
No miren arriba
O el presente que nos mira
Más allá de las virtudes técnicas (que las tiene y son varias: desde la composición de un guion cuya ironía y sátira relucen por momentos más de lo que deberían ante la limpidez del cine de industria hollywoodense cuyas ideas se repiten una y otra vez hasta el cansancio sin demasiada crítica, hasta el montaje de planos que se interrumpen de abrupto, para hacer lugar a temporalidades diferidas, mezcladas, incluso con imágenes reales de animales de toda estirpe que parecen extraídas de los documentales que esa misma industria sabe hacer con la misma lógica que aquéllos guiones y planos sin relieve de las ficciones y los dramas que la configuran), más allá —decía entonces— de estas virtudes técnicas que la caracterizan, Don’t look up tiene el mérito, lo que no es poco, de recoger —y acoger, como diría un viejo filósofo francés de la década del sesenta— varias de las tensiones, y problemas, que signan, contexto de pandemia mediante —hacia allá vamos— el presente en que vivimos. Lo expresan, aunque en un sentido muy distinto al que solemos poner en juego cuando decimos esa palabra en la vida cotidiana, de un modo singular, en buena medida gracias a esas virtudes técnicas, y algunas otras que por razones de espacio no puedo sino dejar pasar en estas líneas, que vale la pena remarcar porque, insisto, escapan a la llanura de la mirada (de la percepción, o de la estética) de la industria. En primer lugar, la emergencia de líderes políticos antisistema, extravagantes y poco adeptos a la tradición y a la institucionalidad democrática, que no casualmente llegan al poder a través de la vía, justamente, democrática, líderes, personajes, a la Trump o Bolsonaro, que Meryl Streep encarna muy bien con su actuación casi perfecta. En segundo lugar —y solo para mencionar los ejemplos más resonantes, sacando el que enseguida quiero resaltar o destacar por diferentes motivos, porque creo que la lista se podría bien extender mucho más allá de lo que acá cito— la exposición, y cada vez mayor incidencia en nuestra cultura, de empresarios dueños de algunas de las compañías tecnológicas más importantes del mundo, cuya extravagancia, e incluso casi “inhumanidad” —al estilo Mark Zuckerberg o Elon Musk— parecen ser también una marca de nuestra época (y que en el caso de Don’t look up es encarnado por el dueño de Bash: la empresa de celulares cuyo rol en el argumento de la película ya todos conocemos, y que por ende no voy a “spoilear” acá). La lista —decía— puede extenderse mucho más allá de estos dos ejemplos, porque, insisto, el filme recoge y acoge, y expresa, varias de esas tensiones y problemas que antes comentaba. Hay uno, sin embargo, que me parece que vale la pena destacar por encima de todos ellos porque, en pleno auge de las nuevas variantes de coronavirus, y a casi dos años exactos del inicio de la pandemia, está más a flor de piel que nunca: el problema —la tensión entre ciencia —saber experto o verdad— y política.
Sabemos bien que esta tensión, este problema, no es nuevo ni mucho menos. Grandes autores y pensadores del siglo XX (como esa gran filósofa política que fue Hannah Arendt) lo han tratado y desarrollado in extenso. Quisiera argumentar acá, no obstante, el modo que esta tensión o problema es expresado, insisto, por la película (más allá, por supuesto, de las intenciones de su director: ¿a quién le importa la intención del autor cuando se trata de hacer lugar a una práctica artística?, e incluso más allá de la intencionalidad estética de la propia película). Desde el inicio de la pandemia —decía— esta tensión entre verdad o ciencia y política se puso de manifiesto enseguida. La emergencia del coronavirus puso a esta última, digo a la política, en su sentido restringido, en una zona de incomodidad relativamente inédita: la necesidad de acudir a la infectología, es decir a la ciencia en su sentido amplio, se volvió urgente a la hora de tomar decisiones políticas. La conformación, sobre todo al comienzo de la pandemia, aunque no únicamente porque la tendencia continúa, de comités de expertos e infectólogos, de médicos, sanitaristas y especialistas en la salud pública, se transformó en una más de las imágenes cotidianas de nuestra vida. Esa imagen, aunque reconvertida, sigue por supuesto componiendo nuestra día a día: la novedad que traen las nuevas variantes del virus, su forma de contagiosidad, la curva de muertos y contagiados, el avance de las vacunas, todo ello, y mucho más, forma parte del cóctel de conocimiento científico que siguen delimitando, o que al menos siguen generando, las condiciones para la toma de las decisiones políticas. Pero esas condiciones no están, por supuesto, exentas de contradicciones o conflictos: con la vida económica, con la vida social, con el derecho, como señalé en otro texto[1], con el sentido común, e incluso, y más importante aún, con la política misma (recordemos, solo para ilustrar un poco lo que digo, que se llegó a hablar aquí, en Argentina, de una infectadura cuya solicitada fue redactada y apoyada por intelectuales de la talla, por ejemplo, de Beatriz Sarlo). Para decirlo rápido (mal) y pronto, esta última contradicción o conflicto puede resumirse a través de las siguientes preguntas: ¿Hasta dónde la política, ahora sí en su sentido amplio: como el horizonte que organiza nuestra vida colectiva, puede o debe aceptar la “injerencia” de la verdad “inquebrantable y objetiva” de la ciencia? O, mejor aún: ¿Hasta dónde hay ciencia y hasta donde hay política? ¿Cuánto debería, para decirlo de otro modo, subordinarse la una a otra? ¿Hay tal subordinación? ¿Pueden, los datos “objetivos” que nos trae el conocimiento científico, determinar las decisiones políticas? ¿Estamos, como se planteó en aquella solicitada que mencioné recién, ante una proliferación del discurso científico que, a raíz de la pandemia, capturó el discurso político y, con ello, pone en peligro nuestra vida democrática?
