superstición y mufa en rosario / alberto pacinotti

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Superstición y mufa en Rosario

Su interferencia con la corrección del buen management

Se sabe que la superstición es una creencia que no tiene fundamento racional, y se basa en pensar que determinados hechos o conductas proporcionan buena o mala fortuna.

Cuando era chico, en mi hogar, esto se tomaba con burla. No fui educado con creencias supersticiosas. Pero se sabe que a menudo que uno avanza en la vida incorpora cosas a su acervo cultural. Los amigos son unos importantes generadores de hábitos y costumbres.

Ya en el secundario empecé a creer que la suerte de un examen dependía de dos cosas: estudiar mucho e ir vestido con la misma ropa con el que se lograra un éxito anterior. También creía importante que me deseara “merd”. Estas cosas pasaron a ser tan vitales como el oxígeno que alimenta los pulmones. Fue el comienzo.

Empecé a evitar pasar debajo de escaleras, si bien no huía de los gatos negros, digámoslo de esta forma: no me simpatizaban. Lo mío fue un adoptar selectivo de costumbres. Por ejemplo, no tuve ningún problema con el número trece, tal vez por mi simpatía con los números impares.

Ya en el secundario empezó la costumbre de buscar antídotos contra los malos pensamientos. A lo mejor, la ebullición de hormonas que produce la adolescencia hizo que tocarse los genitales ante un evento de características malignas, fuera una costumbre que se fue haciendo costumbre y que de hecho persiste hasta nuestros días. Lógicamente, siendo un hombre mayor, he adaptado esta práctica preventiva, incorporando el disimulo y discreción que un hecho tan particular produce en las relaciones interpersonales. Mantengo, eso sí, un ritual cada vez que voy a la cancha a ver mi equipo, usando los mismos molinetes de ingreso al estadio, subiendo las escaleras por el mismo lugar, entre otros. Algunas prácticas como las que uso cuando viajo en avión se mantendrán en reserva dado que lo que hay en juego es mucho y sospecho que su divulgación puede tener efectos contraproducentes en su efectividad.

Ya el post grado, por decirlo en términos académicos, es asignarles a ciertos individuos su condición de mufa.

Debemos distinguir, en este punto, a los brujos de los mufas. Los brujos recurren a los supuestos poderes mágicos para forzar a que un hecho, de connotaciones negativas, ocurra. El mufa, por el contrario, vive su estado de convocante de malos eventos con absoluta inocencia, digamos hasta con candor. Es buena persona, pero generadora de eventualidades terribles para terceros. Este tema de los mufas, será tratado como bonus track al final. Sigamos pues con la superstición en escena.

Ya sé que llegado este punto muchos lectores pueden pensar que estoy escribiendo a favor de estas prácticas. No por favor, todo lo contrario. Pero tengo que decir que una vez que uno presta atención a los detalles tiende a caer en sus garras. Es una creencia esclavizante.

Ilustremos con ejemplos.

Corrían los primeros años del nuevo milenio y yo trabajaba en Rosario. Sabida es la locura que el fútbol produce en la sociedad rosarina. Se me había pedido especial cuidado en mantener el perfil bajo debido la situación terrible que vivía el país. Venía respetando esta indicación con religiosa puntillosidad.

Yo invitaba todos los miércoles a cenar a dos personas de mi equipo, que hacían la misma vida que yo. Al  tener sus familias en otras ciudades, vivían solos en pequeños departamentos alquilados. Juan era de Pergamino y Diego de Elortondo.

Las cenas se fueron haciendo un ritual. Se evitaba el tema laboral, se discurría en temas de la familia, el fútbol, la política, la elegancia de las mujeres rosarinas, etcétera. La moza del lugar, una chica muy atractiva y simpática, ya participaba con algunos bocadillos de nuestros debates, al ver el tono festivo como encarábamos los temas. Por supuesto yo podía ser el padre de los tres así que dejaba las galanterías a mis dos compañeros.

