contar el horror: notas sobre «la llamada» de leila guerriero / daniela manuli

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Entramos al cementerio de la Chacarita por la puerta lateral. El estacionamiento está completo pero los autos circulan. Algunos salen, otros entran.

Caminamos por la vereda de piedra partida; a ambos lados, cruces, epitafios, pequeñas fotos enlozadas. Nombres. Fechas. Muchas tumbas, ninguna. O todas las tumbas en una, cuando se trata de alguien que nos falta —que nos hace falta—.

En la capilla un cura emite palabras que suenan a murmullo, a pura voz. El contenido de esas palabras pasa a segundo plano; no hay demasiado que puedan nombrar. Lo que sucede ahí es más potente que cualquier argumento, cualquier grito, cualquier llanto. Excede al lenguaje…

A la viuda siempre la vi en fiestas de cumpleaños, maquillada y bien vestida. Ahora tiene la cara transformada; ojos rojos, pelo despeinado, espalda vencida. Aunque la describa punto por punto, quizás no refleje su dolor.  ¿Qué siente? ¿Qué le pasa en el cuerpo, y en el alma? ¿Algo de eso se puede “escribir”? Más allá de las preguntas, sigo la secuencia… una palabra, otra, otra, punto.

Estoy conmovida, por el responso en Chacarita y por un libro que acabo de terminar – “La llamada. Un retrato” de Leila Guerriero (Anagrama, enero de 2024) -.  Leí ese libro como quien devora un dulce; un dulce amargo.  Lo leí con una pregunta en mente —insistente— que acompañó cada una de las páginas. ¿Cómo va a narrar esta historia? Mejor dicho, ¿cuáles son las estrategias de la autora para contar el horror?

Con la humildad de quien subraya, apunta y a la vez construye, me animo a pensar líneas posibles; modos en los que Leila Guerriero se soporta para transmitir algo de aquello que siempre se escapa.

El libro tiene 430 páginas. Está construido en bloques, separados por renglones en blanco. Cada uno de esos bloques puede ser una frase, un párrafo o un grupo de ellos. Puede saltar hacia el pasado, el pasado del pasado o el presente del relato; cambiar de punto de vista, de entrevistado; tener sentido propio y a la vez encadenado. La historia se cuenta yendo, viniendo y desde distintas perspectivas, con una lógica cercana al estallido. Un buen modo de aludir a las bombas (que son parte del relato), pero también a lo que el trauma deja como resto. Un rompecabezas desordenado, un intento de unir piezas; un saldo de agujeros negros y espacios en blanco. Lo traumático no podría armar —nunca— una línea de tiempo ordenada y lineal. El exceso, derrumbe y reconstrucción está incrustado en el modo mismo de contar.

El punto de vista, a mi entender, aparece claro luego de las primeras 28 páginas. Dice Guerriero: Y así empieza la historia. ¿Cuándo? ¿En la época de la dictadura? ¿En la previa? No. Cuando se establece el encuadre de las entrevistas entre ella y Silvia Labayru (la retratada). Un indicador de que no estamos frente a un libro de historia – aunque la incluya – sino más bien de lo que se (re)construye en el vínculo entre ambas.

El inicio del relato es plural. Comienza, vuelve a comenzar; en las palabras de los implicados y en la narración misma (Todas las cosas empezaron ahí, Y así empieza, etcétera). La historia está contenida en cada bloque y, a la vez, reactualizada. En ese contrapunto de versiones y miradas, se reponen sentimientos, por momentos, faltantes. Quizás por la distancia temporal. Quizás por la distancia —defensiva— para seguir viviendo. Quizás, características personales. Quizás, todo.

A esta altura me gustaría decir que estoy maravillada por el modo de contar de Guerriero. Algunas de sus metáforas son, casi, de otro planeta:  

“[…] siguiendo el compás de ese himno que cantaban en años en los que nada había sucedido, en los que todo estaba empezando, una bacteria larvada dentro de una matriz que iba a romperse en pedazos”. (El subrayado es propio).

Volviendo a la construcción del relato en bloques, impresiona un párrafo que se repite varias veces. Lo llamaría una especie de amarre, un punto de anclaje, una bocanada de aire para el lector. Esa insistencia devuelve las mismas palabras pero con otra profundidad. Lo que se repite es igual, y es siempre distinto.

Entonces, a lo largo de cierto tiempo, nos dedicamos a reconstruir las cosas que pasaron, y las cosas que tuvieron que pasar para que esas cosas pasaran, y las cosas que dejaron de pasar porque pasaron esas cosas. Al terminar e irme, me pregunto cómo queda ella cuando el ruido de la conversación se acaba. Siempre me respondo lo mismo: “Está con el gato, pronto llegará Hugo”. Cada vez que vuelvo a encontrarla no parece desolada sino repleta de determinación: “Voy a hacer esto, y lo voy a hacer contigo”. Jamás le pregunto por qué.

El contenido de esas letras que retornan alude al momento donde la palabra termina —al punto de silencio—. Otro recurso que, de algún modo, angustia.

¡Tantas cosas pudieron ser distintas! ¡Tantas cosas por modificar!

No… no se puede.

La foto de portada es particular. Tomada en 1979, en el exilio, recorta una parte del rostro de Labayru. Me parece semejante a algunas de las frases del libro, que quedan truncas, que no terminan, que les falta algo. Imagino que podríamos decir mucho más. Yo solo pienso que esa mirada inquieta, no pasa desapercibida.

Sugiero que, quien aún no haya leído el libro, saltee los próximos 2 párrafos. Con esta alerta de spoiler, me voy a detener en el final.

“La llamada” sigue una lógica circular. Inicia y termina en la misma escena —la comida en casa de Dani Yako—. Ese recurso de 360 grados nos devuelve al mismo lugar, luego de haber dado todos los rodeos. Así se opera un efecto de resignificación en una secuencia que parece, punto por punto, ser la misma. El detalle del cuenco de ensalada de papas —lleno y vacío— marca una diferencia y funciona como “catalizador” del tiempo. Pasado, presente y futuro engarzados; incluyendo la vulnerabilidad de la vida.

Y una mujer que baja de un taxi con un cuenco vacío en el que hubo ensalada de papas. Que camina rápido en la noche, pensando en su perro que muere a lo lejos. En la vida que se apaga. Como todas.

Por último, lo primero. Me gustaría rescatar uno de los epígrafes:

“[…] el sabio no se enferma: sufre la enfermedad, no es un enfermo”.

Tao Te Ching

Y sí… efectivamente. Somos más —mucho más— que nuestras propias circunstancias.

Salimos de Chacarita por la puerta lateral. Una persona de seguridad detiene a los autos para revisar sus baúles. Me pregunto qué buscan, qué esperan encontrar. Lo más importante, ya se lo quedaron…

Daniela Manuli. Psicoanalista, escritora y docente de nivel superior. 

Mail: danielamanuli@gmail.com

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Una respuesta

  1. Marcelo
    | Responder

    Excelente texto, Daniela Manuli! danielamanuli@gmail.com
    Saludos!

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