I
Entre el fulgor de los flashes y sonrisas del cenit que congrega a la crema futbolística, entre gala y protocolo de la realeza acumulada por la revista FranceFootball, entre su rostro de europeizada globalidad y su acrobacia de angloslogans, una cara ya por todos conocida agradece su inédito octavo Ballon d’or, una cara argentina y del mundo, una cara que sonríe siempre tímida, sin vanidades ni rodeos, y que, incluso en la más álgida reunión del comoditie hecho juego, agradece su premio recordando el natalicio de Diego y ponderando estar rodeado “de gente que le gusta el fulbol, como le gustaba a él”. Obviamente que la frase es un finísimo detalle que pasará inadvertido para audiencias azoradas en la consagración apoteósica de su ídolo internacional bañado en el oro que Mbappé y Haaland deben aplaudir desde la primera fila, pero, depende cómo se mire, no es un detalle menor: el mejor jugador de la historia, el más galardonado por el mando zuriqués, el argentino que rompió el récord de un premio sólo antes ganado por Di Stefano y Sívori cuando el fútbol era en sepia y los match salían por radio (imaginemos un momento ese “producto” audiovisual…), el player que desborda las stats del Fifa y es conocido y amado hasta en países desconocidos y olvidados de los últimos dobleces de la global economy, cuando debe nombrar a su deporte, lo nombra como siempre le dice: fulbol, léxico sólo dicho por un argentino (o quizás uruguayo). No le dice ni Futbol, ni foot, ni futebol, ni balonpié ni mucho menos soccer. No le dice ni si quiera jugar a la pelota. Sino que le dice según el tiempo y lugar en que le tocó aprenderlo como un pibe más, e inscribirse sin saberlo en la tradición de este deporte. ¿Cuándo será la próxima vez que alguien lo pronuncie así desde la cresta misma de la ola?
Claro que el modo de nombrarlo revela el modo en que se juega según cada latitud mundial, ya que el deporte es una práctica cultural y cada cultura lo practica según sus virtudes y pobrezas, pero en su honesta sencillez, en sus ganas de no hablar tanto, en su eterna neutralidad política, Messi lo deforma y deja así entrever el trasfondo cultural de tantos clubes y potreros, de pibitos y de hinchadas, al que jamás se vio tentado de olvidar incluso luego de haber cruzado el charco. Es el deporte de todos los que en algún momento del día se juegan o se entusiasman viendo jugar un fulbol o un fulbito o un fulbo o un fobal, y es también -oh casualidad…- el del mejor jugador vivo, campeón mundial.
El mismo fulbol cuya principal arteria, los clubes donde se practica, está en la mira para cambiar su figura jurídica, habilitando así la transición de organización social a empresa, de pozo común de socios a cuenta bancaria extranjera. Aunque a algunos les sorprenda más o menos, una discusión de este cariz resulta más que legítima (aunque nunca de emergencia para la realidad argentina) y cada una de las posturas pueden mostrar mejores y peores casos para argumentar su posición desde la casuística caprichosa. Pero, si bien das kapital busca hundir hocico en el yacimiento eterno de futuros cracks bajo la axiomática certeza mercantil según la cual “mayores inversiones van a hacer que el club mejore…”, existe aún una discusión que gambetea a la estructura concreta, existe un partido que debe jugarse —¡y ya empezó!— en la siempre sinuosa canchita de la superestructura y de todas las “batallas culturales” que esto implique. La tesis de este escriba es que en el aguante de la realidad argenta se acoplan dos procesos, uno de firma firme y otro de sentidos amplios, entre los cuales, si el segundo no destraba al primero, entonces la intención privatista perderá por baile, será sólo letra muerta de un decreto sin razón.