Volvamos entonces al argumento de la polícula. Don`t look up significa, como todos ya bien sabemos, no miren (o no mire, porque el verbo look en inglés no distingue, para la segunda persona, es decir para el you al que se refiere el título, entre el plural y el singular) arriba. Y esta frase remite, al mismo tiempo, al hilo central de esta última: frente a la inevitable llegada de un asteroide a la tierra, y a las intenciones de la empresa de tecnología Bash de hacer llegar, aunque en pequeñas partes, ese asteroide antes de que pise suelo terrícola, ignorando así toda advertencia de la comunidad científica sobre la imposibilidad de esto último, surge la consigna, entre la población civil y sobre todo entre los más altos comandos de la política (principalmente de EEUU, con su presidenta, el personaje de Mery Streep, a la cabeza), no miren arriba. Consigna a la que se le impone, por supuesto, su reverso, defendido por la otra parte de la sociedad civil, y la comunidad científica: miren arriba. El “dislate expresivo”, la disyuntiva, mirar o no mirar hacia arriba, que atraviesa el argumento de la película y que le da, decía, su título, pareciera ser, a primera vista, una mera consigna cientificista, cuyas resonancias positivistas saltan enseguida, precisamente, a la vista: comprobar (o no) con la pura observación empírica (mirando, o no, hacia arriba) que un asteroide gigante se acerca a la tierra y que, salvo que sea destruido, no hay posibilidad de reducir su peligro, reduciéndolo o haciéndolo pedacitos (como quiere la mencionada empresa Bash para poder usufructuar de sus virtudes: el litio y los minerales que éste trae consigo). Sin embargo, esta primera impresión sobre la frase que le da vida al hilo argumental del filme, que incluso puede parecer algo sencilla o grotesca, precisamente por su aparente raíz positivista, insisto, tiene por el contrario una arista más que interesante para pensar, como decía, la tensión entre ciencia, verdad, y política. Porque, en efecto, lejos de remitir a una fundamentación cientificista, que resolvería esta tensión del lado de la verdad, de la ciencia o de la objetividad científica (miremos hacia arriba y comprobemos con la objetividad de los hechos que una piedra espacial enorme, robusta y peligrosa se acerca a la tierra sin que nada pueda detenerla), muestra, muy por el contrario, que esa tensión, y su pliegue, no deja de ser “resuelta” siempre, justamente, por la política, nuevamente en su sentido amplio: como las decisiones que tomamos y sobre las cuales reposan las formas en la que nos organizamos colectivamente. Y ello no solo porque la acción de mirar hacia arriba o hacia cualquier otro lado, es decir de ignorar o no la llegada del asteroide, es una acción humana, que en este caso se vuelve colectiva (de allí, en efecto, que la traducción al castellano del título del filme en plural -no miren arriba- sea más exacta que su traducción al singular: pues se trata de una acción colectiva). Sino porque, fundamentalmente, cuando decidimos dónde mirar decidimos, también, qué mirar, esto es: el campo de percepción de nuestra mirada y, con ello, la percepción misma de lo que vemos. No mirar hacia arriba, o mirar hacia arriba, es por ende mucho menos una consigna cientificista que una consigna política y, de hecho, la disputa por la percepción de lo que vemos es lo que, en última instancia, esa misma disyuntiva expresa con bastante elocuencia. Más allá, entonces, de la tensión que atraviesa, al menos desde el inicio de la modernidad, desde la llegada del iluminismo, la Razón, la ciencia moderna, etc., la política: la tensión entre esta última y la verdad como horizontes cruzados de decisión de nuestra forma de vida colectiva, que la pandemia, como sostenía algunas pocas líneas más atrás, puso de relieve más que nunca, las soluciones parciales que las democracias contemporáneas pueden dar a esa tensión será siempre una solución política, colectiva, humana, estética (en el sentido de basada en lo que percibimos, y su sentido, colectivo). Ni teológica ni epistémica, entonces. A veces, quizás, y simplemente, conviene hacer lugar a otras miradas (como precisamente la científica), acoger algo del pluralismo que nuestras sociedades necesitan, dejar las dicotomías enceguecedoras que además nos aturden, para hacer de aquella solución, en definitiva, una forma de cuidar no solo a nosotros mismos sino también al planeta tierra. A veces, entonces, quizás conviene mirar hacia arriba. Y a veces, también y quizás, no hace falta ninguna revolución estética, ninguna revolución del lenguaje cinematográfico, a la Godard o a la Lars von Trier, para expresar, con lucidez y con el trazo singular de quien escribe (o en este caso filma) algunas de los problemas, o tensiones, más potentes de nuestro presente y, así, convertir un gesto mínimo de una película de industria en un gesto reflexivo, como le gustaría, entiendo, decir a Merleau-Ponty: pues ya no solo se trata de dónde miramos, sino de la forma en la que el presente también nos mira como parte carnal, que es, de nosotros mismos.
[1] “¿De qué hablamos cuándo hablamos de derechos? Pandemia, democracia y derechos humanos”, Revista Bordes, nro. 22, agosto-octubre (2021).
Juan José Martínez Olguín nació el 7 de marzo de 1987. Es Doctor en Filosofía por la Universidad de Paris VIII y docente universitario. Escribe sobre teoría política y teoría estética y trabaja en la Escuela IDAES de UNSAM como investigador. Es autor de Politique de l’écriture (L’Harmattan, 2018), El parpadeo de la política. Ensayo sobre el gesto y la escritura (Miño y Dávila, 2021)y Ensayos en tiempos de cuarentena. Pandemia, política y filosofía (Eudeba, 2021). Su pasión, además de leer y escribir, es su hija: Amapola. Compañero de María.

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