Pero hubo un miércoles que la rutina se vio fuertemente trastocada. Central jugaba un torneo internacional y había perdido su partido de ida, jugando de visitante, por unos cuantos goles. Tenía que ganar la revancha por la misma diferencia de goles para forzar una definición por tiros desde el punto del penal.

El local fue copado por los hinchas canallas que desplegaron todas sus banderas en el interior, dispuestos a seguir el partido por televisión. Dado que éramos futboleros, ver el local embanderado y participar de la euforia, nervios y gritos, no exentos de alguna edificante puteada, era algo divertido. Había bombos, redoblantes y trompetas. No había posibilidad de galantear a la dama que atendía las mesas dado el bullicio en el ambiente. Ordenamos nuestras consumiciones señalando con el dedo en el menú. Gol tras gol Central iba alcanzando la proeza y el nivel de ruido ya alcanzaba la proporción de escándalo. Más de uno ya se paraba y saltaba cantando canciones tribuneras frente al televisor, algún panazo certero en la nuca del enfervorizado hincha hacía comprender al exaltado que los demás teníamos derecho a ver qué sucedía. Algunos pedían favores celestiales a viva voz.

Créase o no, se llegó al resultado necesario y había que definir por penales. Si bien nosotros habíamos seguido los acontecimientos con relativa neutralidad, poco a poco nos fuimos contagiando de la locura colectiva. Empezaron los penales y por lo menos Central estuvo tres veces en condición de quedarse con la victoria, pero desperdiciaba sus chances a último momento. Observador nato, visualicé que algunos hinchas al llegar el penal decisivo se ponían de rodillas y rezaban en voz alta, otros alentaban al ejecutor. Uno de ellos pasaba a mi lado y decía que no lo soportaba y se iba a la calle, para segundos después incumplir con la promesa y volver para ver otra chance perdida. Fue ahí que sentí un irrefrenable impulso de poner orden en la profana ceremonia y proveer del liderazgo necesario a ese grupo humano. Movido por mi condición de tipo entendido en administración, pero a su vez supersticioso, decidí tomar cartas en el asunto, sin tomar debida nota de las consecuencias no deseadas que dicha intervención podría tener sobre mis intereses. Debo aclarar que no estaba alterado por ningún exceso de bebida alcohólica, pero siempre me pasa que cuando veo algo que no funciona, tengo la necesidad de intervenir. Es casi una deformación profesional.

Casi en un solo movimiento, corrí los platos de mi mesa, me subí a ella y exigí silencio. Para mi sorpresa, se notó que mi intervención había sido hecha de forma muy convincente y… me hicieron caso. Central tenía la cuarta oportunidad de definir a su favor la serie. Ordené que todos, sin excepción, debían permanecer en silencio y con la mano en sus genitales. Pero no de cualquier modo: mano derecha a huevo izquierdo. Como ordena el protocolo de rigor. Las damas, por condiciones naturales, era mano derecha a teta izquierda. Al que iba y venía hacia la puerta le ordené se quedara afuera, y que con disimulo y por respeto a eventuales transeúntes, se tocara los genitales en forma reservada. Debía mantenerse en la vereda, era sospechoso de generar malas ondas y tenía prohibido el acceso al local hasta que terminara el rito. Sin ánimo de exagerar mi actuación, debo decir que a mi aptitud para ordenar el caos le sumé mi actitud para imponerme sin oposición. El tipo se quedó afuera.

Confieso que aún hoy, pasado casi veinte años, me emociono con la visión de aquellos hinchas en silencio con las manos cruzadas sobre su vientre o su pecho. Era un rito pagano.

