crónica de los confines vi / oscar estellés

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Siempre se puede estar peor

De acuerdo con la Guía de Procedimientos de la Función Requisa [1], la misma “…es una actividad de registro físico de personas –internos, familiares, y visitantes en general–, lugares o cosas, cuyo objetivo es el de prevenir e impedir la introducción de elementos que posibiliten la ejecución de actividades no permitidas por parte de los internos o la utilización por éstos de materiales que se constituyen como contribuyentes al proyecto de organizar un motín, toma de rehenes, evasiones, suicidios, etc.”.

Esto es lo que dicen –o decían– los reglamentos. Pero en realidad, como siempre, quieren decir otra cosa. Que es, cómo se ejerce el poder, cómo se impone la autoridad, cómo se aplica la disciplina, cómo se obliga al otro a que haga lo que uno quiere que haga. La herramienta más primitiva es el miedo. La coerción por el temor a lo que me pudiera ocurrir “si no hago lo que el otro quiere que haga”. Y en una época en donde todo se conseguía por este recurso, la idea era que los presos le tuvieran miedo a la Requisa. Miedo que se fundaba en su violencia, en su arbitrariedad, en su impunidad. Todo en la cárcel dependía de la Sección Requisa.

“El procedimiento de requisa, como toda tarea específica penitenciaria, no puede estar a criterio de improvisaciones eventuales según el mejor sentido del funcionario encargado de realizarla; por el contrario, resulta indispensable contar orgánicamente con un conjunto de formas de procedimientos prácticos que permitan deducir una concreción exitosa”[2]. O sea, no es producto de la perversión del algún funcionario. Es estructural. Y como tal, es indispensable para el funcionamiento del sistema.

Esto es lo principal del Manual de supervivencia[3]del preso: lo primero que se debe aprender es a sobrevivir a la Requisa. Porque ante el más mínimo error, la consecuencia es ir sancionado. Lo que implicaba palizas, calabozo de aislamiento, pérdida de visita, pérdida de correspondencia, pérdida de Pabellón. Ir preso estando preso. Es decir, el colmo de la prisión.

El factor sorpresa es uno de los elementos esenciales de la Requisa. Nunca se sabía cuándo iba a venir, aunque con el tiempo se podían establecer ciertos criterios predictivos que, como alguna vez sentenciara el “filósofo” Tu Sam[4], podían fallar. Por regla general, no más de una vez por semana, no más de 4 veces al mes y siempre de mañana.

El “procedimiento” comenzaba con el sonido de un silbato agudo y estridente que preanunciaba el ingreso sorpresivo y rápido al Pabellón de una numerosa horda de agentes penitenciarios gritando, munidos –galicismo impropio si los hay, diría el Hugo– de largos y gruesos bastones de madera, que usaban tanto para golpear el piso buscando baldosas flojas donde los presos pudieran haber escondido algo, como para azuzar a los rezagados que se les ponían a tiro.

La consigna implícita era dejar cualquier cosa que estuviéramos haciendo y salir a toda carrera hacia la pared el fondo del pabellón, donde debíamos permanecer en silencio, con las manos atrás y la cabeza gacha. Cuando digo cualquier cosa, quiero decir cualquier cosa: así estuviésemos en el baño, cocinando, durmiendo o simplemente mateando, sin importar si estábamos desnudos, vestidos o a medio vestir, había que salir corriendo y apretujarnos hasta que nos avisaran.

Mientras tanto, el rítmico y ominoso sonido de los bastones contra el piso, matizado por el golpeteo metálico de fierros contra los barrotes de las ventanas y el chirrido de las camas empujadas hacia los costados animaban la espera.

Luego de un tiempo indeterminado, un golpe en la espalda nos avisaba que debíamos volvernos y correr hasta enfrentarnos con una fila de penitenciarios parados frente a unas mantas tumberas[5] extendidas en el piso. Allí teníamos que desvestirnos completamente a excepción del calzoncillo, entregándole las prendas una por una al agente quien nos provocaba de palabra (¡vamos cachivache[6]!; apúrese que no tengo todo el día!). Luego nos bajábamos el calzoncillo y levantábamos los testículos, mostrando que no escondíamos nada detrás de los genitales, finalmente, nos dábamos vuelta agachándonos y abriendo las nalgas, para que se pudiera observar claramente el orificio anal. Superado este humillante momento, teníamos que recoger la ropa y a medio calzar, salir corriendo para el comedor donde quedábamos quietitos, esperando a que terminaran de requisar el pabellón, bajo la atenta vigilancia del Pasarella[7].

Recién cuando se iba la Requisa nos autorizaban a regresar al pabellón. La primera vez que vi cómo había quedado el cuadro no lo pude creer: el espectáculo era dantesco, directamente inenarrable. Sencillamente TODO estaba fuera de lugar. Las camas desalineadas, los colchones y las almohadas desfundadas, las sábanas y mantas por el piso, los bancos y las mesas patas para arriba, casi no había espacio para caminar en un suelo sembrado de papeles, mercaderías, enseres, ropa, fotografías, comida, cigarrillos, biromes, calentadores, kerosene, toallas, jabones. Todo deliberadamente mezclado y enredado. Muchas cosas rotas producto del accionar de los agentes, que pocas veces encontraban algo que justificara, en parte, el celo desplegado en una revisión que no tenía otro objetivo que imponer su despiadada autoridad. Entonces comenzaba un lento, delicado y espinoso proceso de juntada y reconstrucción del orden anterior, que ocasionaba no pocas fricciones y disputas por la propiedad de algunas pertenencias.

Cualquier cosa podía se una excusa para llevarte sancionado: no responder con celeridad a las órdenes, estar mal afeitado, llevar el cabello demasiado largo, portar más dinero del permitido, esconder pastillas no recetadas por el médico, tener marcas en el cuerpo (sospecha de una pelea) o simplemente por portación de cara. Pero esto no era lo más terrible. Lo malo era la certeza de que en muy poco tiempo todo iba a volver a ocurrir.

La sensación que dejaba el paso de la Requisa en los presos era una confusa mezcla de alivio, indignación y desamparo, que generalmente derivaba en la aceptación resignada de los hechos como producto de algo que no se puede cambiar. Los pocos que se rebelaban contra este orden injusto eran castigados severamente, como se pudo comprobar en la Masacre del Pabellón Séptimo en 1978. Pero eso es otra crónica, que nos remite, fatalmente, a una inevitable conclusión: siempre se puede estar peor.


[1] Según Resolución Nro. 330 del 26 de marzo de 1991, firmada por el Director Nacional del Servicio Penitenciario Federal, posteriormente derogada en 2016.

[2] Ibídem.

[3] Ver Crónica de los confines V

[4] Tu Sam era el seudónimo de Juan José del Pozo, un mentalista e hipnotizador argentino, famoso por sus espectáculos en el teatro y en la televisión, desde fines de los 60. Puede fallar era una muletilla que usaba para disculparse anticipadamente ante un eventual fracaso de sus experimentos.

[5] Frazadas grises de paño burdo que se entregaban en la cárcel. Por extensión, todo lo que se hace o se consigue allí dentro se denomina de esta manera.

[6] Forma despectiva e insultante para referirse al preso al que no le importa su aspecto ni su conducta.

[7] También Pajarito. Nombre que se le da al agente penitenciario que vigila el pabellón, el comedor y el baño desde un sector enrejado y sobre elevado.



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