No nos engañemos: la versión privatista de los hechos ya ha logrado el valiosísimo triunfo de instalar la discusión, la cual es sopesada entre murmullos de hinchas que miran para otro lado a causa del rechazo o la vergüenza de querer quizás cambiar (nada tan raro para el tiempo actual y su fulgor individualista). Pero lo que todos sospechamos es que para que un socio considere la privatización de su propio club deben darse una serie de factores mucho más dispersos que la mera posibilidad de la Ley, y es acá donde urge señalar el más profundo proceso de cambio cultural que implicaría la real aceptación del proceso formal de la privatización, la miríada a veces más o menos articulada de sentidos que connota dicho tema desde lo más bajo a lo más alto de nuestra sociedad. Porque en varios momentos de horizonte optimista, tan parecidos al actual, sin dudas se han logrado privatizar —y a veces con feliz resultado— una innumerable cantidad de producciones y servicios, de zonas públicas y hasta incluso la misma transmisión televisada de partidos, pero al argentino promedio aún no parece unirlo la misma ligazón simbólica a su empresa de gas o aerolínea de bandera que a su querido club de fútbol; y a pesar de las promesas de oro árabe, a pesar de la imbatible efectividad de mercado y su futuro arrollador, a pesar incluso de la desidia y corrupción de dirigentes actuales “del club”, es en este punto que la discusión en boca de hinchas se empantana, se expande a tantas aristas que sobrepasa al debate de panel televisivo y su eterna disyuntiva al ras del césped con el oído siempre listo a su línea editorial.
Ya se juega.
II
La privatización formal de un club de fútbol consta de disolver su masa societaria bajo la autoridad de una sola persona o firma jurídica con declaración de actividad de lucro ante la Ley, acción por la cual, sabemos, no es que dejaría de haber hinchas, sino que dejaría de haber socios. Sin embargo, un claroscuro del proceso es el que consta de su “precio” a la hora de que un grupo económico se haga de la asociación, ya que, una vez efectuado el cambio legal a Sociedad Anónima Deportiva, el privado deberá abonar una —realmente nunca del todo clara— suma según la potencialidad comercial de la institución, pero se entiende que, por ser anteriormente una sociedad sin fines de lucro, el dinero abonado no se repartiría en igual proporción para cada socio, sino que ese mismo dinero quedaría como patrimonio del mismo club ahora privatizado, por lo cual el presunto “precio” cumple la función de una suerte de “inversión”, una llave de entrada a la gestión del club gracias a un espaldarazo financiero, beneficiando así al mismo privado que lo adquiere. Este singular hecho de poner dinero en las mismas arcas que serán propias, a decir verdad, sólo cuadra si sucede lo que en ocasiones denuncian varias de las voces antiprivatistas de cualquier club: que el club se verá en la natural necesidad de privatización en caso de que se encuentre fuertemente endeudado o ya en proceso de quiebra; ahí sí, resulta evidente que el primero en llevarse la teca será el principal acreedor, y que se podría muy bien considerar a la mala gestión financiera de un club hoy gobernado por socios como cómplice de una futura privatización, ya que si los números siguen y siguen en rojo, los rasgos arábigos de un privatista se teñirán cada vez más de un cariz “salvador” (literalmente su salvataje financiero).
Desde este espurio aspecto, la operación sería un total business: quién no quisiera comprar un gran club a precio vil, endeudado hasta la manija sólo por mala administración, y al fin de negociar la deuda y emparejar su balanza, quedarse con el retorno del absoluto y único recurso indispensable, del verdadero capital humano argentino siempre bien integrado al circuito mundial e imbatible contra cualquier crisis: los pibes de división inferior. La venta de los futuros cracks -ahora que el mercado se ha expandido en un esquema verdaderamente globalizado y tanto USA como China o Qatar setean sus ligas como un producto internacional- es el único valor económico que le movería la aguja a los dueños de clubes europeos que desayunan caviar mientras le peinan los bigotes a una jirafa de su propio zoológico. El futuro crack, o aunque sea el cracksito, según la mirada del lucro futbolístico, no es sólo entendido como una buena inversión de rápido retorno —o sea compro barato y vendo caro— sino que es la manera más efectiva de ahorrar costos salteándose el paso de compra en el mercadito local: o sea, para qué pagarle 20 millones de dólares a un club del conurbano bonaerense por un solo player para mi team inglés, si con apenas 30 millones puedo quedarme con todas las divisiones inferiores repletas de mi futuro insumo deportivo, más la cancha, más el vestuario, más los colores, la cancha de padel y el gordo asador. (Más —¡atenti!— el mismo nombre).