Pues bien, pateó el jugador de Central convirtiendo el ansiado y decisivo penal. En un primer momento, miré a Juan, Diego y la moza, que esbozaban una sonrisa que creí de aprobación. Ya miraba cómo descender de la mesa sin lastimarme. Luego sobrevino el desenfreno. La próxima visión que tuve fue la de mis zapatos con el fondo del techo del local. Mi cuerpo flotaba en un colchón de manos que me mantenían en alto, por encima de la cabeza de sus dueños. Todo era algarabía descontrolada y ya algunos gritaban “al monumento… al monumento”, por el Monumento a la Bandera, lugar obligado de las celebraciones rosarinas. Trataba de entender lo que pasaba.  Conseguí, en un momento, girar la cabeza y desde las alturas comprobar, a través de los vidrios del frente de local, que los camiones de exteriores de la TV rosarina ya habían tomado posición. Me invadió el estupor. Comprendí que mi compromiso de bajo perfil sería dañado irreversiblemente si los periodistas me interrogaban acerca de por qué se me llevaba en andas.

En vano rogaba que se me bajara, alegaba mi carácter de paciente cardíaco, que había sido recientemente operado de apendicitis, pero no era escuchado. Era un rey idolatrado en andas de su pueblo fanatizado. Abajo, entre los mortales, Juan y Diego se deshacían en súplicas para que me bajasen. Ellos, solidarios, sabían que había que evitar las imágenes de la televisión.

En algún momento Juan gritó algo así como que la casa pagaba una vuelta de cerveza y proponía brindar por el éxito y luego ir en caravana al monumento. Gracias al cielo… fue oído. Cuando me depositaron en el piso, me tomó de un brazo y me dio una orden perentoria: “rajemos”. Pidiendo permiso, fuimos ganando la puerta. La TV entrevistaba a todos los que abandonaban el local. Creí notar que Diego empujó a un par de hinchas en dirección de los periodistas para que fueran entrevistados por ellos. Caminando contra la pared nos alejamos los tres. Cuando doblamos la esquina, una mezcla de satisfacción con las primeras risas ganó nuestros espíritus. Ya habían arreglado con la moza que pasaría al día siguiente a pagar la adición. Yo decía a todo que sí, pensando que gracias a la acción decisiva de ellos había podido mantener el bajo perfil que se me pedía.

Volvamos al tema de la mufa. En este punto debo incluir a un querible muchacho que trabajaba de conserje en el apart donde parábamos con Germán, mi amigo de Esperanza, Provincia de Santa Fe. Su nombre era Fabricio. Un pibe de oro, respetuoso, simpático, muy gamba. Nos reservaba siempre las mejores habitaciones. Ya al final veía los partidos junto a nosotros en el comedorcito del apart, y lo tomábamos en cuenta, como comensal invitado, a la hora de pedir las empanadas o la pizza. Era uno más de la barra de solitarios que pasaban la semana en Rosario para volver los viernes a sus lugares de origen a compartir con las respectivas familias.

Pero Fabricio tenía una característica no deseada. Era mufa.

Durante mucho tiempo me resistí a creerlo, sabiendo que para aquél que carga con semejante mote es como una mochila con melones.  Es un agobiante peso en la espalda. Es un camino de ida. Nadie vuelve de semejante mote. El primero que sospechó de su condición de tal fue un representante del orden. El jefe de calle de la comisaría con jurisdicción en el apart a raíz de dos hechos desgraciados.

El primero fue un domingo a la hora del crepúsculo. Fabricio, de guardia, atiende a un joven que tiene un bolsito muy pequeño por equipaje y paga la estadía por una noche por adelantado.

A las dos horas un estruendo sacude el apart. Proviene del entrepiso, donde hay un saloncito que se usa para reuniones y al cual se accede por una estrecha escalera de madera en caracol. El salón tiene una terraza al contrafrente donde están los equipos de aire acondicionado central.

