías del tren, pero a una cuadra de la estación. La estación —mi lugar favorito— estaba sobre la calle de acceso y en diagonal a la cooperativa agrícola-ganadera, donde trabajaba mi viejo. En frente a esta, pero en la otra manzana, la cuadra de Polo —una panadería boliche—, estaba la carnicería de Roberto, un taller de máquinas rurales y la cooperativa eléctrica. El club “Brisas del sur”, donde bailaba folclore y mi padre se cansó de hacer multitudinarios asados.

En un cuarto de la plaza un pedazo de tierra pelada de tanto usar jugando al futbol, todos mezclados chicos y grandes. En un pueblo nunca alcanza la cantidad de jugadores como para dividirnos por edades. Nosotros los más chicos éramos apenas cinco y a veces menos.

Jugábamos después de las seis cuando los grandes salían de trabajar o volvían de los campos.

En el centro, confundido entre los pinos, rígido y serio como una escultura, había un mástil sin bandera.

La plaza miraba desde uno de sus lados al campo, a una fracción de campo. Del otro lado, estaba la casa de mis viejos, pintada blanca con detalles en rojo, paredones de ladrillos revocados y caños horizontales, un porche central con columnas y un techo a dos aguas, con jardín a ambos lados. En la vereda había un árbol, alguna acacia seria, no recuerdo bien.

Por encima de la casa se veía el molino y el tanque de agua y parte de la copa del olivo.

Si entrabas por el lateral derecho, del ancho como para que entren los autos, al fondo teníamos un mandarino frente a la puerta. Y entrabas a la galería, una galería cerrada.

Al fondo quinta y pollos, en el tanque de abajo peces de colores y el olivo como mi casa.

A la izquierda los De la Piedra, con ellos todas las charlas, la música de Serrat, la casilla rodante, la risa. A la derecha Doña Anita y su marido, la masa de los tallarines secándose en las noches de luna llena sobre el parral.

¿Y uno qué recuerda verdaderamente, en qué pienso y en quiénes cuando recuerdo?

Las mañanas de invierno con guardapolvo blanco, encapuchado hasta las orejas y soplando los guantes congelados camino al colegio, distancia que no llegaba a las dos cuadras.

Las cosas y los lugares: los carritos con rulemanes y el galpón del ferrocarril, las palomas y las palomas muertas. Las casuchas de vagones de tren que usábamos de escondites. La estación Rosario abandonada y allá siempre lejos. El super, el ramos generales. La imagen azul y lejana de todo el perfil frente a la casa de la Sierra de la Ventana.

La Champion perfilando las calles de toscas en las mañanas de primavera, el olor a tierra húmeda por el rocío, mezclado con el gas-oil y el aceite quemado de la super máquina, de su esfuerzo y su rugir despertando a todos, su humo vertical escupiendo al cielo. La aceleración temprana de camionetas, tractores y cosechadoras saliendo o entrando al pueblo por provisiones. La escapada con los pibes perdiéndonos entre los trigales para cazar algo, armados y con los perros.

Las noches de verano en esa misma calle con los vecinos jugando con los sapos mientras estos comían toritos y polillas bajo la luz de la lampara de mercurio.

Recuerdo la gente, pero más recuerdo a las personas. Mis amigos el gallego: Marcelo García, Oscar Lofeudo, Rubén López y Alejandro. Lagrota y el pájaro. Los Chávez.

Mi tía Yuli, mi tío Rubén, Lorena.

Mi madre, mi padre, mis dos hermanos. Mi pequeño hermano Lu, con sus rulos y sus ojos azul océano.

Y podría seguir…

Seguí yendo hasta mis 20 años, un poco obligado por mi viejo en la época de la cosecha. Mucho después y de grande, me di cuenta de lo cerca que vivíamos del mar. Ahí nomás Pehuén-Co, un poquito más Monte hermoso. Pero cuando sos chico, todo es grande y queda lejos.

En ese pueblo, lo que fue mi pueblo, no se hace ninguna fiesta de la tradición, ni se festeja alguna doma o carreras de algún tipo. Ningún canal transmite evento alguno.

No se prepara ningún plato criollo en particular ni se asienta algún nuevo polo gastronómico de moda.

No tiene animal autóctono propio que lo caracterice o lo identifique. No sobresale por nada.

No nació en su seno nadie influyente, famoso o popular.

No hay ninguna corriente climática en particular ni nunca sucedió algún hecho aislado destacable en toda su historia.

Nada, solo nació, vivió y se crío gente, gente común, como yo como mi familia. Eso es todo.

Desde aquel tiempo en que me fui el tren nunca más pasó. Tal vez en todos estos años alguien haya puesto alguna placa recordatoria, algún agradecimiento, o porque cumplió años, tal vez.

Y sino algún día iré yo y escribiré, en el mástil de la plaza o donde pueda, por qué no, con aerosol: “este pueblo fue todo para mí”.


Leonardo Beneyte Giner. Arquitecto y escritor. Nacido en Bahía Blanca, el 16/03/65.

Estudié con el escritor y formador de escritores el marplatense Daniel Boggio, en talleres literarios en los que asistí a lo largo de cinco años en la biblioteca de las Naciones Unidas en la década de los noventa en Mar del Plata. Boggio maestro de escritores como: Miguel Hoyuelos, Mauro De Ángelis Ignancia Sansi, Fernando Del Rio, Aly Corrado Mélin, Santiago Fioriti y tantos otros. A él, si algo aprendí del escribir, le debo las herramientas y amor para hacerlo. A él, a Abelardo Castillo y Raymon Carver.



Si te gustó la nota, te enamoraste de Ají
y querés bancar las experiencias culturales
autogestivas hacé click aquí.

¡Compartí este contenido!

Dejar un comentario