A este respecto cabe destacar que existen varios casos de clubes de fútbol que una vez puestos en valor por un privado-comercial han sinceramente logrado mejorar en todos los aspectos, mientras que, por otro lado, y en especial en nuestro país, los casos que más abundan son los de especuladores cortoplacistas que dejan al club en cuestión con más problemas y menos fútbol que su crisis original.
Porque la verdad es que este esquema de negocios no termina de propiciar la eventual privatización, ya que en la historia de todos los clubes han sobrado momentos financieros difíciles y no necesariamente han sido oportunidad de depredación comercial. Por ende, para que la privatización sea considerada como una salida solvente, la existencia de clubes-empresa debe estar bien trabajada desde su dimensión simbólica, su institucionalidad de mercado debe ser sólo una parte más de una red de sentidos que hacen cada vez más de este deporte una articulada, compleja y nueva forma de ser parte del hecho social de veinte tipos detrás de una pelota.
Y aquí se gatilla toda una variedad de elementos culturales que suceden en simultaneo bajo la creciente red del fútbol globalizado: desde el pay-per-view hasta el infinito merchandising, desde los sponsoreos hasta la organización de aficionados, todo está en vías de reconfigurarse alrededor de la principal mercancía legal del siglo XXI, el fútbol. Sus acciones se pueden distinguir por integrar una matriz de espectáculo-fan, cuya sintaxis básica es ya sin dudas la de la acción de consumo, la cual tiende a colonizar todo vínculo aún vivo de esta cultura. Para comprender esto es necesario atender al hecho de que nuestros clubes, así como los de la mayoría del mundo, no fueron jamás fundados bajo una especulación de tipo comercial sino incluso por un espíritu de sacrificio contrario, y que paulatinamente, al pasar de las décadas, su popularidad los ha circundado de buitres, los ha condenado a una carrera cada vez más pendiente por el provecho económico. Este provecho económico es lo que una elite mundial ha identificado hace ciertas décadas (en especial desde la televisación a color en adelante), y es lo que ahora lleva a fundar la experiencia futbolística de afuera para adentro, es decir, desde la misma instrumentalidad comercial que se termina robando la intención fundacional de la institución, desde su misma calidad de consumo que define ya todas las vinculaciones que la experiencia futbolística antes integraba de forma más caótica pero más legítima, de forma a veces más violenta pero también más artesanal y cercana, íntima y romántica, por ser esta salida desde las mismas entrañas de la sociedad, sin más especulación que vivir el fulbo.
Pero sucede que este cambio ha sido tan paulatino como lógico, y por ende no lo sospechamos hasta que un presidente nacional plantea el tema como ley del futuro. Pero todo el tiempo la intención privatista ha estado ahí, sólo que circundando lo que para ella no es más que un fértil panem et circenses, el último eslabón por colonizar luego de haberle puesto precio a todo lo que lo rodea: desde un tímido circuito de transferencias donde “sólo se salvaban unos pocos”, desde que Estudiantes de Caseros saltó a la cancha en 1978 con el primer espónsor en la camiseta, desde que don Grondona en 1985 le vendió por vez primera los derechos de transmisión televisiva de partidos AFA a un empresario, la lógica del lucro siempre ha rodeado a las mismas masas que rodean las canchas, sólo que ahora la compra es nuclear. Si se acepta esta paulatina mercantilización de los aspectos accesorios al fútbol y del desarrollo tecnológico que lo sostiene, se podrá muy bien aceptar entonces la idea de encontrarnos hoy, en pleno siglo XXI, en un nuevo estadio del mismo proceso, ahora tan avanzado que confundimos sus signos.
