CRÓNICA DE LOS CONFINES II

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El rock de la Cárcel (Jailhouse Rock)

Cuando entramos al recinto donde comenzaba la escalera, después de haber caminado largamente por un amplio y extenso corredor, lo primero que percibimos fue un fuerte olor a kerosén. Por un rato, me transportó a los inviernos de mi infancia, a las frías piezas de nuestra casa, las cuales mi vieja trataba inútilmente de calefaccionar con un modesto calentador marca Branmetal colocado en el pasillo que las conectaba con el baño. Ahora ésta iba a ser mi casa, quién sabe por cuánto tiempo.

El olor a fueye (1) se intensificaba en cada uno de los rellanos de los pisos, mientras la fila de guardias y presos iba ascendiendo por la escalera, ancha, penumbrosa, que rodeaba la caja de un ascensor grande, tipo montacargas industrial, tan desvencijado que parecía fuera de servicio.

Todo era como una confusa mescolanza de colores, olores y sonidos: el gris de los uniformes de los penitenciarios con el ruido sordo de las botas sobre los escalones; el gris despintado de paredes y rejas con el ruido seco de los pasadores metálicos de las puertas; el omnipresente olor a kerosén, sumado al olor a grasa, a fritura barata con lo que apenas se podía vislumbrar a los lados, por la obligación de llevar la cabeza gacha, mirando el piso.

La fila se detuvo ante la sequedad de la orden. Después supimos que lo que había gritado la voz era: ¡Tercero! El Pabellón Tercero, nuestro destino, el final del viaje. Los hombros, medio agarrotados de tanto tener las manos enlazadas a la espalda, se tensaron todavía un poco más. Por detrás de la reja, de las sombras que recortaba una bombita desnuda colgando del techo, emergió una figura gruesa que habría de sernos familiar, durante mucho tiempo: el Celador del Pabellón, el guardián inmediato de nuestro encierro, la cara más visible del Servicio Penitenciario Federal, la persona con la que compartíamos los días y las noches, sólo que éste se iba a ir rotando con otros tres, cada doce horas y nosotros seguiríamos allí, presos, por mucho más tiempo.

El encargado de conducir la fila y el Celador intercambiaron chistes y papeles, cumpliendo con una rutina gastada. Las risas sonaron falsas, impostadas, pero ellos festejaban, sobreactuando el efecto de sus humoradas como si hubiesen escuchado el chiste más gracioso del mundo o como si no tuviesen otra cosa mejor que hacer.

Aprovechamos el impasse para mirar hacia el interior. Más rejas delimitando un túnel oscuro que terminaba en otra reja, que dejaba vislumbrar un recinto más amplio, no demasiado iluminado, poblado de gente que como la imagen de un gigantesco y deforme espejo manchado, se agolpaba tratando de mirar hacia donde estábamos nosotros.

La reja exterior de entrada al Pabellón se abrió de golpe. El sonido metálico del pasador abriéndose nos sacó del ensimismamiento. Nuestros nombres fueron gritados aunque estábamos al lado. Mi compañero y yo dimos un paso al frente y sentimos de nuevo el chasquido cerrando la puerta. A nuestras espaldas, otro grito indescifrable reanudó el movimiento de la fila. Adentro, el celador nos escrutó largamente sin decir palabra. Su mirada denotaba más su intención de intimidarnos que un repentino interés en nuestro lamentable estado, por cierto, no muy diferente al de cualquier otro preso recién llegado a la cárcel: pálidos, ojerosos, mal dormidos, con huellas de la tortura y vejaciones a las que nos habían sometido durante diez interminables días en el Departamento Central de Policía.

Repitió despacio cada nombre mirando alternativamente el papel y nuestras caras. Más adelante comprobaríamos que el recurso le funcionaba. Nunca se olvidó ni se confundió un solo nombre de entre los cientos, miles que deben haber desfilado por el pabellón.

–Acá se camina derechito, me entienden, derechito como este dedo –, y exhibió un índice deformado y torcido. 

–Si no quieren tener problemas, derechito –repitió –¡como este dedo! –. Y ante nuestro silencio, más producto de los nervios que de la dureza, se rió solo, satisfecho con su broma.

Sin darnos cuenta, habíamos caminado por el túnel y estábamos frente a la reja que daba acceso al pabellón propiamente dicho. El chasquido del pasador abriendo y cerrándose pareció uno solo. No sé cómo, pero en el medio de esa continuidad entramos al Tercero. Sonaba el Rock de la Cárcel. Era el 16 de agosto de 1977 y Elvis Presley había muerto.


(1)  Calentador de mecha de tela que usa kerosén como combustible



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Una respuesta

  1. Laura Sacchetto
    | Responder

    Cómo verosimiliza el entrar a una cárcel( no a” la” cárcel) es una estrategia muy rendidora para narrar. Esta indeterminación es una forma de relatar la inseguridad del mundo También, resulta creíble por la descripción de imágenes visuales ( gris despintado de colores o bombita colgando), olfativos ( el olor a fueye), auditivos ( sequedad de las órdenes), generan un climax de terror, nada gótico ni inverosímil. Es un terror realista de un tiempo feroz. Interesante relato!

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