Al subir, se encuentran con el cuerpo sangrante del pasajero, que había caído sobre los equipos. Mientras Germán llamaba a la policía y a la ambulancia, Fernando sube con una mucama a la habitación.  El espectáculo era aterrador. Cama, colchones y alfombra manchados con sangre y una soga rota colgada de la baranda del balcón francés. El hombre se había querido suicidar cortándose las venas y se metió en la cama a esperar la parca. Viendo que la misma tardaba en llegar, sacó una cuerda y decidió ahorcarse. Cuando salta al vacío, la cuerda se corta produciéndole un terrible desgarro en su cuello. Es así como se lo encuentra, varios pisos más abajo, gimiendo sobre los equipos de aire.

Al llegar la ambulancia los camilleros no podían bajar la camilla por la escalera caracol. Se trababa en las estrecheces de la misma. Inclinada la camilla, el que iba abajo recibía borbotones de sangre del paciente. El diálogo entre ellos fue digno de una película italiana de los años sesenta: “Tirálo… medio piso más no le va a hacer nada…”.

El fallido suicida tenía más de un hueso roto y varios cortes. Mientras esperaban no sé cuál trámite para llevarlo al hospital, se quejaba y un soplo de vida entró en su humanidad. Ahora quería vivir y pedía que lo salvaran. Cosa que, gracias a Dios y a la pericia de los médicos del hospital, finalmente sucedió.

El policía lo retaba diciéndole que esas cosas no se hacían. Increíblemente le recriminó su mala praxis como suicida en términos nada académicos: “Sos tan gil que no servís ni para matarte…”. Convengamos que más allá de la rudeza, el policía era uno de esos tipos que piensa que los objetivos, cualquieras sean ellos, deben cumplirse.

A la semana del hecho anterior vienen unos operarios a retirar una antena de telefonía celular de la terraza del hotel. El operario dialoga con Fabricio y le pide que le prepare un desayuno para cuando termine con su tarea. El humeante desayuno esperaba en la mesa, pero nunca fue consumido. La antena cayó y mató al pobre hombre. Una tragedia terrible.

Intervino el mismo policía y al ver a Fabricio le espeta a quemarropa: “Vos pibe te prendes en todas… ¿No serás mufa?”. Escuchado esto por los comensales decidimos prestar más atención a futuros eventos.

Al mes siguiente, un lunes a la noche, Fabricio nos cuenta que le pidió el auto a su padre, que trabajaba de remisero, para salir con su novia. La joven pareja salió y… se le prendió fuego el motor derritiendo el paragolpe de plástico delantero. Las señales de alerta se encendieron en nuestros corazones. Al lunes siguiente Fabricio, con rostro compungido, nos empieza a contar lo que había pasado el domingo al mediodía cuando fue a buscar a su novia por el jardín de infantes donde ella trabajaba. Había un evento con los padres. Al entrar Fabricio al jardín de infantes, un cortocircuito generó un incendio de grandes proporciones. Evacuación sumaria de chicos, padres y docentes. Destrucción total. Las mascotas de los chicos, tortugas y conejitos no tuvieron la misma suerte.

Dado el cariz que tomaban los acontecimientos, con Germán decidimos comprarle una ruda macho, planta con un abultado historial de éxitos alejando la mala fortuna. Fabricio se oponía. Me reprochaba que me prendiese en este tipo de cosas. Su frase fue lapidaria: “Usted no puede creer en esto… es el gerente de una empresa importante”. Intuí que otra vez las fuerzas extrañas interferían con el buen management.

Dejábamos durante el día la planta oculta en un estante debajo del mostrador de recepción donde Fabricio cumplía sus funciones. A la mañana la sacábamos al patio trasero, donde estaba la pileta, para que reciba sol. La regábamos con cuidado.

Una tardecita, estando Fabricio en su lugar de trabajo, notamos que la planta se había secado. Estaba fulminada.

Cierta vez una turista le pidió consejo a Fabricio de dónde ir a hacer una compra. La recomendación fue el Shopping del Siglo, en la céntrica calle Córdoba. Preguntó si había algún peligro y la respuesta lacónica de Fabricio fue: “Vaya tranquila, no hay nada que temer”. Al rato, el ulular de sirenas invadió el ambiente. “Derrumbe de un techo en el shopping; hay una turista atrapada”, era el comentario de la radio. Por suerte sólo sufrió la quebradura de un brazo”.