La lógica es la misma pero su desarrollo tecnológico resulta arrasador, y como sabemos que toda tecnología habilita un nuevo tipo de uso social, los usos y costumbres alrededor del fútbol han ido cambiando en función del acondicionamiento propiciado por esta instrumentalidad con arreglo a lucro, por este dispositivo que acentúa los rasgos de espectacularidad con los que el mismo fútbol se transmite y se concibe, modificando así varias de las vinculaciones que la misma cultura del fútbol habilitaba, habilitando otras nuevas ahora bautizadas desde la misma verba del espectáculo.
Acá sí habrá que ser futbolero, pero con algo de atención se notarán los cambios sobre la principal subjetividad del fútbol: la manera en que al hincha de otra época se lo ha pasado por el tamiz del consumo hasta convertirlo en un fan. Quizás en Argentina se conserve buena parte de la fiesta de la tribuna con la barra y el bombo, con los cantos y la presencia agitada en el gesto exclusivamente argentino de soltar la mano al aire, pero la idea se vuelve más elocuente si se compara esta efusión con la chatura de shoppingcenter y celular en mano con la que las masas de Miami se maravillan hoy tras el ballet del mejor player del mundo. Me refiero a que la diferencia del hincha al fan es conceptual, pero su materialización práctica es específica en cada latitud y cada cultura. Culturas del soccer como la estadounidense, se sabe, han sido directamente fundadas a partir de grandes capitales y horizontes de show, y aquí es donde todo esto nos toca una hebra más personal, ya que nuestro querido Lionel se ha convertido en una parte muy importante de toda esa danza mercantil, en especial desde su salida del Barcelona (el club-civil que es més que un club y que lo ayudó literalmente a crecer), gracias al fichaje por un club parisino propiedad de un emir y luego como principal embajador de la soccerización del fútbol en un club fundado en 2018 por el dinero de un astro europeo que viste remera rosa y cuyos —ahora sí— fans se entusiasman en filmar sus reels para instagram sólo cuando la Cabra consagrada acelera como dribleando un intercountries y ya luego, cuando la agarran Alba o chelo Weigandt, se distraen con su popcorn. Las cartas están ya jugadas, y se vislumbra la rotunda apuesta de la mayor potencia del mundo por abrirse paso en la crisis colonizando su quizás último mercado pendiente; y la pregunta política a esta altura cae de maduro: ¿podrá el pibe rosarino y su banda de veteranos catalanes futbolizar el soccer? ¿O será que Lionel pecó quizás de inocencia y neutralidad política, dejando absorber su ciclópea figura por la vida de la península y su fútbol infértil, mientras que su ponderado Diego, a sus exactos 36 pirulos, se venía a la Argentina a jugar el clausura y regalarnos dantescas y entrañables escenas diciéndole botón a Castrilli en cancha de Vélez o invitándolo a pasar no más de quince segundos en Segurola y Habana al huevito Toresani?
Todo por lo cual sería muy ingenuo no considerar que una vez más en los Estados Unidos y en varios clubes de pooles económicos no se esté cocinando una versión posible del futuro, un futuro en que la gente se vincule al deporte como espectáculo fundado por el mismo medio que lo transmite y lo construye, un futuro de publicidad de cerveza con sendos chino, negro y blanco mirando el partido y comiendo pochoclo en un sillón, un futuro cuya vinculación consumista del fan promedio se convierta en un espejismo demasiado confuso que nos termine desdibujando nuestra tan propia identidad, nuestra forma de nombrarlo y vivirlo y putearlo y cantarlo que nos ha permitido incluso conquistar el mundo.
Segundo tiempo.
III
El primer hincha de fútbol no fue Discepolín, sino el “gordo” Prudencio Reyes, un paisano uruguayo de profesión talabartero encargado de inflar las pelotas de cuero allá por el año 1910 para que los muchachos del Club Nacional de Football tuviesen siempre las pelotas bien hinchadas. La particularidad de este sujeto pegado a la raya de cal fueron sus gritos y saltos en dirección a los jugadores, y este eufórico entusiasmo por su club destacó sobre la timidez y pulcritud de un público sino simpatizante apenas espectador, de saco y bombín, que señalaba intrigado por aquel señor tan efusivo sólo para enterarse que se trataba del oficial hinchador de pelotas, el hincha. Y aunque el aliento pueda tener uno y mil orígenes, su matriz común es la de haber sido producido como un hecho espontáneo de la sociedad, cuyo contagio ritual no se propagó bajo el signo de ninguna especulación, sino como grito de expresión popular y sencillo, franco y barato, del que cualquiera —que no sea careta— puede participar. Esta naturalidad transmitida de padre a hijo es la que se ríe frente al simulacro del hincha de publicidad, domesticado en sus impulsos, versión yogur-friendly de todo lo que un aficionado rioplatense puede llegar a dar por ver otro domingo a su escudo (todo lo que el significante “pasión” consigna: desde la marioneta publicitaria hasta el violento que arruina la fiesta, pasando por real amor en el medio). Y no cabe duda que por estas latitudes la mixtura de criollaje y yotivenco nos ha dado una especificidad muy propia del aficionado a un club: una subjetividad que parece especialmente acendrada en que su voluntad, a pesar de su (im)potencia, se esparza en misteriosa influencia por sobre los destinos de la pelota y su dinámica de lo impensado… y a ver si ustedes jugando y nosotros bancando hacemos funcionar la cultura del aguante.
Urge destacar este rasgo cultural ya que es obviamente lo único que no puede ser comprado, pero, como dijimos, sí puede ser empalidecido frente al brillo artificial de los goles de pantalla y su fan fest. Y porque, como también dijimos, es esta cultura a veces tan denigrada la que oficia de última barrera frente a la concreción total del mercado, la colonización completa de ese vínculo al que no le importa dejar todo para volverte a ver. O, mejor dicho, ronda en la sensación de este cambió de época la fatal seguridad de que si ya todo tiene un precio, entonces el día en que los mismos clubes de fútbol sean regenteados como una más de miles de unidades de negocio de un jeque dueño de una pirámide de escorts cascadas de champán, el día en que esta unidad de negocio no sólo tenga que pagar sueldos sino también generar utilidades del 30%, entonces ahí sí, no habrá pertrecho para que el hincha que hemos sido no metamorfoseé full butterfly a la airosa figura que la demanda mande.
Porque, es cierto, la institucionalidad de nuestro fútbol está plagada de actitudes erráticas, pero cabe destacar que buena parte de los corrompidos no manchan la pelota si no es por dinero, por lo que habilitar el acceso de la misma casta plutócrata al completo control del asunto no tendría por qué mejorar las éticas en juego (más bien lo contrario). Si hay algo ya descubierto en esta sociedad es que cualquiera, en su pequeña o gran parcela, puede estar sencillamente corrompido.
Lo que aún no se comprueba corrupto es el tipo de vínculo que sostiene al fútbol como atractivo social y como valor de la cultura popular argentina; mismo valor que pasaría apenas a firmar el libro de quejas cuando los antiguos socios se encuentren insatisfechos por el rendimiento de su Abdala Football Club, o cuando quede finalmente erradicada quizás la segunda costumbre democrática más importante del país: votar presidente de un club (sólo alguien que pinte un congreso como nido de ratas se excitaría con la posibilidad de un dueño).
El cambio será paulatino y complejo, como todo proceso cierto, pero no hay que olvidar que este fútbol de vicio exportador y dirigentes volátiles ha sido sin embargo el que también, gracias a su lado bueno, ha ganado y goleado hasta el final, ha congregado a más de cinco millones de personas —todas amistadas en un país roto— en lo que fuera la movilización popular genuina más grande del siglo XXI para recibir a los mismos pibes nacidos del fulbol (movilización a la cual la actual ministra de Seguridad, en su momento oposición, llamó a “festejar trabajando”). Este fútbol ha sido también el que en apenas siete años de diferencia dejó atrás al mejor jugador del siglo XX para que debutase el mejor del siglo XXI, el ídolo que lo recuerda a Diego entre los brillos de gala, el ídolo que a pesar de encandilar a millones no deja que el oro del balón lo encandile a sí mismo, porque aún sabe levantarlo con pies de barro.
Tomas Vaneskeheian (@tomasvanes en tuiter) es Licenciado en Ciencias de la Comunicación por UBA
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