Su última intervención fue la definitiva. Un muchacho que se hospedaba en el apart había juntado plata para poder ir a visitar a su familia que estaba radicada en Coronda. Fabricio lo despidió con un: “Suerte… nos vemos pronto”. A los 10 minutos el muchacho regresaba y pedía de nuevo su habitación. Había sido asaltado en la esquina.

Ahí Fabricio se rindió. Aceptó su condición, ya no se enojaba y menos me reprochaba que en mi condición de gerente no podía creer en esas cosas.

Como era un tipo bárbaro, tomó con naturalidad su destino y aceptó con una sonrisa que nos tocáramos los genitales cuando lo veíamos.


ALBERTO CÉSAR PACINOTTI

Nací el 10 de marzo de 1952 en Ciudad Autónoma de Buenos Aires. Tengo70 años. Soy viudo y tengo una hija arquitecta viviendo en Neuquén. Desde muy chico tuve interés por la lectura. El mueble más importante que había en la casa de mis abuelos, donde vivía con mis padres y mi hermana, era la biblioteca. Nuestra madre nos inculcó el hábito de la lectura. Siempre tuve tres pasiones: la lectura, la historia y el fútbol. Socio y abonado a Boca Juniors. Ya adolescente mi hermana me dio las primeras orientaciones en que libros leer.

Perito mercantil egresado del Hipólito Vieytes. Contador Público y Licenciado den Administración de Empresas egresado de UBA. Entre 1976 y 1982 fui docente en la UBA y la Universidad JFK. Laboralmente trabajé cuatro años en un taller de imprenta como tipógrafo.

Desde 1974, cuando terminar de cumplir con el servicio militar, hasta 2010 trabajé en una importante empresa agropecuaria. Entré como un simple empleado y llegué a ser miembro del directorio. Al ser una empresa agropecuaria, viaje mucho por el interior del país. Desde 2000 hasta 2008 trabajé en Rosario. También por razones laborales viajé mucho a USA, México, Honduras, Venezuela, Brasil, Paraguay y Chile.

Desde chico escribí. En el año 1992 empecé a escribir en la empresa una gacetilla de fútbol para amigos que estaban expatriados. Se fue difundiendo y se extendió mucho no sólo con los expatriados sino dentro de Argentina. Luego empecé a escribir para mis amigos gacetillas de nuestras reuniones y también cuando cumplían años les leía en las fiestas pequeñas biografías de ellos por supuesto en tono jocoso, estilo que había empezado con la gacetilla de fútbol.

Debido a los viajes pude juntar un buen número de anécdotas. El largo período en Rosario fue determinante. Entre 2010 y 2015 me desempeñé como desarrollador inmobiliario con un amigo de socio, llevamos adelante proyectos de dos edificios en CABA de diez pisos cada uno. En julio de 2020, tras una larguísima enfermedad falleció mi señora. En noviembre, para que superara el momento, mi hija me motivó a escribir y me abrió un blog: comencé con anécdotas y luego fui mechando con historias y cuentos. En junio de 2020 mi hija había mandado al diario Clarín lo que escribí sobre Belgrano al cumplirse 200 años de su muerte. Lo publicaron en carta de lectores. También en noviembre el mismo diario publicó lo que escribí por la muerte de Maradona y fue seleccionada entre las mejores cartas del año. Seguí escribiendo y en abril 2022 también se me publicó lo escrito en homenaje a los combatientes de Malvinas. Actualmente escribo para mi blog theuglybherald.wordpress.com contando con la colaboración de mi hermana que me hace de correctora al ser profesora de literatura y mi hija que es la que maneja el blog.

BLOG: https://theuglybherald.wordpress.com/

MAIL: alberto_pacinotti@hotmail.com

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